5.1 [Jimin]
Yoon Gi me ha cerrado la ventana y, para rematar, después ha bajado la persiana.
Solo quería acercarme un poco a él, con la intención de calmar los ánimos por lo de las gachas, pero está claro que ha salido mal. Me he caído en medio de un líquido nauseabundo y ahora me duele el trasero y me tengo que sentar en un flotador. Uno con un patito que me regalaron de promoción en un supermercado y que creí que no usaría en la vida.
Por su culpa me ha tocado limpiar de arriba a abajo el portal mientras la encargada me amenazaba con esa fregona que olía peor aún que mi basura, he tirado uno de mis mejores pijamas y, por si no fuera suficiente, después se ha negado a abrirme pese a que, en mi estado, me ha costado la vida subir a su casa. Le he tenido que meter una nota debajo de la puerta pero ni por esas me ha dado margen cuando se ha dignado a asomarse por el patio. ¡Y me ha dicho a no a lo del gato!
Qué falta de educación. Qué incomprensivo. Qué poca sensibilidad. Qué falta de tacto. Qué poca empatía. Qué poco todo.
Le odio.
Es lo que me digo mientras doy vueltas en la cama, de un lado a otro, al levantarme a las dos de la madrugada para hacerme un té y al volver a acostarme, cambiando y recambiando de almohada sin encontrar una postura. No quiero que me guste ese maleducado. No quiero y, sin embargo, es cierto que Don "Un poquito de nada" me ha tocado, sin que me diera cuenta, el corazón. Pero él pasa de mí y, cuando no lo hace, me habla con sorna. Divinidad, excelencia, maestro de la cultura...
Dios mío. Se me hace difícil digerir que siento algo por él.
¿Y ahora qué hago? ¿Cómo voy a lidiar con esto? ¿Le pido perdón? Ya no sé cómo hablarle. ¿Le hago un regalo? Tampoco sé lo que le puede gustar. Además, seguro que lo rechaza y eso me dolería. Igual que creo que me va a doler mucho verle a partir de ahora. De ahí que la idea de mudarme patine por mi mente.
Y patinó mucho más cuando, al salir de casa al día siguiente, arreglado, peinado y deslumbrante para mi trabajo, lo encontré en el estacionamiento, abriendo la puerta de la tartana esa que tenía por coche, con una de sus famosas sudaderas malsonantes y una mochila vieja al hombro.
—Buenos días. —Me costó no lanzarme a increparle por lo de la ventana—. Como ayer te traté de explicar, ¿será que...?
No me dejó terminar. Entró en su auto de desguace con un golpetazo deliberado a mi puerta, arrancó y se largó haciendo ruido con ese motor que parecía a punto de morir de pulmonía. Y entonces una mezcla de frustración, tristeza y enojo se me instauró en el pecho. No solo me ignoraba sino que acababa de meterle un rayón a mi precioso porsche blanco. Otra vez.
¿Había dicho ya que le odiaba? Porque ahora le odiaba multiplicado dos. O por tres, teniendo en cuenta que, cuando me fui a sentar en mi impecable asiento de cuero, me tuve que poner el sudodicho flotador. Y eso no fue nada. Lo peor ocurrió después, en los grandes almacenes.
Entré de forma triunfal, con elegancia en el andar, estilo altanero y el deje de la seguridad que tantas veces había ensayado. Saludé a todo el que se me quedó mirando como si fuera una estrella de cine, abracé a mi clienta, la señorita Kim, con la devoción propia de un amante y me incliné con educación ante la propietaria, que se quedó mirándome con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. La había impresionado. Cuando me lo proponía, solía causar ese efecto.
—¿Tu eres... ? —Me revisó al menos cinco veces de arriba a abajo—. ¿Eres quién...?
—Mi nombre es Park Jung So, de la empresa HG, señora Choi —me presenté, ceremonioso—. Es un honor estar en la inauguración de un centro comercial tan magnífico como el suyo.
—No... Si... El gusto es mío... —Le costó articular palabra ante de dirigirse a su enemiga—. ¿Sales con el hijo del multimillonario Park? —La aludida asistió—. ¿Qué comes para haber tenido tanta suerte?
—Le doy mucho amor. —Me asió del brazo—. ¿No es así, cariño?
En ese momento le vi. Le vi y la boca se me abrió como un buzón. Estaba curioseando por los expositores, solo y vestido con un traje azul marino que le quedaba más que perfecto, una camisa blanca y un cabello peinado hacia atrás que hizo que el suelo entero se tabaleara bajo mis pies.
Era... ¿Ese era Yoon Gi? ¿Qué se había hecho? Lucía espectacular. No, más aún. Estaba tan... Tan... Tan...
Tan nada. ¡Estaba allí porque se había enterado de lo de mi trabajo! ¡Ay, por qué! Venía a por mí. A por mí. Eché un vistazo a mi alrededor. Siendo policía informático seguro que había hecho algo con las cámaras y con la cuenta de la señora Choi. ¡Y me conocía! No podía seguir el plan. Al menos no como lo había organizado.
—Mi queridísimo amor, me temo que me surgido un inconveniente que requiere atención inmediata y debo irme. —Yoon Gi se giró de modo que me tuve que ocultar tras un mostrador de bolsos, con mi clienta asida de la mano—. El del traje azul es agente —susurré—. Es mi vecino de arriba.
—No te he pagado por nada. —Como era de esperar, a la ricachona le dio igual mi explicación—. Ingéniatelas como puedas pero quiero que le des un susto a la cuenta bancaria de esa prepotente mujer.
Detestaba improvisar. Ahora odiaba a Yoon Gi multiplicado por cuatro.
El "nuevo método" me obligó a regresar al coche y rebuscar en el maletero ropa para el cambio de papel. Mi espléndido y logrado personaje desapareció de escena y en su lugar el que hizo acto de presencia fue un tipejo ataviado con una sudadera negra muy similar a las de Yoon Gi que le cubría la cabeza, pantalones de deporte, zapatillas y una gafas de sol que le tapaban media cara. ¿Destino? Joyería no. Tecnología tampoco. Tenía que ir a algún departamento del que no sospecharan así que terminé en la lencería.
—Eo, holita.
Golpeé el mostrador. La dependienta me dirigió un gesto extraño, entendía que por mi aspecto y mi particular forma de saludar.
—Nenita linda, a ver si me puedes ayudar. —Le dediqué un globo con el chicle que me había metido en la boca—. Necesito comprar quinientos calzones, por supuesto de la marca de lujo más cara que tengas, para una fiesta muy especial.
La mujer parpadeó, atónita.
—¿Qué?
—Y sábanas, otros quinientos juegos, pero no de cualquier tipo, ¿eh? Las quiero de esas que despierten los deseos mejor guardados, ya sabes. —Hice otro otro globo y me levanté un segundo las gafas—. Y por favor, sé discreta, que vengo de incógnito porque la prensa me está persiguiendo.
Le lancé uno de mis innumerables carnets de identificación, el que me reconocía como un cantante muy famoso que, casualidades de la vida, se daba un aire a mí. Un talento de esos excéntricos que daba mucho de qué hablar y que, por lo mismo, me resultaba muy útil para trabajar.
—Belleza, ¿qué más cosillas me puedes conseguir para mi fiestecita lujuriosa?
Salí de allí con un pedido anticipado ya pagado de miles de wones, pendiente del reloj. Uno. Localicé la escalera mecánica. Dos. Empecé a ascender. Tres. Yoon Gi apareció, rojo y sin aire, y detuvo su carrera ante el expositor justo cuando mi zapatilla ponía el pie en el piso de arriba. Lastima por él. Había sido rápido pero yo lo había sido más.
Repetí la operación con los trajes de baño. Está vez pedí mil, con toallas y camisas a juego, encargué cien tablas de surf de las buenas, de las que hacían a mano, compré máquinas de ejercicios para montar al menos cinco gimnasios completos y gasté lo indecible en perfumería, cosmética y champús. Y en cada sección ocurría lo mismo. Yoon Gi aparecía a los pocos segundos de pagar y yo me escabullía en el baño, en el ascensor o me mezclaba entre los compradores. Hasta que pasé por la librería.
"¿Quieres conquistar a la persona de tus sueños?" Leí en una portada. "Consíguelo con la repostería del amor".
Me detuve. Bueno, no es que fuera la persona de mis sueños, precisamente. Para nada. Pero la idea de hacerle galletas o bombones me pareció estupenda.
Le gustaría. Era un sensiblero, ya me había dado cuenta. No rechazaría algo hecho a mano por nadie, ni siquiera por mí. Y, cuando se las diera, bajaría esa actitud hosca y entonces quizás podría...
—Por las manos sobre la cabeza, donde las vea, Kaos.
Ay.
—Y date la vuelta. —La orden de Yoon Gi me puso blanco—. Despacio, sin hacer tonterías.
¿Tonterías? Ya las había hecho. En un abrir y cerrar de ojos huía por los pasillos, con el libro en la mano y el tipo al que, por desgracia, quería atraer, persiguiéndome para esposarme y meterme en la cárcel.
Eso se merecía que multiplicara mi odio al menos por diez.
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