Capítulo 01
Las gotas caían poco a poco en el pavimento, recordando el dolor que se incrustaba en lo más profundo de su ser.
Las nubes tapaban el cielo azul y sumaban una atmósfera de incertidumbre. Dylan corrió tanto que su respiración se agitó. Las casas eran simples y parecían hechas de una forma descuidada, no se podía esperar mucho de una vecindad ubicada en un pueblo de Latinoamérica, ya se había acostumbrado a la vista.
Él solo sabía que quería alejarse del circo que formó su padre.
Al chico le resultaba repugnante como su progenitor lloraba desconsolado por la muerte de su mamá, es casi una sátira; él la engañaba con una mujer que Dylan conocía desde que estaba en pañales.
La vecina no era una mala persona, ella se equivocó cayendo en las manipulaciones del señor Ramírez, el problema es que la ingenuidad también se cobra caro, en este caso incluía el odio de su hijo de quince años.
Dylan se tumbó en el piso y cerró los ojos. Por un momento dejó de pensar en la soledad que albergaba en lo más recóndito de su alma. Después de un largo tiempo abrió los párpados para contemplar como la lluvia aumentaba.
—No me quiero rendir, pero es horrible caminar y sentir que nunca avanzas —murmuró.
De alguna forma inexplicable, los seres humanos vivimos encadenados a algo en particular, desde que somos jóvenes nos inculcan que debemos apegarnos a las cosas materiales o a los recuerdos amargos.
El resultado son personas infelices con mucho rencor; incapaces de desatar las cadenas que les impone la vida.
El abuelo de Dylan era muy diferente, él quería que su nieto no cometiera los mismos errores, pero su muerte cambió el panorama. El niño siempre tuvo inseguridades, quería creer que sí tenía cerca a sus familiares era posible luchar contra todo. Ahora ya no están. Como tampoco sus esperanzas.
En un momento de distracción se tropezó con una piedra y cayó de boca contra el piso; un hilo de sangre salió de su labio inferior, él gritó en frustración y las lágrimas hicieron acto de presencia confundiéndose con la pequeña llovizna.
El sabor de la sangre era lo más amargo que había probado, no por el gusto metálico sino por lo que significa: derrota.
No pudo apartar el resentimiento, por más que lo intentó.
—No deberías estar afuera, te vas a resfriar —un chico le tendió su paraguas.
Era Anthony, su compañero de clases y el hijo de la vecina.
Sí, la misma que estaba con su padre.
Dylan no es una persona que le cueste hacer amigos, pero tampoco le gusta estar rodeado de multitudes solo se conocen porque viven en el mismo pueblo. Él nunca sintió curiosidad por la vida del pecoso, hasta que de una forma casi irónica ese día marcó un antes y un después en el camino de ambos, tal vez era como decía su abuelo:
«Una pequeña casualidad lo puede cambiar todo»
—No tienes que ser amable conmigo, que nuestros papás se revuelquen no significa nada —dijo Dylan, enojado —. Mi padre está jugando con tu mamá.
El atormentado chico agarró el paraguas y lo lanzó al suelo para demostrar que no quería nada.
Él no necesitaba su lástima.
Anthony no contestó, se limitó a verlo con preocupación.
Dylan estaba lleno de rabia. Nunca había entendido a Anthony ni mucho menos se iba a dar la tarea de analizarlo. Por otro lado, el chico no sabía cómo reaccionar a la actitud tan agresiva del moreno.
¿Era tan difícil aceptar su ayuda?
Antes de que Dylan se fuera, el chico de los rulos rebeldes dijo:
—Mi mamá siempre repite que el odio es como el ácido: destruye el recipiente que lo contiene. ¿Crees que sea cierto?
—Prefiero no escuchar sus consejos —rió con ironía.
Desde la ventana de la cocina se distinguían los diferentes tipos de pájaros, era un espectáculo digno de ver por las mañanas, en particular cuando llegaban las guacamayas tricolores que tanto representaban al país. Él sabía que ellas podían ser felices. Por un momento sintió envidia.
El chico continuó amasando la harina para las arepas mientras silbaba, cuando terminó de hacer un círculo imperfecto, las colocó en el budare y sacó de la nevera el jugo de naranja.
—Hoy amaneciste más animado —dijo su papá.
—Sabes lo que pienso de cocinar amargado.
—Nunca queda sabroso —completó, divertido.
Un silencio incómodo se instaló en la sala.
Desde que a la mamá de Dylan le diagnosticaron cáncer, la brecha entre el muchacho y Ernesto se hizo más grande. Él no quería odiar a su padre, solo estaba harto de ver como podía continuar con su vida.
—Aunque no lo creas, amé mucho a tu mamá. Sé que me he equivocado, pero déjame hacer las cosas bien.
—Bueno, podemos empezar de nuevo —miró sus deportivos negros, eran sus favoritos y últimamente lo único agradable en su casa.
El señor Ramírez sonrió complacido. Pasó a la cocina y rellenó el desayuno con mantequilla.
—Siéntate y come —ordenó cuando se acomodó en la mesa —. Hijo, las arepas te quedaron horribles, la próxima vez las hago yo.
En la casa de los Vargas la situación era mucho más acelerada.
Anthony se peinó sus rulos a las prisas mientras se acomodaba la chemise azul. Al bajar las escaleras con sus zapatos de charol nuevos, oyó cómo su mamá sacaba el carro del garaje en marcha atrás. Alertado por lo tarde que era, sujetó su bolso y cruzó el umbral de la puerta.
—Mueve el paso, Anthony —Marcela hizo sonar la bocina del carro, odiaba los retrasos y su hijo parecía el rey de la impuntualidad.
—Deja de preocuparte, mamá —dijo cuando se sentó.
—¿Cómo no quieres que me preocupe?, el director ya me advirtió que al tercer reporte te va a suspender. Ni siquiera sé qué tanto te arreglas. ¿Acaso, hay una niña que te gusta? —le dio una mirada de reojo por el retrovisor.
El muchacho de las extravagantes pecas suspiró irritado. Igual no pudo ocultar el leve sonrojo que se le formó en la cara.
—¡Bingo! —gritó eufórica alterando los nervios de su hijo —. Lo sabía, es Camila, ¿verdad?
—No, mamá. Ella solo es mi mejor amiga, no digas eso ni de broma —sacó un par de audífonos y se los colocó —. Hay alguien que me llama la atención, el dilema es que yo no le gusto.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —cuestionó intrigada, era la primera vez que Anthony le decía algo tan personal. Siempre tuvo una buena relación con su hijo, pero se cerraba cuando se trataba de hablar de él —. La vida da muchas vueltas, nunca lo sabrás si no te arriesgas.
—No empieces, por favor —dijo con la vista en el celular —. Es normal que alguien me llame la atención. No quiero hablarle. Estoy bien así —le dio play a la canción que buscaba y se dedicó a ignorar los parloteos de su mamá. Él la amaba, pero a veces le parecía demasiado ruidosa y efusiva. Es como los fósforos; no le puedes prender la mecha porque después cuesta apagarla. Lo más irónico es que Anthony también es así cuando habla sobre un tema que le interesa, según sus compañeros podía ser atorrante, Camila era la única que no le molestaba su actitud.
Tampoco era que importara.
«Mejor sigo escuchando a mi amada Sia» pensó para sus adentros.
«No vale la pena recordar a mis estúpidos compañeros»
La mayoría de los adolescentes se reunían en la entrada del colegio a esperar el timbre. A los de grados superiores les gustaba quedarse en el vestíbulo, era una manera extraña de diferenciar a los que estaban a punto de graduarse.
Mientras tanto Camila jugaba con sus pies, ella odiaba ser una de las primeras en llegar.
Para matar un poco de tiempo se decantó por anotar en su libreta decorada con calcomanías.
A la pelinegra le encantaba hacer planes imposibles, basta con ver el papel para saber que es difícil cumplir semejante lista, en ella se incluía un concierto de BTS, visitar corea y tener un novio como el de los doramas. Al percatarse de la presencia de su amigo guardó sus apuntes en un morral repleto de chapas.
Saludó a Marcela mientras el carro se alejaba, casi no la distinguía, pero a la chica no se le podía pasar por alto la señora.
Anthony guardó sus audífonos.
—Vamos al salón antes de que suene el timbre.
Camila asintió y lo jaló con rapidez hasta que se acomodaron en los pupitres, no había nadie alrededor, pero a la vida le encanta hacer malas bromas. Dylan entró con su amigo Paul; un chico amable al que le gustaba sonreír, como es costumbre le estaba contando chistes a diestra y siniestra. El pelinegro solo le mostraba su cara de amargado.
Anthony no podía evitar distraerse cada vez que Dylan pasaba, no sabía por qué el raro joven le llamaba la atención, pero estaba más que claro que le encantaba su cabello azabache y los espectaculares ojos verdes que poseía. Eran tan llamativos como poco comunes, por algo su apodo era el gato; tenía unos ojos igual de excéntricos.
—¿Cuándo le vas a decir que te mueres por él? —le susurró Camila al oído.
Anthony le lanzó una mirada a Dylan, no le importó porque estaba consciente de que hablaba con Paul.
El moreno se dio cuenta de que el pecoso lo observaba con fijeza, así que para molestarlo apartó el pelo de su cara. El otro no pudo evitar cruzar con unos ojos grandes y expresivos, fue tan inesperado que bajó la mirada y el rubor se hizo visible.
Su amiga le dio una palmada y dijo:
—No pierdes nada con intentarlo.
—Me parece lindo, eso no significa que me guste —comentó después de que se tranquilizó —. Además, creo que nuestros padres tienen algo.
Camila no paraba de reír por las reacciones tan cambiantes de su amigo, y lo contradictorio que podía ser.
—Nunca le he conocido una novia, capaz tienes chance.
—Ni en un millón de años un chico como él se fijaría en mí, somos muy diferentes. Ni siquiera sé que podríamos hablar.
—Ahí está el detalle, no lo sabes porque nunca te has dado la oportunidad de conocerlo. No estás harto de decir que te llama la atención —recalcó las comillas con sus manos —. No es posible definir si te gusta o no, ni siquiera le hablas.
—Baja la voz, te puede oír —murmuró.
Al subir la cabeza se dio cuenta de que Dylan no apartaba la mirada.
En menos de un segundo se volvió a poner nervioso y detalló sus manos completamente en pánico.
«¿Será que escuchó lo que dijo Camila?» se cuestionó para sus adentros.
«¿Por qué me observa?»
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