Esta tierra de Colombia
Acabo de llegar a esta tierra de Colombia. Te escribo desde acá, en Bogotá, tu hermana querida, dónde gobiernan el ladrillo y el marrón. Colores bonitos para una ciudad fría como esta. A diferencia de nuestros chilangos, siento que los rolos son distantes; no así las montañas: la punta de lo que luego se convertirá en los Andes mucho más al sur. La cordillera se levanta desde el este, a pocos metros de la urbe: quebradas y picos como Las Vieja, La Cruz o Montserrate custodian las laderas boscosas mientras las protegen del aún más frío viento de los páramos, arriba en el macizo.
Me he unido a los parceros del lugar. Me han llevado a sitios tan diversos; tanto como los de allá. Jugamos bolirana en uno de los tantos bares que abren en la noche. El alcohol se bebé como agua acá; no tanto por cantidades, sino por los lugares donde se puede tomar: es decir, dónde sea. Es increíble. De no creerse. Y hablando de aguas, la corriente es potable, y la sed inexistente.
He ido de museo en museo, del Oro al Nacional, querida; y a la Cinemateca así como al show de Las Estrellas en la Plaza Bolivar. Me acuerdo de ti entre los bares de Chapinero o deambulando en la madrugada por las transversales de Galerías. En Teusaquillo vamos a Asilo y paseo por las tumbas de héroes y profanos que, pese a todo, luchan por ser recordados.
Entonces recorro la Universidad Nacional con uno digno de mostrarme tan sagrado recinto; me sentía en tu familiar CU, con su autonomía y sus hijos rebeldes patrullandole las esquinas.
Toca festejar Velitas y participar en las novenas, mientras me cobijan en Barrio Chico Norte y me alimentan con arroz y lechona en Ciudad Bolivar.
Me he escapado un rato a Medellín y a una ranchería, llamada acá vereda, cercana a Barbosa. El campo antioqueño es precioso; verde y pardo, repleto de cafetales, babananeras y yuca. Delante de nuestra choza hay una granja de mojarras. Congeniamos con nuestros vecinos. Muy amables todos; intercambiamos sustancias por comida y música de guitarra. Cenamos pescados y desayunamos huevos y leche del poblado. Vamos río abajo entre perfectos desconocidos. Exploramos un molino de panela y nos topamos con un par de mulas. Llegamos a una cascada donde fumamos y nos bañamos. Lugar idílico, Preciosa; idílico.
El sancocho nos calienta en la negra noche mientras disfrutamos la paz de la montaña, solo perturbada por algún helicóptero que busca cocinas más arriba.
Vuelvo a Medallo a caer muerto en un hostal de gringos, en el centro de la capital rebelde. Al día siguiente recorro la Comuna 13, olla que, como Tepito, poco a poco va gentrificándose. En la noche salgo pal poblado; tengo una cita peregrina. Me he convertido en un experto en Relaciones Internacionales.
Duermo hasta las seis de la mañana. Visito el museo de Antioquia y contemplo los murales y estatuillas de Botero y otros importantes colombianos. Me regreso al El Poblado. La cita de ayer había sido exitosa. Pero en la noche vuelvo pa Bogotá con el corazón estrujado y la mente revuelta. El tiempo aqui se me agota, amada mía.
Paso mis últimas días pensativo; ¿Puedo ser doble amante, querida? ¿Es posible, acaso?; voy a un karaoke con los amigos y la noche se vuelve nostálgica, alegre, fraterna y explosiva. Me he puesto emocional.
En este punto me doy cuenta de lo verde que es está ciudad; con tanto parque y tanto bosque, tanta vida en un país que se niega a morir por el frío de la muerte. Los pájaros nunca dejan de cantarme mientras me pierdo entre calles y carreras andando con la bicla.
¡Suéltame, Bogotá, colombiana inmoral! ¿Qué no ves que estoy comprometido? ¿Qué soy débil a tus encantos y tus caricias? Me tengo que alejar de ti si no quiero quedarme para siempre. Pero te prometo que volveré a verte, chica; lo sabes porque ahora me conoces. Me voy sin sernos ajenos.
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