Microrrelato III
La voz que me habla se diluye en mis oídos mientras una marea fría empieza a recorrer mis piernas y asciende por mi cuerpo.
Es intangible e inocua. No me duele, no me asusta, no me conmueve.
Alcanza mi vientre, mi estómago y llega hasta mi corazón, aminorando su ritmo frenético. En mis brazos se produce un escalofrío mientras un fogonazo de presión nace en mi cabeza. Entonces la fría marea llega allí, y esa emoción insustancial se apodera también de mi mente.
En este estado no puedo sentir nada, todo lo maneja el vacío. Noto, sin embargo, la piel extremadamente fina y suave de una mano que toma la mía. Miro esa mano y después elevo la vista hasta unos ojos iguales que los míos, brillantes y acuosos. Un latido más fuerte y poderoso se empuja en mi pecho y una emoción caliente lucha por emerger del vacío, pero en enseguida es engullida por mi férrea voluntad.
Le aprieto la mano a mi madre porque no soy capaz de decir ninguna palabra; mi garganta no responde, pero de alguna manera le hago saber que estoy bien, porque veo que me sonríe.
Sorprendentemente, me paro a pensar en lo mucho que nos parecemos: romanticonas, despistadas, conformistas... pero con ese núcleo duro y pragmático que hace que ahora estemos aquí sentadas, con las lágrimas en los ojos y la sonrisa en la cara, preparadas para todo.
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