7.1 [Jimin]
Me he quedado sin camisa.
Lo que antes era una tela sedosa, de textura nacarada preciosa y caída de fábula, ahora es un trapo azul sin brillo que ha encogido tres tallas y que me queda pegada como una malla de ciclista. Y el traje ni se diga. Parece un estropajo y, al intentar ponérmelo, he comprobado que las mangas de la chaqueta se me suben al codo y el largo del pantalón me llega por la pantorrilla. Parezco un buscador de almejas. Solo me falta el cubo y el sombrero.
Y lo peor no es que se me hayan estropeado las prendas más caras que había en mi guardarropas ni que que la señorita Kim se haya puesto hecha un furia porque no he podido robarle a su enemiga Choi todo el dinero que quería y me haya exigido devolverle la mitad de los honorarios, no. Lo preocupante es que, a pesar del cúmulo de tragedias encadenadas, he persistido en la absurda idea de hacer repostería.
Me he metido en la cocina con un delantal, un bol de acero inoxidable y una batidora. Jamás en la vida he cogido una batidora. Después he puesto patas arriba los armarios, he dejado mi primorosa encimera pringada de restos de chocolate, crema y azúcar pegajoso, y se me han quemado tres cazos al hacer glaseado. Todo por los dichosos bombones. Y las galletas. He hecho tantas que no me caben en una sola caja.
Es horripilante.
Ni yo me entiendo.
He salido de la lavandería jurando matar a Yoon Gi pero al llegar a casa lo primero que he hecho ha sido asomarme por la ventana a mirar si su piso tenía luz. Después le he maldecido unas cuentas veces, he tirado la ropa, he metido a la gata en una habitación para activar mis robots de limpieza y he vuelto a revisar el patio. ¿Por qué tengo que mirar el patio? He vuelto a maldecirle y he jurado venganza. Me he repetido diez veces que le odio. Y luego me ha entrado la risa. Una risa incontrolable que me ha tenido a carcajada limpia casi una hora.
Se me ha ido la cabeza. Es el estrés, seguro.
El estrés que Yoon Gi me causa me hace confundirme y creer que me gusta. Es la única explicación que le encuentro porque Don "Un poquitín de nada" me hunde la existencia cada vez que se me acerca, siembra el caos allá donde pisa y me roba la tranquilidad. Además, es la antítesis de lo que soy yo y me ha hecho muchos desaires. El último, empujarme en la lavandería. ¡Se apartó como si le fuera a contagiar algo! De verdad, qué despropósito. Debería haberle huido yo a él.
Sin embargo, al caer la tarde he abierto el libro de la Repostería del Amor y no he dudado ni un minuto en elegir lo que quería preparar para "conquistar a la persona de mis sueños", entre comillas, porque me niego a admitir que sea ese cínico irrespetuoso.
Me niego.
Es de locos. De esquizofrenia. De fallo neuronal grave. Muy grave.
Necesito un psiquiatra. Debería pedir cita.
—Lo que deberías hacer es sentirte orgulloso de haberte dado cuenta y aceptar lo que sientes con normalidad. —Tae Hyung echó un vistazo a la olla quemada—. Has destrozado el juego de cocina alemana sin quejarte. Eso es porque tu vecinito enciende la mecha de tu pasión.
Recordé lo nervioso que me puse cuando salió de la fuente, esa sensación tan atrayente y su conversación distendida en la calle. Pese a sus sudaderas mortuorias y a la inexistencia del peine en su vida, era muy guapo. Y simpático, cuando quería. Y sensible. Y parecía preocuparse por mí. Y...
—No, lo que ocurre es que estoy harto de sus destrozos —minimicé—. Si le regalo algo, quizás deje de estropearme cosas y de llamarme divinidad, excelencia y demás.
—Ya. —Mi amigo se recargó en la encimera—. Y supongo que el hecho de que hayas hecho bombones de diez tipos y galletas para veinte personas no tiene nada que ver con que te frustre que no se haya fijado en ti de la forma en la que te gustaría.
—No.
Se quedó en silencio, observando cómo colocaba los moldes en línea para introducir la masa de la tanda de galletas que había sobrado mientras revisaba que el horno estuviera a la temperatura correcta.
—¿Le pongo virutas de chocolate esta vez? —Espolvoreé harina y releí por enésima vez el libro—. Podría llevarlas o no, depende. ¿Crees que resulte empalagoso? Quizás lo sea. Yo lo pensaría. Mejor no las pongo. Pero, por otro lado, ya he hecho de las normales. No quiero repetirme. ¿Le añado limón? No, así el sabor será muy...
—Jimin, frena. Hagas lo que hagas, lo sabrá apreciar mucho mejor que tu con lo de sus gachas.
Vaya. A eso le llamaba yo tirar la piedra a conciencia.
—Me las comí —me defendí.
—Después de afearle —replicó—. No cuenta. Vas mal y tarde.
¿Mal? ¿Tarde? ¿Contar?
—Perdona que insista pero yo no voy a ninguna parte, ni pronto ni tarde, ni bien ni mal.
—Lo que tu digas. —No me creyó—. Pero, en todo caso, lo que sí que te recomiendo es que tengas cuidado. No aceptes más trabajos que requieran de tu presencia física. Si averigua que eres Kaos será el fin y yo no siempre voy a estar al tanto para ayudarte.
—En el centro comercial lo hice bien.
—Eso te parece a ti.
Fue así como me me enteré de que la ropa que había usado para mi puesta en escena y que creía haber tirado al cubo del parking en realidad había caído fuera. Después alguien la había pateado y había terminado en la misma puerta, a la vista de todos y con mis huellas dactilares. Y así también me enteré de que Tae Hyung, como el buen maestro del delito que era, había previsto que podría tener problemas y se había dejado caer por allí bajo el papel de Mister Butterfly, un genio de la moda muy conocido que gustaba vestir de blanco de pies a cabeza, con bufandas de plumas de tonalidades a juego con el tinte de cabello, gafas de pasta y una nariz prominente que mi amigo caracterizaba a la perfección.
—Eh, niño falto de civismo. —Así había llamado la atención al primero que había tenido la mala suerte de cruzarse junto a la ropa—. ¿Te cambias en la vía pública y no recoges lo que te quitas?
—Eso no es mío —le había respondido el chico de turno.
—Oh, vaya, qué pena. —Tae Hyung había levantado mi sudadera con un bastón idéntico al que el modista solía usar y se lo había puesto en la narices—. Estos tonos oscuros combinan con la profundidad de tu mirada y la sencillez de la prenda podría destacar tu porte y tu distinguida elegancia.
—Ah... —Suponía la sorpresa que debía de haberse reflejado en su interlocutor—. ¿Sí?
—De lo contrario no me permitiría formular semejante observación. Mi nombre implica honestidad porque mi firma es, ante todo, el reflejo de la sociedad en su espléndida y sencilla verdad.
—Tu eres... —El pobre implicado había abierto mucho los ojos—. ¡Eres el que sale en la tele! —le reconoció—. ¡El que explica las tendencias!
—Shis. —Tae Hyung había culminado la actuación con el dedo en los labios—. Por favor, no hagas aspavientos, que resta clase y es de mal gusto. Si quieres te doy mi autógrafo y luego te pruebas la ropa, ya verás lo bien que te sienta.
Poco faltó para que se me cayera el libro de las manos. Le había endosado la sudadera a otro. Otro al que seguramente habían detectado y al que ahora Yoon Gi estaría interrogando en mi lugar. Uf.
—Te debo una —suspiré—. Una muy grande.
En ese momento el portal, pese a estar tres pisos debajo, tronó bajo el inconfundible sonido del que empuja y forcejea por abrir. Tenía que ser Yoon Gi. Lo de equivocarse al meter la llave e insistir horas en tirar con el escándalo correspondiente era muy suyo.
—Lo he hecho para que no pierdas tu oportunidad con el vecinito.
—¿Qué?
Tomó las dos cajas de bombones que acababa de preparar y las galletas, me empujó hacia la puerta, y cuando me quise dar cuenta, me había echado al rellano, y se despedía agitando el pañuelo de seda que llevaba al cuello.
—Adiós, "mon amour" —dijo—. Suerte. Infórmame de tus progresos y no tengas prisa en volver.
—¡Tae, espera!
Me cerró la puerta. La puerta de mi propia casa. Y me sentí de lo más ridículo con las cajas en las manos como si fuera un repartidor de pizza, el delantal de dibujitos de tartas manchado encima del pijama de rayas y unas zapatillas corrientuchas que también se habían pringado y que daban tanto frío que me había tenido que poner unos calcetines gordos de bolitas de colores. Entonces escuché los pasos por la escaleras.
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