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La Fogata

Era una fría noche del mes de Diciembre, más específicamente 24, ya era navidad, pero esta sería totalmente distinta a las anteriores. De las 15 navidades que he tenido anteriormente, esta sería la peor por mucho.

Les contaré un poco de mí para que entiendan de qué hablo; mi nombre es Cristina Villanueva, soy de Venezuela, más específicamente del estado Miranda, dónde solía vivir con mi mamá y mis dos hermanos menores. Hace casi dos meses estoy viviendo en Caracas, separada de ellos por circunstancias ajenas a nosotros.

En estos últimos cuatro meses, ha habido muchas precipitaciones en todo el país, aguaceros que causan el desbordamiento de ríos y la caída de viviendas, como fue mi caso. Gracias a una fuerte lluvia que cayó el 27 de Octubre, perdimos nuestra casa y todas nuestras pertenencias, si acaso nos salvamos nosotros.

Fue en ese momento que la vida nos dio un giro drástico. Actualmente estoy separada de los otros miembros de mi familia ya que, ellos se encuentran en un centro de damnificados (colegio) distinto al mío; por cuestiones de espacio, no conseguí que quedásemos juntos, pero me alivia saber que aunque sea mis hermanos han permanecido junto a mi madre.

Por suerte todos aquí son muy buenos, he hecho amistad con algunos chicos de mi edad y hay una familia que me trata como si fuese parte de la misma, los García. Están conformados por la Señora Victoria García, el señor José García, y sus hijos, Víctor y Paola.

Acabo de bañarme en compañía de Paola, nos bañamos juntas mientras Víctor se encarga de vigilar la puerta y cuidar que nadie entre, así es más seguro para ambas. Estamos vistiéndonos con unas prendas que donaron hoy, la familia que las trajo nos facilitó ropa, calzado, juguetes y comida; se puede decir que gracias a ellos, hay un poco de ánimo en este lugar.

Teníamos planes de comer junto con las otras personas que residían aquí, y luego salir a la parte trasera del colegio, era un espacio abierto, rodeado de árboles y con un par de bancos de madera distribuidos por el sitio. Resultaba agradable sentir el viento en el rostro, el frío erizándote la piel y recordándote que estás vivo.

Una vez que estuvimos listas, salimos y nos encontramos con Víctor, quien ya estaba harto de esperarnos y lo hizo notar diciéndonos:

—¡Si quieren duermen ahí! Llegué a pensar que se habían ido por el drenaje —Hacía exagerados ademanes al hablar.

—¡Pues no te queda de otra, que resignarte! —Paola solía ser muy directa al momento de hablar, y debo decir que eso me encantaba.

—Muy graciosa. Vamos con nuestros padres, la cena ya está casi lista y quiero disfrutar la parranda —Víctor pasó sus brazos por nuestros hombros y nos llevó al patio principal, donde estaban todos.

Había alrededor de doscientas personas ahí —la mayoría familias—, algunas más alegres que otras, pero todas con una sonrisa. De fondo, sonaban unas gaitas, aquella música alegre que a base de cuatro, tambores y furruco, animaban nuestras navidades.

Nos mezclamos entre la gente y nos pusimos a bailar. Puedo decir que lo hice con la intención de contagiarme un poco de esa alegría que veía en sus rostros, sentía envidia.


O*o*O*o*O*o 3 horas después o*O*o*O*o*O


Ya habíamos hecho la cena navideña, no había todo lo que era tradicional en estas fechas, pero ni como quejarse. Comimos ensalada de gallina —compuesta de pollo, zanahoria, patata y mayonesa—, pan de jamón y hallaca —plato típico, imposible de describir—, además de las uvas que, aunque era tradición para el 31 del mes en curso, preferimos dejarlas para el día de hoy.

Hubo un momento de la noche, en la que necesité alejarme del bullicio y salir al patio trasero —donde se supone que iría con Víctor y Paola—; a pesar de que la idea era venir aquí todos juntos, ellos se veían felices y distraídos con las demás personas, y no quise molestarlos con mi apatía.

Me senté en uno de los bancos y me quedé viendo las estrellas, aquellas que iluminaban el cielo y de cierta forma, me hacían sentir un poco unida con mi familia, pues los astros que yo veía, ellos también. Inconcientemente, se me vino un recuerdo a la mente, era de hace cuatro años, pero lo tenía tan presente, que casi podía verlo de nuevo.

Habíamos decidido acampar, ese fue el último año que pasamos con papá. Teníamos todo el equipamiento necesario para pasar varios días al aire libre. Armábamos las carpas con risas y juegos de fondo, todo era diversión.

Mi papá nos había pedido a mí y a mi hermano Julián, quien para ese entonces tenía unos cortos seis años de edad, que fuésemos a buscar unas ramas, pues encenderíamos la fogata para comer los malvaviscos y calentarnos mientras contábamos historias de terror.

Una vez que ya la fogata estuvo encendida, nos sentamos alrededor con nuestra comida nada elaborada. Aunque todo empezó siendo risas y charlas, hubo un momento de silencio, un momento de admiración dirigido a aquel fuego encargado de brindarnos calor; le daba un toque cálido y acogedor al lugar, hacía brillar el rostro de todos los allí presentes y nos hacía saber que todos estábamos de alguna forma, conectados.

Ese día me sentí la niña más feliz del mundo. Quisiera poder revivir esos recuerdos, quisiera volver el tiempo atrás y aún hoy, permanecer junto a esa fogata, aquella que me brindó calidez y me hizo sentir parte de un todo, de algo mayor a mí.

Hoy quisiera agradecer a esa fogata, por permitirme tener el mejor recuerdo de mi vida y dejar que ese llene mi vacío y cubra mi pecho.

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