1.2 [Yoon Gi]
He puesto la canción sin parar, con toda la potencia que me permiten los altavoces. Lo he hecho porque me molesta que Jimin se refiera a mí como si fuera un indigente, que me meta por debajo de las puerta sus facturas sin sentido y que me mire como si mi aspecto y mi casa fueran un asco. Ya sé que no estoy a su altura, ya lo sé. Admito que soy un desastre y que dejo mucho que desear pero tampoco hace falta que me lo dé a entender tan claramente.
Me hace sentir mal porque él me gusta y por eso estoy tan enfadado. Tanto como para echar por tierra toda la semana.
El domingo no he ido a correr. Ni siquiera me lo he planteado. En su lugar he preferido quedarme sentado en el suelo de la única habitación que tengo y controlar que la música no parara de sonar mientras rebuscaba por internet en tiendas de ropa de segunda mano algo que no fuera muy caro y que cuadrara un poco con el estilo que le gusta a Jimin. Duermo mal porque, cuando apago el ordenador, ya por la noche, empieza su contraataque a base de una ópera que pone tan alta que el suelo retumba como un terremoto. Este lunes ha sido el primero en el que no he tenido ganas de salir por ahí con mis amigos y tampoco he ido al trabajo porque estoy cansado y no tengo ninguna investigación abierta hasta el siguiente fin de semana.
La señora Choi, una empresaria multitalentosa, acaba de abrir un centro comercial exclusivo y teme que su ex amiga y ex socia, una tal Kim, le organice una treta fraudulenta con el objeto de arruinarle la inauguración. A mí en lo personal que unas ricachonas se estafen unos cuantos miles de wones mutuamente me parece una idiotez que no merece atención pero Kim Nam Joon, el jefe de la unidad no está de acuerdo conmigo. Y le entiendo, claro. Le han pagado un extra para que envíe un agente especializado y quiere que sea yo.
Uf; qué pereza.
—Tengo algo que seguro te estimula las neuronas —me explica—. Hay informes que señalan que Kim podría estar relacionada con Kaos.
—¿Kaos? —repito, incrédulo—. ¿El mismo Kaos que se me escapó el año pasado en la estafa del casino?
—Ese mismo.
Eso sí me interesa. Ese hacker no solo es listo sino también escurridizo. Llevo detrás de él años pero, cada vez que me lo encuentro en alguna contienda informática, me manda un virus magistral que me lleva horas desactivar y mientras tanto desaparece. Es el rey de los códigos de seguridad. Los desencripta todos y me lía de todo. Aunque, claro, si se trata de realizar una estafa en persona... Ahí podría no ser tan bueno como tras el ordenador, ¿verdad? Quizás lograra atraparle.
—Iré —decido—. Pero te aviso que no tengo ropa acorde con el lugar.
—Si quieres te ayudo a preparar algo —Nam Joon se ofrece.
—El viernes, si eso.
—¿Ya lo vas a dejar todo para el final otra vez? —señala—. Yoon Gi, la improvisación no suele ser buena compañera.
Lo sé pero, ¿qué quiere que le haga? Soy así o, mejor dicho, mi cerebro es así. Funciono mejor sobre la marcha. Además, no tengo ganas de hacer nada porque tengo mucho sueño y en lo único en lo que puedo pensar es en Jimin.
Creo que debería bajar a verle e intentar dialogar con él pero dudo de mi capacidad para hacerlo y temo que me vuelva a herir. Por eso el corazón estuvo a punto de estallarme en el pecho cuando fue él el que llamó a mi puerta, con la cara seria y una ropa que, por primera vez, no parecía sacada de una pasarela de moda. Se veía normal, con el cabello oscuro, sin tinte de ningún tipo, y un simple jersey de lana combinado con jeans.
Era, sin duda, mi oportunidad para arreglar las cosas. Pero, típico en mí, en vez de aprovecharla, lo que me salió fue el toque defensivo.
Ay. Si es que seguía estando tan enfadado...
Menos mal que sacó el tema de la gata. Ahí fue cuando se me olvidó todo y una sonrisa de oreja a oreja iluminó mi cara al escuchar que me permitía ayudarle y entrar en su piso, una pedazo de mansión llena de cacharros electrónicos, con una luces que se encendían solas y unos platillos volantes que se arrastraban para cepillar el suelo y que no dudó en ponerme detrás en cuanto puse el pie en su pavimento.
—No tengo la peste, ¿sabes?
Imposible no comentarlo. Imposible.
—Tus zapatos tienen polvo —replicó—. No te has descalzado.
—No lo he hecho porque no tienes zapatillas de invitado en la puerta.
—Es que para eso tengo los robots.
Ya. Todo muy normal.
Uno de esos platos giratorios me golpeó en el talón. No dudé ni un segundo en quitarme las zapatillas, aunque no me molesté en recogerlas y las dejé según cayeron, en medio de la estancia. Jimin me dedicó una mueca de desaprobación pero me limité a encogerme de hombros, a sonreír y a buscar a la gata.
La encontré en un colchoncito blanco y mi gato, al que había llevado como estímulo, se había colocado junto a ella. Me acerqué.
—A ver, ¿qué te pasa? —Le acaricié la cabecita y ella, dócil, se arrastró hasta mí—. Apuesto a que eres de gustos sencillos como yo y solo quieres comida de la normal.
—Oye, ahórrate el despotismo. —Jimin protestó, claro—. No le doy nada extraño.
El cacharro de limpieza golpeó el colchón. El animal dio un respingo y se arrebujó entre mis brazos.
—Está muy sensible —murmuré—. Los gatas embarazadas se suelen asustar porque temen que algo dañe las crías que llevan dentro. —Señalé el aparato—. ¿Podrías desconectar estos tratos?
Lo hizo, a regañadientes, y un rato después, la gata estaba fuera de su zona de seguridad y compartía con el mío un plato de comida húmeda del supermercado de la esquina.
—No puedo creerlo. —Jimin se desplomó en el suelo, abatido—. ¿Era mi culpa entonces? ¿Le dan miedo los cepillos? —Se mordió el labio—. Ay; pobrecilla. Debe cree que el artefacto le dañará.
—No te preocupes —le quité importancia—. No podías saberlo.
—Ya pero te culpé a ti.
—Bueno, eso no es ninguna novedad. —Me reí, con ganas—. No es la primera vez.
—Perdón. —Su disculpa me dejó boquiabierto—. Lo siento. Lo siento todo. Perdóname.
—No... Pasa... Nada. —Ante tal situación, busqué mis zapatos y volé a la puerta. Me estaba entrando mucho calor y no quería que se diera cuenta—. Ala, hasta otra. Te dejo a mi gato un rato.
—No, espera. —Jimin me detuvo cuando ya tenía la mano en el pomo—. Quédate a cenar sin quieres—me ofreció entonces, y añadió, con una sonrisa—: Y no te apures, que mi comida es normal.
Me estaba in... ¿Invitando? ¿A mí? ¡Jo, qué suerte! De verdad, qué... Me giré con demasiados nervios. Tantísimos que no medí la distancia que me separaba del mueble recibidor, me choqué con él y golpeé con el codo un jarrón de cerámica. Uno que, para mi desgracia, cayó al suelo y se hizo trocitos.
—Uy. —No se me ocurrió nada mejor que poner mi mayor cara de tonto—. Lo he roto un poquito.
—¿Un poquito dices? —Jimin abrió mucho los ojos, como si no diera crédito, antes de regresar sobre mí, con una expresión de disgusto similar a la del aparcamiento—. ¿Sabes lo que cuesta ese jarrón?
—No pero se puede pegar.
—¿Pegar? —Las pupilas le centellearon en ira—. ¡Cómo vas a plantear si quiera pegar un jarrón que tenía siglos de antigüedad! ¡Siglos!
—Va, no te pongas dramático —repliqué—. Un jarrón es solo un jarrón.
—Para ti puede que lo sea porque, evidentemente, no tienes estudios ni la clase necesaria para apreciar las cosas artísticas y preciosas.
¿Que yo no tenía qué?
Me faltó tiempo para salir de allí. Al hacerlo, le di deliberante al cuadro de la esquina, con la intención de torcerlo, y, de paso, le propiné un portazo a su "excelsa" y "perfecta" puerta.
Si no tenía clase tampoco tenía por qué mostrarle educación.
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