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A las puertas de Asia




Desembarcaste de la nave con paso decidido. Habías llegado a Bizancio. El viento bóreo arremetía contra tu gabardina, pero te mantuviste firme. El frío novedoso no melló en tu determinación; eras como un emperador, uno de esos tantos Constantinos que alguna vez gobernaron aquella ciudad; y hablando de ella, pudiste contemplar como se extendía y crecía a medida que te internabas por sus calles. ¿Viste las murallas? a pesar de todo, algunas aun se mantenían de pie. la ciudad vieja te fue absorbiendo mientras cruzabas el Cuerno de Oro, bacinica de basileos. La torre gálata vigilaba tu camino, como en aquellos tiempos medioevos. La comida... ¿te gustó? un poco rara para un paladar domado; pero el tuyo no se deja asustar con los picantes y las especias, ¿verdad?

La noche en Estambul casi te engulló; lo noté. Bajabas por empedrados y callejones aleatorios, abarrotados de puestos y vendedores que proferían precios y productos en una lengua alienígena que, pese a todo, te sonaba familiar; pero la ciudad en general ¿no? toda ella... se te hizo familiar, en una alteridad que ni en tus libros de antropología pudiste soñar. Esa ciudad milenaria, perenne; que se negaba a ser olvidaba, devorada por el caos que algunos llaman hogar, como esos gatos sagrados y perros callejeros, mejor alimentados que los pobres sirios refugiados. La arquitectura eclética, entremezclada una con otra, también te hizo sentir en tu antigua casa: un puente bizantino se unía a una casa otomana, mientras, de fondo, un brutalista edificio gubernamental se alzaba sobre la ladera.

Barrios armenios, judíos y eslavos se agolpaban en las orillas del Bósforo, en las puertas de Asia. Al sur, el pequeño mar de Mármara se filtraba, a través de los Dardanelos, al Egeo y el Mediterráneo. Al norte, el Mar Negro, el retazo hídrico del primigenio Paratetis, transmitía una inquietante calma. Las gaviotas graznaban alborotadas sobre los tejados y las velas de los barcos, soltando relatos y nombres legendarios, como el de Jasón, Dionisio, Herácles, Aquiles, Odiseo, Darío, Jerjes, Alejandro, César, Justiniano, Solimán... Sus gestas y derrotas se las llevaban las aguas del estrecho, mientras el viento te susurraba un nombre prohibido: Constantinopla.

Antes de cruzar, te paseas por el otrora hipódromo romano mientras te flanquea la Mezquita Azul y las bóvedas redondas de Haiga Sofía. Perseguiste los ríos de sangre dinástica hasta el palacio de Topkapi y te internaste en sus pasillos. ¿Ya viste la grandeza de los sultanes? nada que envidiarle a esos grecorromanos derrotados.

Ya entendí; te enamoraste de Constanti... perdón: Estambul. ¿Qué hay del resto del país?

Te internaste en Anatolia, no sin antes hacer parada en el Anıtkabir para rendirle respetos a Ataturk, padre de la patria laica. El mausoleo te sorprendió: tanta piedra para un solo hombre...

Seguiste tu camino tierra adentro, hacia las entrañas de Capadocia y de sus montañas, agujereadas por el miedo al infiel de los cristianos primitivos. Cada figura de piedra en el camino jugaba con tu mente e imaginación, la bruma espesa apenas revelaba la silueta de los kangales y sus amos, pastores montañeses que se han vuelto en expertos cazadores de turistas. Recorriste las plazas anatolias con un viento gélido que te iba cubriendo lentamente de nieve. En los valles estaban grabados tiempos más antiguos que los latinos o turcos; aun cuando reinaron los griegos pónticos, el poder aqueménida o el vestigial hitita. Incluso los celtas gálatas habían dejado huella.

Huiste de las inclemencias de la montaña y te refugiaste en las aguas termales de Pammukale, casi únicas en su tipo. El amanecer iluminó las ruinas romanas y griegas que rodean al "castillo de algodón", blanco por las sales que nacen de la gea. Mientras, la aurora indicaba la partida de una flota eólica: decenas de globos aerostáticos se alzaban en el horizonte mientras tu contemplabas el patrimonio de la humanidad.

Pero si las piedras de Pammukale te sorprendieron, quedaste sobrecogido al ver las ruinas de Éfeso; no trates de ocultarlo... lo vi en tus ojos. No dabas crédito a las columnas, anfiteatros y palacios que se alzaban de entre los escombros de edades pasadas. Reinos antiguos y princesas extintas que te invitaban a quedarte y a internarte. Pero tenías que proseguir. La ruta te llevó al puerto de Cesme, donde abordaste un ferry hasta la isla griega de Chíos; la sal del Egeo sazonó tus rostro entumecido por el viento.

La isla helena te resultó preciosa; la recorriste en pocos tramos; visitaste sus molinos, caminos y pueblos principales; algunos de corte medieval, románicos, con pasadizos entre calles y casas en los puentes; otros, más renacentistas, te transmitieron vidas pintorescas; los gatos abonaron al paisajismo insular. La casa de Colón no quedaba lejos; ¿escupiste en el suelo como prometiste?

Regresaste al impe... perdón; a la república. Volviste al Propóntide, mientras el carromato de acero tomaba una larga ruta por los lagos de sal, fortines seléucidas y los acantilados de Galípoli; todavía se reparten periódicos hablando del desastre del 15'... las ANZAC no lo olvidan. Pero tu atención termina perdida en el horizonte; en la punta más lejana de la Tróade, de cara con el Helesponto: allá, lejos de la vista, se levanta Wilusa; Troya para los románticos. El cadáver de Ilión aún se conserva, resguardando entre sus costillas las memorias de aqueos y pelasgos. Una pena que no pudiste contemplarlo con tus propios ojos; los poemas de Homero tendrán que esperar.

Bursa, tu última parada antes de volver a Estambul. Pasaste por la mezquita y el mausoleo de Mhemed I; mucho mas pequeña que la de Ataturk... y eso que era un sultán. Los rezos en las madrazas y las horas santas retumbaban por todo el lugar. No habías dejado de escuchar la voz de Alá; tanto, que hasta te empezaste a convencer de su existencia.

Retomaste Bizancio sin yatagán, pero con un precioso kaftan que te habías comprado en el camino, dejando a un lado la gabardina europea. Recorriste los mercados de piedra por última vez; aunque distintos, te llegan los aires del tianguis callejero. Pero ya estabas agotado. Aun así, tus fuerzas te dan para sumergirte en las catacumbas de la ciudad, dentro de la cisterna. Quedó el museo arqueológico; un breve resumen de lo que viste y no pudiste ver en todo el viaje. El tiempo por fin se detiene en aquel silo cósmico que, sala tras sala, te muestra una recopilación pulcra de todas tus historias y las de ellos, los que aun perduran escritos en el barro y el mármol.

Así, muere el duodécimo Constantino.

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