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I Cartas De Mi Sobrino: 5

14 de abril.

Sigo haciendo la misma vida de siempre y detenido aquí a ruegos de mi


padre.


El mayor placer de que disfruto, después del de vivir con él, es el trato y


conversación con el señor Vicario, con quien suelo dar a solas largos paseos.


Imposible parece que un hombre de su edad, que debe tener muy cerca de


ochenta años, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes me canso yo que él, y no


queda vericueto, ni lugar agreste, ni cima de cerro escarpado en estas cercanías,


adonde no lleguemos.


El señor Vicario me va reconciliando mucho con el clero español, a quien


algunas veces he tildado yo, hablando con usted, de poco ilustrado. ¡Cuánto más


vale, me digo a menudo, este hombre, lleno de candor y de buen deseo, tan


afectuoso e inocente, que cualquiera que haya leído muchos libros y en cuya


alma no arda con tal viveza como en la suya el fuego de la caridad unido a la fe


más sincera y más pura! No crea usted que es vulgar el entendimiento del señor


Vicario: es un espíritu inculto, pero despejado y claro. A veces imagino que


pueda provenir la buena opinión que de él tengo de la atención con que me


escucha; pero, si no es así, me parece que todo lo entiende con notable


perspicacia y que sabe unir al amor entrañable de nuestra santa religión el


aprecio de todas las cosas buenas que la civilización moderna nos ha traído. Me


encantan, sobre todo, la sencillez, la sobriedad en hiperbólicas manifestaciones


de sentimentalismo, la naturalidad, en suma, con que el señor Vicario ejerce las


más penosas obras de caridad. No hay desgracia que no remedie, ni infortunio


que no consuele, ni humillación que no procure restaurar, ni pobreza a que no


acuda solícito con un socorro.


Para todo esto, fuerza es confesarlo, tiene un poderoso auxiliar en Pepita


Jiménez, cuya devoción y natural compasivo siempre está él poniendo por las


nubes.


El carácter de esta especie de culto que el Vicario rinde a Pepita va sellado,


casi se confunde con el ejercicio de mil buenas obras: con las limosnas, el rezo, el


culto público y el cuidado de los menesterosos. Pepita no da sólo para los pobres,


sino también para novenas, sermones y otras fiestas de iglesia. Si los altares de la parroquia brillan a veces adornados de bellísimas flores, estas flores se deben a la


munificencia de Pepita, que las ha hecho traer de su huerta. Si en lugar del


antiguo manto, viejo y raído, que tenía la Virgen de los Dolores, luce hoy un


flamante y magnífico manto de terciopelo negro bordado de plata, Pepita es


quien le ha costeado. Estos y otros tales beneficios, el Vicario está siempre


decantándolos y ensalzándolos. Así es que cuando no hablo yo de mis miras, de


mi vocación, de mis estudios, lo cual embelesa en extremo al señor Vicario, y le


trae suspenso de mis labios; cuando es él quien habla y yo quien escucho, la


conversación, después de mil vueltas y rodeos, viene a parar siempre en hablar


de Pepita Jiménez. Y al cabo ¿de quién me ha de hablar el señor Vicario? Su trato


con el médico, con el boticario, con los ricos labradores de aquí, apenas da


motivo para tres palabras de conversación. Como el señor Vicario posee la


rarísima cualidad en un lugareño de no ser amigo de contar vidas ajenas ni


lances escandalosos, de nadie tiene que hablar sino de la mencionada mujer, a


quien visita con frecuencia, y con quien, según se desprende de lo que dice, tiene


los más íntimos coloquios.


No sé que libros habrá leído Pepita Jiménez, ni qué instrucción tendrá pero de


lo que cuenta el señor Vicario se colige que está dotada de un espíritu inquieto e


investigador, donde se ofrecen infinitas cuestiones y problemas que anhela


dilucidar y resolver, presentándolos para ello al señor Vicario, a quien deja


agradablemente confuso. Este hombre, educado a la rústica, clérigo de misa y


olla como vulgarmente suele decirse, tiene el entendimiento abierto a toda luz de


verdad, aunque carece de iniciativa, y, por lo visto, los problemas y cuestiones


que Pepita la presenta le abren nuevos horizontes y nuevos caminos, aunque


nebulosos y mal determinados, que él no presumía siquiera, que no acierta a


trazar con exactitud, pero cuya vaguedad, novedad y misterio le encantan.


No desconoce el padre Vicario que esto tiene mucho de peligroso, y que él y


Pepita se exponen a dar sin saberlo en alguna herejía; pero se tranquiliza, porque,


distando mucho de ser un gran teólogo, sabe su catecismo al dedillo; tiene


confianza en Dios, que le iluminará, y espera no extraviarse, y da por cierto que


Pepita seguirá sus consejos y no se extraviará nunca.


Así imaginan ambos mil poesías, aunque informes, bellas, sobre todos los


misterios de nuestra religión y artículos de nuestra fe. Inmensa es la devoción


que tienen a María Santísima, Señora nuestra, y yo me quedo absorto de ver cómo saben enlazar la idea o el concepto popular de la Virgen con algunos de los


más remontados pensamientos teológicos.


Por lo que relata el padre Vicario, entreveo que en el alma de Pepita Jiménez,


en medio de la serenidad y calma que aparenta, hay clavado un agudo dardo de


dolor; hay un amor de pureza contrariado por su vida pasada. Pepita amó a don


Gumersindo como a su compañero, como a su bienhechor, como al hombre a


quien todo se lo debe, pero la atormenta, la avergüenza el recuerdo de que don


Gumersindo fue su marido.


En su devoción a la Virgen se descubre un sentimiento de humillación


dolorosa, un torcedor, una melancolía que influye en su mente el recuerdo de su


matrimonio indigno y estéril.


Hasta en su adoración al niño Dios, representado en la preciosa imagen de


talla que tiene en su casa, interviene el amor maternal sin objeto, el amor


maternal que busca ese objeto en un ser no nacido de pecado y de impureza.


El padre Vicario dice que Pepita adora al niño Jesús como a su Dios, pero que


le ama con las entrañas maternales con que amaría a un hijo, si le tuviese, y si en


su concepción no hubiera habido cosa de que tuviera ella que avergonzarse. El


padre Vicario nota que Pepita sueña con la madre ideal y con el hijo ideal,


inmaculados ambos, al rezar a la Virgen Santísima, y al cuidar a su lindo niño


Jesús de talla.


Aseguro a usted que no sé qué pensar de todas estas extrañezas. ¡Conozco tan


poco lo que son las mujeres! Lo que de Pepita me cuenta el padre Vicario me


sorprende, y si bien más a menudo entiendo que Pepita es buena, y no mala, a


veces me infunde cierto terror por mi padre. Con los cincuenta y cinco años que


tiene, creo que está enamorado, y Pepita, aunque buena por reflexión, puede, sin


premeditarlo ni calcularlo, ser un instrumento del espíritu del mal; puede tener


una coquetería irreflexiva e instintiva, más invencible, eficaz y funesta aún que la


que procede de premeditación, cálculo y discurso.


¿Quién sabe, me digo yo a veces, si a pesar de las buenas obras de Pepita, de


sus rezos, de su vida devota y recogida, de sus limosnas y de sus donativos para


las iglesias, en todo lo cual se puede fundar el afecto que el padre Vicario le


profesa, no hay también un hechizo humano, no hay algo de magia diabólica en


este prestigio de que se rodea y con el cual emboba a este cándido padre Vicario,


y le lleva y le trae y le hace que no piense ni hable sino de ella a todo momento?

El mismo imperio que ejerce Pepita sobre un hombre tan descreído como mi


padre, sobre una naturaleza tan varonil y poco sentimental, tiene en verdad


mucho de raro.


No explican tampoco las buenas obras de Pepita el respeto y afecto que


infunde por lo general en estos rústicos. Los niños pequeñuelos acuden a verla


las pocas veces que sale a la calle y quieren besarle la mano; las mozuelas le


sonríen y la saludan con amor; los hombres todos se quitan el sombrero a su paso


y se inclinan con la más espontánea reverencia y con la más sencilla y natural


simpatía.


Pepita Jiménez, a quien muchos han visto nacer, a quien vieron todos en la


miseria, viviendo con su madre, a quien han visto después casada con el


decrépito y avaro don Gumersindo, hace olvidar todo esto, y aparece como un


ser peregrino, venido de alguna tierra lejana, de alguna esfera superior, pura y


radiante, y obliga y mueve al acatamiento afectuoso, a algo como admiración


amantísima a todos sus compatriotas.


Veo que distraídamente voy cayendo en el mismo defecto que en el padre


Vicario censuro, y que no hablo a usted sino de Pepita Jiménez. Pero esto es


natural. Aquí no se habla de otra cosa. Se diría que todo el lugar está lleno del


espíritu, del pensamiento, de la imagen de esta singular mujer, que yo no acierto


aún a determinar si es un ángel o una refinada coqueta llena de astucia instintiva,


aunque los términos parezcan contradictorios. Porque lo que es con plena


conciencia estoy convencido de que esta mujer no es coqueta ni sueña en ganarse


voluntades para satisfacer su vanagloria.


Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez. No hay más que verla para


creerlo así. Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y despejado


de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se concierta en un ritmo


adecuado, todo se une en perfecta armonía, donde no se descubre nota que


disuene.


¡Cuánto me pesa de haber venido por aquí y de permanecer aquí tan largo


tiempo! Había pasado la vida en casa de usted y en el Seminario; no había visto


ni tratado más que a mis compañeros y maestros; nada conocía del mundo sino


por especulación y teoría; y de pronto, aunque sea en un lugar, me veo lanzado


en medio del mundo, y distraído de mis estudios, meditaciones y oraciones por mil objetos profanos.

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