Lovely
La vista panorámica que ofrece el lugar es preciosa: literalmente puedo ver los cuatro puntos cardinales de París. Al noroeste, fiel, la Torre Eiffel, y detrás de ella, a lo lejos, una serie de edificios altos, más modernos.
—Javier los llevará a donde pidan —explicó Ayana, sin dejar de mirar a mi madre—. Siéntanse libres de pedirle cualquier cosa.
Las grandes avenidas resaltan, por el espacio que hay de edificio a edificio, y otra cosa que se aprecia bastante bien desde aquí, son los techos de las construcciones, con su azul claro opaco, las pequeñas ventanas, las baldosas inclinadas, los pequeños muros divisores de casas, con un pequeño desahogue de chimenea. Hermoso, de verdad.
No tuve el tiempo suficiente de recorrer la casa por completo, pero, lo poco que vi, me encantó. Las decoraciones del lugar, la amplia cocina, el enorme comedor, y unas gigantes habitaciones, con un baño individual, un gran armario, ventanas que iluminan de una manera preciosa el cuarto...
—¿Qué estamos haciendo? —inquiere Rubén, colocándose a un lado mío.
Mi corazón comienza a acelerarse.
—Disfrutando —respondo, mirando a lo lejos—. Del aire. Del lugar.
En todo el camino, Rubius y Joana habían estado juntos, platicando sobre sus asuntos, mientras que Jamie, mi madre y yo, platicábamos de los nuestros. Todo pinta bastante bien, tan tranquilo, con bastante gente, claro, pero, que no le quita lo divertido al asunto.
—¿Y los zapatos?
—No voy a ensuciar esta alfombra —respondo, con la mirada todavía perdida, moviendo los dedos de mis pies.
—Buen punto —y comienza a deshacerse de los cordones.
Joana mencionó que esta ciudad era fría, pero, no creí necesitar suéteres, o, chamarras. Ahora, comienzo a envidiar esa chaqueta que trae Rubén. El peso de la cámara comienza a recaer sobre mi nuca, pero, estoy segura de que valdrá la pena.
—Es bastante agradable aquí —dice, volviéndome a mirar—. ¿Verdad, Ale?
—Sí...
Decidimos pasar nuestro primer día de manera relajada, de exploración floja —por decirle así, para prepararnos para la agitada experiencia y visita de los próximos días. Siete días en París no parecieran ser bastantes, y Joana, que es la que más veces ha venido, nos recomienda pasar el primer día serenos, acostumbrándonos a la ciudad.
En esta primer parada, decidimos abrazar las raíces creativas de París y dirigirnos a Montparnasse; un barrio donde la creatividad se deja correr, donde las calles están llenas de vida local y donde se encuentran pintorescas tiendas, acogedores cafés y bastantes atracciones, desde los museos Catacombs hasta el Parc Montsouris.
—¿Estás bien? —inquiere, de pronto.
—Sí —le sonrío—. Todo bien. ¿Y contigo?
—Estoy mejor ahora —sus ojos brillan, bastante. Pero qué lindos son—. Mis pies están cansados.
Suelto una risa pequeña.
—¿Por subir unos cuantos escalones?
—El ejercicio y yo no nos llevamos muy bien —responde, encogiéndose de hombros.
—Me pasa igual.
No necesita hacer mucha actividad física; está delgado, y, alto.
—En todo caso, para eso tengo el Wii fit plus—ríe—. Para correr por la pista de obstáculos —hace unos movimientos con sus manos, simulando unos péndulos—, con las bolas negras enormes.
—O ir corriendo por la isla —recuerdo la imagen en la pantalla—, por las casitas, y las calles.
—¡Y con el perrito!
—¡Oh, sí! —sonrío, al recordarme, imaginando a un verdadero cachorro café junto a mí.
Ambos reímos, sin entender realmente por qué. ¿Qué tiene eso de gracioso? Su sonrisa y su voz me pone bastante nerviosa, y ni hablar de cuando me mira. ¿Por eso me siento así? ¿Porque está conmigo? Hostia. París me está haciendo daño.
—¡Hug time! —exclama Jamie, colgándonos sus brazos en los hombros, al tiempo que nos envuelve a ambos—. ¿Qué hacen? ¿A que es agradable aquí?
Seguramente lo dice por el fresco aire que sopla, o porque no huele mal, o porque hay nubes blancas y esponjosas paseando por encima de nosotros, proporcionándonos una grata sombra.
—Bastante —dice Rubén, mirándome, y luego sonríe gentilmente, sin necesidad de forzar sus mejillas.
Ah, genial. Aquí vienen mis sentimientos de nuevo.
( 〃..)
—¿Alguien más se siente cansado? —inquiere Joana, bostezando.
—¿De qué? —inquiero, empujándola un poco—. El auto siempre nos llevó a todos lados.
—My brain hurts —dice Jamie, con los ojos cansados—. Creo que necesito dormir un poco.
—Todos —añade Rubén.
—Tu fuiste el que más ha dormido —digo, mirándole—. ¿Cómo es que estás cansado?
—Es... cansancio post-viaje —se pone nervioso—. El cuerpo necesita recuperarse.
—Pues yo tomaré una larga ducha —estiro mis brazos a lo largo, y luego miro a mi madre—. Una francesa.
Sonríe, divertida, y me aprieta el hombro con suavidad.
Fue un día lindo, un poco cansado, pero tranquilo. Decidimos comer en un restaurante tibetano, en la calle Rue Cambronne, sopas y algunos guisados de la casa.
—Yo tengo hambre —añade Rubén, mirando a Joana—. ¿Crees que podamos comer algo?
—Uhm, no lo sé —dice nerviosa—. Ayana tal vez no nos deje comer a estas horas.
—Es temprano —comenta Jamie, mirando su móvil—; son las ocho. Y treinta y tres minutos. Podemos comer algo ligero, and then, go to sleep.
Mamá no ha pronunciado palabra desde que regresamos a la casa, lo que me hace preguntarme, ¿por qué hay tanta tensión entre ella y su amiga? ¿Me lo dirá? ¿Tendré que preguntarle y hacerle pasar un rato áspero? Cuando el ascensor se detiene y tocamos la puerta de la entrada, nos recibe José, el portero. Agacha su mirada y se hace a un costado para dejarnos entrar.
—Bienvenidos de nuevo —dice, con voz cansada.
—Gracias —contestamos.
—La cena estará lista en un momento —le recibe el saco azul a mi madre—. Les sugiero que descansen unos minutos, y bajen cuando les llamemos.
—Claro, gracias.
Sin pasar a ninguna otra habitación, caminamos directamente a las nuestras, subiendo las escaleras y a mano derecha, con vista exclusiva a la calle, y con un extraordinario panorama hacia la torre.
—¿Estás bien? —inquiere Rubén en voz baja, acercándose a mí.
—Síp —respondo involuntariamente.
—Te noto muy callada.
—Estoy bien —le sonrío—. No te preocupes.
Me dedica una sonrisa, y se detiene en la puerta de su cuarto asignado. Jamie y él compartirán habitación, mientras que nosotras tres compartiremos una habitación ligeramente más grande. Hay dos camas matrimoniales, y un baño enorme en el que no me molestaría pasar el resto del viaje, metida en esa tina de agua caliente.
—¿Te bañas tu primero? —sugiere mamá.
—Sip —quiero descansar.
Me deshago de mis zapatos y tomo mi toalla gris para tomar una ducha con agua tibia. ¿Deberé ponerme la pijama cuando termine? ¿Qué se pondrá Rubén? ¿Se verá lindo con su pijama? Sea como sea, el día de hoy me ha dejado cansada, con hambre, y con ganas de una merecida siesta.
(/0 ̄)
Ayana nos acompañó durante la cena, y estuvimos recapitulando sobre todas las cosas graciosas que habían sucedido a lo largo del día, haciendo bromas sobre el pánico de Jamie y Rubén a las alturas, y sobre cómo todos contemplaban a la deriva el impresionante paisaje. Aunque, ahora que lo pienso, ni mi madre ni Ayana tuvieron participación significativa. Sólo se miraban, y de vez en cuando hacían uno que otro comentario.
Ahora, que han dado casi las dos de la madrugada, me encuentro rondando por los pasillos laterales del primer piso. Todo el día sólo pudo sentirse la vibra incómoda entre Ayana y mi mamá, pero, no me limité a preguntar qué estaba pasando. Supongo que ahora que están todos dormidos, puedo recorrer la casa tranquila.
Mis pies descalzos se sienten bastante bien en los fríos azulejos, tanto, que podría tirarme justo aquí y quedarme dormida. ¿Estará dormido Rubén? ¿Seguirá despierto? ¿Por qué sigo pensando en él? Ya, basta Alejandra. No comiences a contradecirte de nuevo.
—Fushhhh —digo en voz muy baja para espantarme esos pensamientos.
Continúo avanzando, hasta llegar a otra pequeña sala, con una chimenea en la pared, y un sillón bastante cómodo frente a ésta.
Aquí no hay libreros, ni estantes. Sólo hay un cuadro rupestre situado en el centro, y a los costados de éste, encimeras con objetos perfectamente acomodados. ¿Quién es Ayana? ¿Es Africana? ¿Alguna familiar lejana? ¿Cómo conoció a mi madre?
Al fondo, en los estantes, me encuentro con vasijas, copas y algunos juegos de té, así como una que otra fotografía. Pero, ahí, una, alineada con la luz de la lámpara exterior, se ilumina junto con un pequeño portarretratos color gris.
Cuando veo la imagen en blanco y negro, me percato de que es Ayana, de joven, con un niño pequeño, de piel bastante clara entre sus brazos. El chico no parece tener más de seis años, pero, entre los brazos de la señora, parece bastante contento, al igual que ella. Tiene el cabello demasiado negro, ambos, pero ella mantiene un corte estilo afro, mientras que al niño le caen los rizos por un costado. Pero qué hermoso.
Su pequeña nariz chata y sus ojos oscuros me hacen querer darle un beso en las mejillas. Parece ese tipo de niños que se la pasan soñando sobre el espacio, y su enorme infinidad, de los fanáticos de dinosaurios y de autos rojos de carreras.
—¿Es lindo, verdad? —dice una voz, seria, a lo que me vuelvo de golpe.
José.
—El salón —relaja su postura y deja caer a un costado suyo los brazos que tenía cruzados.
Su mirada es inexpresiva, sin, emoción. Sólo parece un poco serio, o, cansado tal vez. Una especie de pánico me atraviesa el pecho; no debí haber husmeado por la casa, mucho menos sin el permiso de la señora. ¿Estará molesto conmigo? ¿Le dirá a Ayana?
—Acompáñeme, por favor —se vuelve detrás de él.
Asiento, sin hacer ruido, y comienzo a caminar hacia él.
Debí haberme quedado acostada, con mi mamá.
Asiente una vez con la cabeza, a lo que me hace una seña con su brazo para que pueda salir de la habitación. Pero qué incómoda situación; hasta entonces no había visto a nadie despierto. ¿Cómo es que José se enteró de mi existencia?
—Seguramente estaba muy ocupada recorriendo la casa —comienza a decir, neutro—. Lamento haber interrumpido su caminata.
Camino hacia él, despacio, y comienza a caminar por los pasillos laterales de la casa, como si quisiera dirigirme a algún lugar.
—No hay problema.
Desde aquí, parecemos tener la misma estatura, salvo que él se ve ligeramente encorvado por la edad, y luce tierno con su traje negro de vestir. Atravesamos dos habitaciones sin puerta, y mi vista no es capaz de desviarse de la torre Eiffel.
—No creo que hayas encontrado nada interesante por aquí —continúa—, y sólo le diré esto para que no le sorprenda.
Se detiene frente a una habitación con una puerta blanca, y me mira, tranquilo.
—Ya se ha tomado sus pastillas para dormir —comienza a girar la perilla lentamente—, así que tal vez divague un poco.
Cuando la puerta se abre de dos en dos, veo a Ayana sentada en un sillón café, con una mesa de té frente a ella, con su respectiva taza humeante. Aquí no hay chimenea, pero hay una ventana que apunta hacia la avenida Charles Floquet. Está vistiendo una especie de vestido con patrones oscuros, y su cabello está oculto con una tela del mismo color de su vestido.
Me acerco hacia ella, y de manera lenta me voy colocando a su costado, atenta a los detalles. Cuando su mirada se encuentra con la mía, sus ojos comienzan a brillar.
—¿Tú, eres Alejandra?
—Sí —respondo, pero parece bastante perdida.
Se extiende un poco hacia adelante y toma la taza blanca entre sus manos, dándole un pequeño soplo al líquido hirviente. Las paredes contienen pinturas de personas, así como algunas fotografías en retratos ovalados y circulares.
—Ah, es cierto. La hija de Sandra —ríe en voz baja, para luego continuar con voz dulce—. Al fin has venido a visitarme.
No entiendo a qué se refiere, pero no quiero decir nada. Ella parece bastante feliz con el momento, y sería descortés arruinarlo.
—Sí.
La habitación está ligeramente iluminada por una lámpara, que da luz a una parte de su cuerpo y de su rostro. ¿Debo quedarme aquí y charlar con ella? Sus ojos parecen tristes, melancólicos, y, me atrevo a decir que nostálgicos.
—Siempre hablaba de ti —prosigue, y de pronto su tono de voz se hace triste—. ¿Él no está contigo?
¿Él?
Cuando veo su mirada enfocada en un portarretratos colgado en la pared, la sigo, y al ver que en la fotografía hay una figura humana de tres cuartos, camino a ésta para apreciarla mejor. Cuando termino de pie frente a la imagen, y mi vista se hace clara, un escalofrío bastante doloroso me recorre la espina dorsal, hasta llegar a lo más profundo de mi pecho, y convertirse en una puñalada de sentimientos.
Retrocedo unos centímetros, y luego me quedo inmóvil.
Este muchacho, de cabello perfectamente alisado, de finos rasgos con la piel clara y lunares en el rostro, con ojos redondos y oscuros, y de nariz chata... de traje oscuro con insignias y medallas lo hacen ver bien uniformado, algunas de ellas y botones dorados terminan de decorar el saco. Este muchacho es... Él es...
Mi papá.
—No está conmigo —digo, volviéndome a ella—. Él está...
Estoy tan confundida, y, tan aturdida, que, no sé si deba sentarme o, mantenerme de pie. No continúo la frase, y camino hacia ella de nuevo. Cuando me ve el rostro, sonríe de manera gentil, y aprieta los ojos con suavidad. De un costado de su pierna, saca un pedazo de papel, y me lo entrega.
—Tienen los mismo ojos —añade—. Son hermosos, ¿no?
No puedo decir nada aunque quiera. ¿Cómo es que lo conoció? ¿Por qué tiene una foto de él con ese uniforme? Las últimas imágenes que tengo con él son borrosas y, vagas. Por mucho que intente recordar, no puedo, y por mucho que intente olvidar, tampoco.
Un ardor comienza a recorrerme la garganta, provocando que mis labios tiemblen con suavidad.
—Sí...
Ahí, impreso en la foto que me entrega, está el retrato de mi papá con las facciones más marcadas, más adultas, y, junto a él, entre sus brazos, descansa una niña pequeña, regordeta, de cabello negro y rizado con un simpático lunar junto a los labios. Un golpe al pecho me recibe, seguido de un calor que me invade el cuello que me provoca ganas de llorar con mucha fuerza.
—Son hermosos —concuerdo, mirándola a los ojos.
Por muy fuerte que intente ser ahora, soy vulnerable a cualquier tipo de cosa que suceda. Para distraer mi cerebro del llanto, carraspeo un poco y respiro lentamente.
—Yo lo acogí —explica, dando otro sorbo a la taza—. Lo cuidé, lo crié, y le di un hogar.
No respondo. Ayana crió a mi papá, y nunca supe de la existencia de ella. ¿Lo adoptó? ¿Fue eso lo que quiso decir?
—Pero... —agacha su mirada, triste—. Falleció en su último trabajo.
Su última línea me parte el corazón, haciendo que termine agachando la mirada y apretando los puños con fuerza. Hago mi mejor esfuerzo por mantener mis lágrimas y evitar que resbalen por mis mejillas, o perderé el control. Asiento, tranquila, perdida, confundida. Atontada.
—Así es —comento—. Por eso él, ya nunca volvió.
Un silencio de cinco segundos me hace preguntarme infinidad de cosas, y de hacer cientos de hipótesis a esas cuestiones. Todo, este tiempo, todos estos años, Ayana conoció a mi padre, y, mi madre lo sabía seguramente, y, nadie dijo nada. Nadie me dijo nada, en ningún momento. ¿Cómo... cómo se supone que debo reaccionar ante esto? ¿Debo, molestarme porque me lo ocultaron, o, debo alegrarme porque ignoré la verdad?
—No fue tu culpa —dice, con un tono que me acaricia el alma.
De pronto me mira, y una lágrima resbala de su mejilla, haciendo que una punzada de culpabilidad me atraviese el pecho.
—No tienes que llevar esa carga.
Sin más, comienzo a sollozar en silencio, ahí, de pie, justo donde estoy, y justo como hice hace unos años, y como lo sigo haciendo de vez en cuando por las noches. Respiro, tratado de suprimir mis intensas emociones. Cálmate, y escucha lo que tenga que decir.
—Todos me han dicho que es inútil seguir esperando, incluso aunque ellos no puedan dejar de hacerlo.
El sufrimiento me invade no sólo el pecho; el cuerpo, mis piernas, mis brazos, mi garganta, mis ojos, mi interior. No, no, no, no. No quería volver a pasar por esto. Nunca pedí esto, ni sentir este tormento de nuevo. Quisiera, poder, ser más fuerte, y, tragarme este ardor en la garganta que me hace sentir débil.
Quisiera–
—Pero él sigue vivo.
Levanto la mirada de golpe, sintiendo que me cortan la respiración de jalón. ¿Qué...?
Lleva la mano a su pecho, y presiona con gentileza.
—En nosotros. En nuestras memorias.
Sus ojos demuestran una clara tranquilidad, una serenidad y paz que todavía no encuentro, pero al mismo tiempo, su mirada refleja años de cansancio y preocupación por esperar. La sonrisa en sus labios me señalan la felicidad que vive, a pesar del dolor que siente.
—Y es por eso que nunca lo olvidaré —se pone de pie y se coloca frente a mí—. Incluso aunque duela, siempre lo llevo conmigo. Mi más grande logro, fue ayudarlo a crecer, y verlo lograr sus sueños.
Mientras más habla, más intensas y fuertes se vuelven mis ganas de llorar, y entre más lo retengo, más dolor me provoco a mí misma.
—Porque a pesar de todo —me toma el rostro con gentileza—, todavía lo amo.
Y de pronto, las lágrimas caen por mi mejilla izquierda.
Debí haberme quedado acostada con mi mamá.
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