6.1 [Jimin]
Odio a Yoon Gi. Punto.
Odio el despropósito de vida que llevo por su culpa. Odio el desastre que me causa. Odio que me haya obligado a correr por medio centro comercial y a saltar como si estuviera rodando una película con el dolor que tengo en el trasero. Odio haberme tenido que cambiar de ropa mientras huía, no me fuera a detener en el sitio menos pensado, y haber asustando a una pobre señora, que casi se muere del síncope al verme con los pantalones a medio subir. Me ha gritado "¡Desvergonzado!", me ha metido un bolsazo en la cara que he sentido como un ladrillo y me ha tocado correr aún más y escapar por el jardín.
Pero, por encima de todo, lo que más odio es que se me haya pasado por la cabeza la idea de hacerle bombones a un tipejo sin escrúpulos que, a parte de querer detenerme, me ha empujado a la fuente. ¡A la fuente!
He caído de espaldas, cual fichita de dominó, y no he podido hacer nada. Se me ha estropeado el traje de Dior, me he dado un culetazo aún más grande que el que me pegué en el portal y, de repente, me he visto sentado en el agua rodeado de patos. Muchos patos. Y de cacas. Las cacas de los patos.
—Vaya. —Yoon Gi, con su habitual cara de "no pasa nada, no te pongas dramático" se arrodilló en el borde y examinó el agua—. Parecía limpia pero está un pelín asquerosilla.
Me levanté, chorreando como si tuviera una cascada encima y echando humo por las orejas.
—¿Un...? —Dios; era colmo. El colmo—. ¿Pelín?
—Algo. —Reprimió una medio carcajada que hizo que la rabia se me desbordara del todo—. Pero tiene solución.
—¿Solución?
—Sí —añadió—. Te lavas con mucho jabón y asunto arreglado.
Me quité la chaqueta y se la tiré a la cara. Y luego le salpiqué. Lo hice con saña y con toda la mala idea del mundo pero, en vez de moverse, o protestar, me tendió la mano.
—Anda, no te pongas así, que te ayudo a salir.
—No, no quiero que me ayudes —le rechacé, claro—. Capaz eres de soltarme cuando esté a medio camino y, si me caigo otra vez, me romperé del todo el trasero. Ya van dos veces las que me caigo por tu culpa.
—Lo de la basura no fue culpa mía —replicó, tan tranquilo—. Es obvio que si metes una bolsa en medio de una estructura metálica que pesa un montón la presión la va a romper.
—¿Obvio? —Arqueé la ceja—. ¿Cómo que obvio?
—De sentido común.
Ah. Ya. Ahora iba de inteligente. Muy bien.
—También es de sentido común no tender la mano al enemigo y menos aún cuando está enfadado.
No se lo esperó. Lo noté por su cara de desconcierto absoluto cuando le así del brazo y le arrastré conmigo al agua en una plancha frontal que le hizo patalear como si se estuviera ahogando. Y, mientras tosía, se levantaba como podía y se apartaba el pelo de los ojos, aproveché para salir y me senté en el poyete.
—Vaya —le imité el tono—. Parece que tu también te has mojado un poquitito en el líquido asquerosillo.
Rompió a reír. Con ganas.
—¡Wow! ¡Esto sí que no me lo esperaba! —exclamó, entre risas—. ¡De veras, eres genial!
Aquello me descuadró. ¿Yo? ¿Genial?
—Ha sido una venganza muy oportuna y justa, sí, señor.
Siguió carcajeándose de su propia situación durante un buen rato el que me quedé mudo, sin dar crédito a lo loco que estaba, hasta que su humor me contagió y tuve que disimular la sonrisa que se me escapó. Y después me quedé medio alelado viendo cómo se sacudía el cabello, se lo mesaba con las manos hacia atrás y salía a trompicones del estanque. ¡Pero por qué le tenía que ver tan atractivo! No tenía sentido. De verdad, qué desastre.
—Estamos empatados. —Se sentó a mi lado lo que, por supuesto, me incomodó—. Eso es bueno, ¿verdad?
—¿Qué empate ni qué empate? —Le observé de reojo—. Acumulas una lista inmensa de prejuicios hacia mi persona.
—Tu también.
—Perdona pero yo siempre he tratado de dialogar contigo como una persona civilizada. —Me mordí el carrillo—. Además, me comí tus gachas aguadas y medio crudas. Me las comí y a cambio lo que tu has hecho ha sido retirarme la palabra, cerrarme la persiana cuando te estaba hablando y, por si no era suficiente, ahora vas y me tiras al agua.
—¿Y?
—Que yo había venido aquí a comprar y así no me van a admitir en ninguna tienda.
—¿Y?
—¡No me digas "y", que me pones enfermo!
Se hizo un silencio en el se quedó pensando, como un juez antes de dar veredicto, en el que deseé más que nunca no sentir esa sensación electrizante al mirarle y tirarle de cabeza otra vez con los patos. Se lo merecía.
—Quizás te pueda ayudar a limpiar el traje para que retomes tus compras —decidió, al final—. Tengo mudas en el coche y conozco una lavandería exprés que está por aquí. —La profundidad de su mirada me resultó muy pero que muy atrayente—. Te puedo llevar.
Ir... Con... Él...
—Ni en broma. —Me crucé de brazos—. No voy a ir a ninguna parte contigo, que a saber dónde me metes.
—Usted disculpe, oh, gran maestro del buen gusto. —El sacarmo no se hizo esperar—. Había olvidado que procede de la dimensión "Divinities" y que pisar una mugrosa lavandería de calle puede lastimar su delicado pie.
Iba a responder pero entonces estornudé. Unas, dos, tres y hasta cuatro veces. Lo que faltaba. Me iba a enfermar.
—¿Necesita su excelencia que le consiga un pañuelo o prefiere meter en un frasco de cristal su excelsa mucosidad?
—Deja de hablarme así o te regreso al agua.
Torció el gesto, se levantó y me dio la espalda, con la intención de marcharse. Otra vez se había enfado. ¡Otra vez! Una molesta ansiedad me invadió.
—¡No, oye! —grité, mientras se alejaba—. ¡No me dejes así! ¡Hazte cargo de mis secuelas! —Siguió camino—. ¡Yoon Gi! —Ni caso—. ¡Acepto lo de la lavandería! ¡Acepto!
Se detuvo.
—Ya verás que está muy cerquita. —La mirada se le relajó—. No tardaremos ni una hora.
Cerquita.
Ni una hora.
¿Pero qué sentido del espacio - tiempo tenía este loco?
¡Fueron diez kilómetros!
Diez eternos kilómetros los que me tuvo caminando, vestido con una sudadera que tenía el dibujo de una mano mostrando el dedo corazón y el bonito mensaje de "Fuck you" en la espalda por el centro de la ciudad, callejeando por las mismas avenidas unas veinte veces por lo menos, y con un "uy, por aquí creo que no es", "uy, por aquí ya hemos pasado", "uy, esto no me suena", "uy, que era la otra". Uy, uy, uy. ¡Uy!
Y cuando, por fin, llegamos al lugar, poco faltó para que me diera un derrame ocular. A parte de que el sitio lucía como un antro viejo, ruidoso y con una más que sospechosa sombra de mugre en los bancos de espera, las máquinas de lavado eran, por lo menos, de la época del Paleolítico. Parecían neveras cuadradas y tronaban como si estuvieran a punto de explotar.
Pero la debacle que supuso el fin definitivo de mis neuronas fue descubrir a Yoon Gi metiendo los trajes oscuros con mi camisa de seda blanca, todo junto hecho una bola, y girar la rueda prehistórica a nada más y nada menos que a noventa grados.
—¡No, espera! —Me le eché encima—. ¿Estás loco? ¿Qué estás haciendo? ¿Desinfectando bacterias hospitalarias? ¡Esta ropa no se debe lavar a...!
Su proximidad me dejó en blanco. Y sus pupilas. Unos pupilas profundas en las que me perdí sin querer unos minutos. Los minutos que Yoon Gi tardó en retroceder como si yo tuviera la peste, chocarse contra el armatoste ese y accionar el programa con el codo.
Ay.
Observé con horror cómo el tambor empezaba a soltar agua y jabón y echaba a rodar.
M- i...
R- o- p- a...
Adiós, Dior.
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