I Know a Place
—Ya, Joana —le digo, tratando de calmarla con palmadas en su espalda—. Ya, ya, ya.
—¡Buaaa! —chilla—. ¡Ale, no quiero dejarte!
Esto es incómodo; todos nos miran.
—Nos veremos el próximo año —comento, un tanto cansada, pero divertida—. Además, te traeré un lindo llavero. O un termo, lo que prefieras.
Sus mocos y lágrimas se quedan embarradas en mi playera, provocando que mi hombro se humedezca. Ah, genial...
Su abrazo es gentil, es lindo, es suave. Es ese tipo de abrazos que extrañas cuando te sientes triste; ese tipo de abrazos que sólo un amigo cercano sabe darte cuando lo necesitas. Aunque, las despedidas emotivas y melancólicas no son lo mío. Para cuando logra separarse de mí, su auto personal ha llegado por ella, por lo que, me da un último beso en la mejilla, y mientras el auto avanza, se despide de mí desde la ventanilla del auto.
Esa chica está loca. Pero la quiero bastante; se gano mi cariño en poco tiempo.
—Nos vemos mañana —le digo a Jamie cuando me volteo a verle—. Llega temprano.
—Okay —abre la puerta del auto de la mamá de Rafa—. ¿Te llevo un capri sun?
—De fresa, por fa.
Abre la puerta y sube al auto junto con Rafa y Jorge. Mi mamá está a dos autos de distancia, así que comienzo a caminar hacia ella; de todos modos, lo último que quiero es estar de pie aquí sola. Tengo que prepararme mentalmente para un viaje de catorce horas y media.
Fuck. Pensar en eso hace que me duela la espalda.
—Hola —saludo en cuanto me subo al auto.
—Hola —canta—. ¿Cómo les fue?
—Bien. Comimos pizza.
Conducimos durante quince minutos por la cantidad de gente que había a lo largo de la calle. Lugares como la esquina de San Miguel, Coviran, tiendas de suvenires y una que otra cervecería, están repletas de gente que entra y sale, que cruza calles de un lado a otro, como si las aglomeraciones en la plaza y en los mercados no fueran suficientes.
Cuando llegamos a la casa, lo primero que hago es buscar a mi gato y abrazarlo. Mañana por la noche, no podré hacer nada de esto. Esta es la última noche en mi casa, no volveré a dormir en mi cama durante un año. Tampoco podré tener a mi gato conmigo durante una temporada.
—¿Ya te vas a dormir?
—No —me siento en sillón largo y estiro mis piernas—. Es temprano.
Toncho, descansando en mi regazo, comienza a ronronear cuando rasco detrás de su oreja. Ponerme nostálgica a estas alturas sería ridículo. ¿Cuándo creció tanto? ¿En qué momento engordó y se puso tan pesado?
¿No existe nada para congelar el tiempo?
—¿A qué hora es el vuelo?
—A las seis —suspiro—. Ojalá no llueva.
—Ojalá no.
Ya tenemos repasado en nuestro cerebro lo que vamos a hacer desde el momento en que lleguemos al aeropuerto, hasta el momento en que lleguemos al edificio de los cuartos de estudiantes, e incluso, lo que procede en los días siguientes, aunque claro, mucho de eso depende de las órdenes que nos den las autoridades y supervisores del lugar.
Jamie y yo tenemos buenas nociones del idioma, y aunque nuestra meta continúa siendo el mejorar el francés, nos resignamos a ignorar la idea de que tendríamos que haber elegido a Quebec como destino. Aunque, estamos lo demasiado cerca de Estados Unidos como para darnos una escapada a San Francisco. Sólo son dos horas y media de vuelo.
—Toma —me extiende una taza de té.
—¿De qué es? —inquiero, al ver ramitas y hojitas flotando.
—Tu tómatelo y no preguntes.
Huele a limón, y a miel. En sus manos tiene otra taza igual, con el mismo contenido.
¿Qué estará haciendo Rubén? ¿Estará molesto por lo que dije? ¿Qué estará sintiendo justo ahora? Nuestra despedida consistió en un triste abrazo;
—Suerte, con todo —me dijo.
Yo me encontraba de puntillas, y él, reclinaba su espalda para quedar a mi altura.
—Gracias —me tragué mis ganas por llorar, aunque por más que quise sentirme triste, no pude—. Igualmente.
Cheto, Joana y Jamie se despedían entre ellos, y por un momento, pude ver a al chico de cabello rizado ponerse sentimental. Era adorable.
Mis sentimientos se quedaron congelados, y ahora ya no siento la gran cosa.
—¿No te da miedo? —inquiere de pronto.
—No —sonrío, cansada—. De hecho, estoy emocionada.
—¿Cuántas maletas llevas?
—La blanca. Y una mochila. Mi bolsa para mi teléfono y el pasaporte.
Asiente la cabeza, cansada.
—¿Me vas a extrañar?
Incluso la pregunta ofende.
—Pues sí —río.
Su mirada parece estar perdida en un punto del ventanal, hipnotizada por el suave movimiento de las cortinas. Aprendí a leer el lenguaje corporal desde que comencé a informarme del tema hace casi cuatro años; estudiarlo, perfeccionarlo, tratar de descifrar lo que sucede con tan sólo mirar unas cuantas posturas y movimientos, y a pesar de todo eso, todavía me cuesta trabajo leer a mi mamá.
¿Por qué tiene que ser tan fuerte y dura consigo misma?
—¿No extrañas tu jardín? —inquiero de pronto.
—Sí...
En San Leandro, en nuestra segunda mudanza, mamá logro conseguir una pequeña casa rentada con un jardín trasero al que dedicaba bastante tiempo por las tardes, cuando no trabajaba y cuando el sol se ponía. Tenía plantillas en macetas, que constantemente servían para comidas y remedios caseros, así como también tenía flores decorativas.
Ella solía contarme, cuando ambas estábamos hincadas frente a tierra recién arada, que la belleza de un jardín se encontraba en los cambios de la misma naturaleza. Me enseñó que, hay momentos donde cosas tan bellas como flores mueren, pero, renacen con el cambio de estación, y entonces la vida comienza de nuevo. Su jardín y su pasatiempo consistió en mostrarme la belleza de la vida, sus complicaciones, y de una forma u otra, darme lecciones.
—Me identifico con la Begonia —río en voz baja—. Me gusta estar en la sombra, pero, un poco de sol de vez en cuando no me cae mal.
—Esa estaba bonita —comenta—. El color era bonito.
Tener las uñas llenas de tierra, de mugre, era algo común para ella en ese tiempo. Su conocimiento en plantas medicinales fue abarcando terreno durante una época de invierno donde pasamos una serie de fallas económicas, donde no quedó más remedio que aprender el uso de las hierbas y saberlos aplicar al tipo de enfermedad que pasábamos.
Gracias a Dios que no fueron muchas, pero, durante casi dos semanas, tuve anginas y una tos terriblemente seca. Cuando esas dos cosas comenzaron a ceder, la gripa atacó con todo lo que tenía. Nunca consideré a San Leandro como una zona fría, pero, en invierno, teníamos que considerar dormir con una cobija súper gruesa con estampados animales porque no teníamos calefacción.
—Tu eres la gardenia —río con más fuerza—. No te gusta el agua de la llave. O sea, sólo ciertas marcas.
—¡Bah! —exclama.
—¡Sí! —añado—. La Hipercor no te gusta, ni la Font Vella. Pura Solán de Cabras tomas.
—No es cierto —refuta—. También me gusta la de Fuente Liviana.
Parpadeo un par de veces de manera rápida, analizando las cosas.
—Te cotizas, pues.
¿Podré sobrevivir un año sin tener este tipo de atenciones?
Tuve que indagar sobre el lugar a donde llegaré, averiguar sus costumbres y un poco de su historia, porque me han dicho que los canadienses son bien educados y además, les gusta hablar de su cultura. Mis tres principales objetivos para este primer semestre son, hacer amigos extranjeros, disfrutar y conocer lo suficiente, y continuar esforzándome en mis estudios.
No voy a negar (y esto quedará entre Jamie y yo), que nos interesa ir a uno que otro pub y bar. Que quede claro, ¡para hacer más sencillo el proceso de relaciones y hacer crecer nuestro aprendizaje para ampliar nuestras experiencias y conocimientos en el terreno extranjero!
Sólo con ese fin, y nada más.
—Te portas bien —me dice con voz tranquila—. Nada de saltarte clases. Y nada de novios en el cuarto.
—No, mamá —digo, haciendo más obvio lo evidente.
—No quiero enterarme que usas el teléfono más de lo debido.
—No, ya sé.
Mamá piensa que tener un teléfono inteligente en un país extranjero puede ser peligroso, y bastante distractor. Considera que, puede ser perjudicial para mi vista y además, puede desconectarme de la realidad y aislarme de mi círculo social de amigos. Quiere evitarme un grado de dependencia que comienza a ver en nuestras generaciones, y, en pocas palabras, protegerme de los ciber-acosos y extorsiones.
Según.
—Bueno —se levanta y camina hacia mí—. Ya vete a dormir. ¿Sí le mandaste la tarea a tu profe?
—Quedé de mandársela mañana.
—Bueno —me da un beso gentil en mi frente—. Buenas noches. Amo.
—Buenas noches.
Y desaparece en la oscuridad del pasillo, llevándose consigo su taza de té.
No sé qué me da más miedo; el saber que estaré lejos de casa, o el saber que ya no podré verla todos los días. Pero, después de todo, de una manera u otra, mi mamá ha hecho un gran trabajo preparándome para ese momento.
Si la veo, me tranquilizo. Porque sé que ella es fuerte, y me transmite esa energía su positivismo. Sé que la vida allá no será fácil, y que no la tendré conmigo. Este proceso de separación que ambas tendremos va a ser bastante rudo, complicado y áspero al inicio, pero me consuela que sólo temporal.
Además, a ambas nos queda claro que todo esto será para bien de ambas.
Porque cuando sé que todo se está derrumbando y no veo la hora de que el sufrimiento termine, la miro y sé que todo estará bien.
¿Debería mandarle un mensaje a Rubén? ¿Por qué no me ha llamado? Lo más probable es que esté sentido conmigo. Claro, eso debe ser...
Debería estar agradecido; le he ahorrado un sin fin de problemas con respecto a relaciones a distancia. Ahora tiene la oportunidad de conocer a alguien mejor, a alguien que pueda estar con él, alguien con quien pueda compartir nuevas experiencias y sentimientos. No necesita de mí para poder encontrar de nuevo alguien para amar. Hay cientos de chicas guapas en Madrid, y, como tengo entendido, comenzará sus estudios en Animación 3D.
Su vida apenas comienza a florecer.
No quiero estancarlo y distraerlo de los placeres que ofrece el mundo de la vida universitaria. Dejo el teléfono en modo silencio, y esa noche, abrazo a Toncho muy cerca de mí para quedarme con su aroma.
Mañana, me llevaré conmigo todos estos recuerdos.
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