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I Cartas De Mi Sobrino: 1

22 de marzo

Querido tío y venerado maestro:

Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud a mi
padre, al señor Vicario y a los amigos y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora no he podido escribir a
usted.

Usted me lo perdonará. Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo

me parece más chico, mucho más chico, pero también más bonito que el recuerdo
que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda
una gran casa de un rico labrador, pero más pequeña que el Seminario. Lo que
ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre
todo, son deliciosas.

¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas!

A un lado, tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.

Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y alamedas. Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por ellas un par de horas.

Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan.
Es verdad que no me dejan parar con tanta visita. Hasta cinco mujeres han venido a verme, que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado.


Todos me llaman Luisito o el niño de don Pedro, aunque tengo ya veintidós
años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño cuando no estoy
presente. Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo.

La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar. Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice, con un candor selvático, que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, que soy un rico heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos.

Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.

El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito a fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado algún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya un tarro de
almíbar.

Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa, sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de las más importantes del lugar.

Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien usted habrá oído hablar, sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende. Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien, que puede poner envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además el atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de su
celebridad, de haber sido una especie de Don Juan Tenorio.

No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. Por lo que de ella se cuenta, no acierto a decir si es buena o mala moralmente, pero sí que es de gran despejo natural. Pepita tendrá veinte años; es viuda; sólo tres años estuvo casada.

Era hija de doña Francisca Gálvez, viuda, como usted sabe, de un capitán retirado, que le dejó a su muerte sólo su honrosa espada por herencia, según dice el poeta. Hasta la edad de dieciséis años vivió Pepita con su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.

Tenía un tío llamado don Gumersindo, poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurda fundaba. Cualquiera persona regular hubiera vivido con las rentas de este mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas, y sin acertar a darse el lustre y decoro propios de su clase, pero don Gumersindo era un ser extraordinario, el genio de la economía. No se podía decir que crease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de absorción con respecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será difícil hallar sobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento, conservación y bienestar hayan tenido menos que afanarse la madre naturaleza y la industria humana. No se sabe cómo vivió pero el caso es que vivió hasta la edad de ochenta años, ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecer su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie por aquí le critica de usurero,
antes bien le califican de caritativo, porque siendo moderado en todo, hasta en la
usura lo era, y no solía llevar más de un diez por cien al año, mientras que en toda
esta comarca llevan un veinte y hasta un treinta por cien y aun parece poco.

Con este arreglo, con esta industria y con el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó don Gumersindo a la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital importante sin duda en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de estos lugareños y a la natural exageración andaluza.

Don Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no inspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo raídas, para sin una mancha y saltando de limpias, aunque de tiempo inmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los mismos pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes unas a otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda.

Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran virtudes, aunque virtudes exageradas, don Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo, aunque le costase trabajos, desvelos y fatigas, con tal que no le costase un real. Alegre y amigo de chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su discreta, aunque poco ática, conversación. Nunca había tenido inclinación alguna amorosa a una mujer determinada, pero inocentemente, sin
malicia, gustaba de todas, y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas
y que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda.

Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a cumplir los dieciséis. Él era poderoso; ella pobre y desvalida.

La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintos groseros. Adoraba a su hija, pero continuamente y con honda amargura se lamentaba de los sacrificios que por ella hacía, de las privaciones que sufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba a tener en medio de tanta pobreza.

Tenía, además, un hijo mayor que Pepita, que había sido gran calavera en el lugar, jugador y pendenciero, y a quien después de muchos disgustos había
logrado colocar en La Habana en un empleíllo de mala muerte, viéndose así libre de él y con el charco de por medio. Sin embargo, a los pocos años de estar en La Habana el muchacho, su mala conducta hizo que le dejaran cesante, y asaeteaba con cartas a su madre pidiéndole dinero.

La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita, se desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su destino con paciencia poco evangélica, y cifraba toda su esperanza en una buena colocación para su hija que la sacase de apuros.

En tan angustiosa situación empezó don Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco y persistencia que solía requebrar a otras. Era, con todo, tan inverosímil y tan desatinado el suponer
que un hombre que había pasado ochenta años sin querer casarse pensase en tal locura cuando ya tenía un pie en el sepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho menos, sospecharon jamás los en verdad atrevidos pensamientos de Don Gumersindo. Así es, que un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas cuando, después de varios requiebros, entre burlas y veras, Don Gumersindo soltó con la
mayor formalidad, y a boca de jarro, la siguiente categórica pregunta:

Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?

Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma y pudiera tomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto
instinto adivinatorio que hay en las mujeres, y sobre todo en las mozas, por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se puso colorada como una guinda y no contestó nada. La madre contestó por ella.

—Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar: Tío, con mucho gusto; cuando usted quiera.

Ese Tío, con mucho gusto; cuando usted quiera, entonces y varias veces después,
dicen que salió casi mecánicamente de entre los trémulos labios de Pepita,
cediendo a las amonestaciones, a los discursos, a las quejas, y hasta al mandato imperioso de su madre.

Veo que me extiendo demasiado en hablar a usted de esta Pepita Jiménez y de su historia; pero me interesa, y supongo que debe interesarle, pues si es cierto lo que aquí aseguran, va a ser cuñada de usted y madrastra mía. Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores, y referir, en resumen, cosas que acaso usted ya sepa, aunque hace tiempo que falta de aquí.

Pepita Jiménez se casó con Don Gumersindo.

La envidia se desencadenó contra ella en los días que precedieron a la boda, y
algunos meses después. En efecto, el valor moral de este matrimonio es harto discutible; mas para la muchacha, si se atiende a los ruegos de su madre, a sus quejas, hasta a su mandato; si se atiende a que ella creía por este medio proporcionar a su madre una vejez descansada y libertar a su hermano de la deshonra y de la infamia, siendo su ángel tutelar y su providencia, fuerza es confesar que merece atenuación la censura.

Por otra parte, ¿cómo penetrar en lo íntimo del corazón, en el secreto escondido de la mente juvenil de una doncella, criada tal vez con recogimiento exquisito e ignorante de todo, y saber qué idea podía ella formarse del matrimonio?

Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era consagrar su vida a cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos años de su vida, a no dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de achaques y asistido por manos mercenarias y a iluminar y dorar, por último, sus postrimerías con el rayo esplendente y suave de su hermosura y de su juventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo esto pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios, salva queda la bondad de lo que hizo.

Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigaciones psicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no conozco a Pepita Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el viejo durante tres años; que el viejo parecía más
feliz que nunca; que ella le cuidaba y regalaba con un esmero admirable, y que
en su última y penosa enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno
afecto, hasta que el viejo murió en sus brazos, dejándola heredera de una gran
fortuna.


Aunque hace más de dos años que perdió a su madre, y más de año y medio que enviudó, Pepita lleva aún el luto de viuda. Su compostura, su vivir retirado y su melancolía son tales, que cualquiera pensaría que llora la muerte del marido
como si hubiera sido un hermoso mancebo. Tal vez alguien presume o sospecha
que la soberbia de Pepita y el conocimiento cierto que tiene hoy de los poco poéticos medios con que se ha hecho rica, traen su conciencia alterada y más que escrupulosa; y que, avergonzada a sus propios ojos y a los de los hombres, busca en la austeridad y en el retiro consuelo y reparo a la herida de su corazón.

Aquí, como en todas partes, la gente es muy aficionada al dinero. Y digo mal como en todas partes: en las ciudades populosas, en los grandes centros de civilización, hay otras distinciones que se ambicionan tanto o más que el dinero, porque abren camino y dan crédito y consideración en el mundo; pero en los pueblos pequeños, donde ni la gloria literaria o científica, ni tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia, ni la discreción y amenidad en el trato, suelen
estimarse ni comprenderse, no hay otros grados que marquen la jerarquía social sino el tener más o menos dinero o cosa que lo valga.

Pepita, pues, con dinero y
siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen uso de su riqueza,
se ve en el día considerada y respetada extraordinariamente. De este pueblo y de todos los de las cercanías han acudido a pretenderla los más brillantes partidos, los mozos mejor acomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos, con extremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone que tiene llena el alma de la más ardiente devoción, y que su constante pensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedad religiosa.

Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen, que
los demás pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de que lo cortés no quita a lo valiente, se esmera en mostrarle la amistad más franca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en obsequios y atenciones; y siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone a raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a su memoria sus pasadas culpas, y tratando de desengañarle del
mundo y de sus pompas vanas.

Confieso a usted que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer; tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de fundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a mejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de su mocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada.

Solo difiero del sentir de Pepita en una cosa: en creer que mi padre, mejor que quedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer digna, buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver si ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo, y tal vez entre en esto cierto orgullo de familia, que si es malo quisiera desechar, los desdenes, aunque melifluos y afectuosos, de la mencionada joven viuda.

Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedase soltero. Hijo único entonces, heredaría todas sus riquezas, y como si dijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar; pero usted sabe bien lo firme de mi resolución.
Aunque indigno y humilde, me siento llamado al sacerdocio, y los bienes de la tierra hacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo en mí del ardor de la
juventud y de la vehemencia de las pasiones propias de dicha edad, todo habrá de emplearse en dar pábulo a una caridad activa y fecunda. Hasta los muchos libros que usted me ha dado a leer, y mi conocimiento de la historia de las antiguas civilizaciones de los pueblos del Asia, unen en mí la curiosidad científica al deseo de propagar la fe, y me convidan y excitan a irme de misionero al remoto Oriente. Yo creo que no bien salga de este lugar, donde usted mismo me envía a pasar algún tiempo con mi padre, y no bien me vea elevado a la dignidad del sacerdocio, y aunque ignorante y pecador como soy, me sienta revestido por don sobrenatural y gratuito, merced a la soberana bondad del Altísimo, de la facultad de perdonar los pecados y de la misión de enseñar a las
gentes, y reciba el perpetuo y milagroso favor de traer a mis manos impuras al mismo Dios humanado, dejaré a España y me iré a tierras distantes a predicar el Evangelio. No me mueve vanidad alguna; no quiero creerme superior a otro hombre. El poder de mi fe, la constancia de que me siento capaz, todo, después del favor y de la gracia de Dios, se lo debo a la atinada educación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de usted, mi querido tío. Casi no me atrevo a confesarme a mí mismo una cosa; pero contra mi voluntad, esta cosa, este pensamiento, esta cavilación acude a mi mente con frecuencia, y ya que acude a mi mente, quiero, debo confesársela a usted; no me
es lícito ocultarle ni mis más recónditos e involuntarios pensamientos; usted me ha enseñado a analizar lo que el alma siente, a buscar su origen bueno o malo, a escudriñar los más hondos senos del corazón, a hacer, en suma, un escrupuloso examen de conciencia.

He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de aquellos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquellos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a usted que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que debemos hacer con este valle de lágrimas, y no ignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.
Otra cosa que me considero obligado a agradecer a usted es la indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sino severa y grave, que ha sabido usted inspirarme para con las faltas y pecados del prójimo.

Digo todo esto porque quiero hablar a usted de un asunto tan delicado, tan vidrioso, que apenas hallo términos con que expresarle. En resolución, yo me pregunto a veces: este propósito mío, ¿tendrá por fundamento, en parte, al
menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondo de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre, víctima de sus liviandades? Lo examino detenidamente, y no hallo un átomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario, la gratitud lo llena todo. Mi padre me ha criado con amor; ha procurado honrar en mí la memoria de mi madre, y se diría que al criarme, al esmerarse conmigo cuando pequeño, trataba de aplacar su irritada sombra, si la sombra, si el espíritu de ella, que era un ángel de bondad y de mansedumbre, hubiera sido capaz de ira. Repito, pues, que estoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me ha reconocido, y además, a la edad de diez años me envió con usted, a quien debo cuanto soy. Si hay en mi corazón algún germen de virtud; si hay en mi mente algún principio de ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y buen propósito, a
usted lo debo.


El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario, es grande; la estimación en que me tiene, inmensamente superior a mis merecimientos. Acaso influya en esto la vanidad. En el amor paterno hay algo de egoísta; es como una prolongación
del egoísmo. Todo mi valer, si yo le tuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como si yo fuera emanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu. Pero de todos modos, creo que él me quiere y que hay en este cariño algo de independiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo de que he hablado.

Siento un gran consuelo, una gran tranquilidad en mi conciencia, y doy por ello las más fervientes gracias a Dios, cuando advierto y noto que la fuerza de la sangre el vínculo de la naturaleza, ese misterioso lazo que nos une, me lleva, sin
ninguna consideración del deber, a amar a mi padre y a reverenciarle. Sería horrible no amarle así, y esforzarse por amarle para cumplir con un mandamiento divino. Sin mbargo, y aquí vuelve mi escrúpulo, mi propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptar, o de aceptar sólo una pequeña parte de los cuantiosos bienes que han de tocarme por herencia, y de los cuales puedo disfrutar ya en vida de mi padre, ¿proviene sólo de mi menosprecio de las cosas del mundo, de una verdadera vocación a la vida religiosa, o proviene también de orgullo, de rencor escondido, de queja, de algo que hay en mí que no perdona lo que mi madre perdonó con generosidad sublime? Esta duda me asalta y me atormenta a veces; pero casi siempre la resuelvo en mi favor, y creo que no soy
orgulloso con mi padre; creo que yo aceptaría todo cuanto tiene si lo necesitara, y me complazco en ser tan agradecido con él por lo poco como por lo mucho.

Adiós, tío: en adelante escribiré a usted a menudo y tan por extenso como me tiene encargado, si bien no tanto como hoy, para no pecar de prolijo.

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