
El día más triste
–Ya está estable –eso fue lo que le habían dicho cuando bajó las escaleras. –No te preocupes; ya podemos estar tranquilos –osaron añadir.
Pero le habían mentido, ¿o quizás no?; no estaba seguro; eso era lo que habían dicho los médicos, ¿no?, sí, así era. Quizás la única mentirosa era la suerte; quizás fue un engaño de Fortuna. Pero ya no importaba; no importaba nada ni a quien se le iba a reprochar.
El muchacho aún recordaba aquellas últimas horas fatídicas del día; él y su madre habían regresado de recoger a su hermana de casa de una amiga suya; lejos, muy lejos, hasta las Águilas. El viaje fue extenuante, pues se habían perdido entre las callejuelas empedradas por un largo tiempo antes de llegar a su destino -por allá del 2014, aún no era el auge de aplicaciones de navegación como Waze o Mapas-. Un aire sofocante ya había comenzado a formarse dentro de la atmósfera del carro; él creía que era solo por el calor del encierro, pero se equivocaba; era algo más que eso.
Cuando volvieron al hogar, los aguardaba su padre con un rostro que solo vaticinaba una cosa: tragedia.
–Su abuela –buscaba las palabras, las más suaves para no quebrarlos o quebrarse el mismo –ella ya no está.
Ambos niños palidecieron; el muchacho volteó a ver a su madre, quien solo asentía con ojos hinchados, ya rebosantes de lágrimas. Se acercó a ellos y los estrechó con fuerza contra su pecho.
Aquella vez, todos se fueron temprano a la cama; nadie tenía ganas de ver televisión o siquiera cenar.
Ya acostado, el chico oyó unos lamentos solitarios provenientes de la planta de arriba; un desgarrador sentimiento se apoderó de él, pues, primera vez en su vida, escuchaba a su padre llorar.
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