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Hands Up



Cheto me hizo el favor de cuidar a los gatitos un rato en lo que me distraía. Fue su idea el que saliera a tomar un poco de aire y admirar la belleza de la ciudad y despejar mi mente, lo cual creo que es amable de su gesto. ¡Pero que con esta lluvia es imposible admirar algo! Llego al edificio color beige, me adentro en la recepción, doy mis datos y luego comienzo a subir por las escaleras hasta llegar a la primer puerta del primer piso.

Anuncio mi llegada, y espero un par de segundos.

—¿Otra vez tú? —parece molesta, pero noto un tono divertido en su voz.

—¿Otra vez ese horrible suéter?

—¿Otra vez ese greñero? —ataca.

—Ya déjame entrar —suelto una risa—. Vengo en paz.

—Estás todo mojado...

—Ah, gracias —digo de manera sarcástica al tiempo que me examino la chamarra—. No me había dado cuenta.

—¿Y tu cita?

—¿Cuál cita? —inquiero.

—Te he dicho que no puedes venir sin avisarme antes.

—Ah, sobre eso —me rasco la mejilla con el dedo índice—, Cheto me dijo que saliera. No supe a dónde más ir.

—Y te veniste en patineta.

—Oh, claro —me encojo de hombros.

Me examina con la mirada unos segundos, luego, su postura se relaja y al final cede.

—No te quedarás mucho —advierte—. Mi mamá llega a las ocho.

—Puedo irme a las siete —me encojo de hombros.

Se hace a un lado y me deja pasar. La cocina huele a té verde, a galletas, o quizá pastel, pero es chocolate lo que percibe mi nariz. Coloco mi patineta recargada en la pared.

—¿Y Jamie? —indago al no verlo cerca.

—¿Por qué debería estar aquí?

—No lo sé... —me encojo de hombros—. Suele estar contigo con frecuencia.

—Lo dices como si viviéramos juntos —suspira—. Pero, no. Jamie está de Vacasiones.

—¿En serio? ¿En dónde?

—Cerca; Glasgow y Edimburgo.

¿Dónde? ¿Estados Unidos? ¿Australia? No reconozco ninguno de esos lugares.

—Escocia...

—¡Guoh! —exclamo—. ¡Hostia!

¡Jamie está en Escocia! ¿Pero cómo? ¿Qué hace hasta allá? Ojalá pudiera ir yo también a visitar el Lago Ness y capturar al monstruo con el que mi abuelo me asustaba; solía decirme que el muy infeliz se había cansado de vivir ahí y se había mudado a noruega para comer niños más sabrosos. Pescar era tensión y estrés seguro en mí cada visita al lago.

Del otro lado de la sala, en el balcón, veo un cartoncillo de papel recargado en lo alto, encima de una base de madera con tres patas, también hay una silla, y junto a ésta, una mesa más pequeña con una paleta de pintura llena de colores. ¿Es un lienzo? ¿Así se les dice? Es como si un pintor estuviera a punto de grabar algo en el papel.

—Dame tu chamarra —pide.

—¿Qué? —suelto—. No. ¿Por qué?

—Estás mojando el piso —explica, con un suspiro—. La pondré en la secadora.

Sin decir nada más, se la entrego. Cuando da media vuelta hacia el pequeño pasillo, noto que tiene un moño en la cabeza, con dos pinceles encajados en el cabello.

—No sabía que pintabas —digo.

Abre unas puertas corredizas y me percato de dos máquinas para lavar ropa, una encima de otra.

—¿Quién crees que pintó los cuadros de la casa?

—Tú no —suelto una risa.

—Hombre de poca fé —añade de manera decepcionada, meneando su cabeza.

La primera vez que vi los cuadros, no entendía, y sigo sin entender. No hay figuras, ni formas; son manchas de colores abstractas, sin forma ni sentido, pero realmente se ve genial. Molan mucho.

—¿Qué vas a pintar hoy? —inquiero.

—El cielo.

—Pero acaba de dejar de llover —expreso—, ¿vas a usar colores grises? Ese dibujo se verá triste.

Caminamos hacia el balcón, en donde puedo ver los últimos rastros de lluvia cayendo de las plantas de arriba a manera de pequeñas gotas. Un viento ligero sopla, frío, pero agradable, y me despeina el cabello con cuidado.

Clip. Clop.

Las gotas resuenan en los charcos de agua, caen, y hacen un sonido agudo que me deleita los oídos.

—Debes aprender a ver más.

Me toma de los brazos y me coloca cerca de la barandilla, para poder ponerse de puntillas y señalarme un punto al frente. En el cielo, un paisaje de color rosa y naranja se levanta ante mí, con nubes de tonalidades rojas y moradas. Verdaderamente un espectáculo.

Raras veces me pongo a mirar el cielo, los colores que tiene y que lo pintan, pero ahora, estando aquí, viéndolo, hace que... el estómago se me mueva. Como cuando tengo hambre.

—Mola —hablo casi de manera inconsciente—. Mola mucho.

Desde aquí, no hay edificios que estorben la visión, salvo el que está en frente, pero no parece tener mucho acaparamiento. ¿Cómo es que el cielo puede tener tantos colores? Madrid es hermosa cuando quiere. Cuando me suelta, siento que mi cuerpo queda libre de un pequeño apretón; ¿fue eso una de las primeras veces en las que tenemos una especie de contacto físico deforme?

—¿Cómo vas a capturar esto? —Me vuelvo a Alejandra, y noto que da pinceladas sobre el papel sobre una superficie plana—. ¿Ya iniciaste?

Camino hacia ella para colocarme justo detrás, en un ángulo donde no pueda estorbarle. Inicia pintando el cielo con acuarelas, un estilo suave y delicado; no usa tanta agua y usa poco color. ¿Qué hace?

—¿Quieres intentarlo? —Indaga.

—N-no soy bueno dibujando —Admito, un poco tímido.

—Por eso dije «intentar».

Sin despegar la vista de su dibujo, me extiende un pincel limpio, y recorre la mesa pequeña a su lado izquierdo hacia mí.

—Trae aquella silla —Señala una igual a la de ella ubicada en el otro rincón—, y siéntate.

Sigo sus instrucciones y me coloco junto a la mesa con acuarelas.

—¿Ahora qué? ¿Coloreo en el aire?

Suspira, y esboza apenas un intento de sonrisa forzada. Estira su mano y presiona algo en la mesa, del lado contrario a ella. Una especie de rectángulo de madera se asoma, y antes de que ella lo haga, decido sacarlo yo. Un tablón de casi cuarenta centímetros de largo queda justo encima de mis piernas.

—¡Guau! —Exclamo con una sonrisa en los labios—. Estoy flipando; una mesa que sale de otra.

—Toma —Me extiende un pedazo de papel—. Puedes usar este.

—¿Y qué dibujo?

—Lo que quieras.

—Hmmmm, ¿alguna idea? —Miro a todos lados en busca de inspiración.

De pronto, una bola de pelos gorda entra caminando y se coloca cerca de una planta. Da un par de vueltas en su mismo lugar, se sienta, y mira fijo las gotas que caen.

—Hey, Toncho —advierte Ale en voz fuerte, lo suficiente como para que el otro departamento la escuche.

Espero a que termine su frase, pero no prosigue. ¿Qué fue ese tono? ¿Era para que se fuera? ¿Para hacerme notar su existencia? ¿O quiere que venga a ella?

—¿Qué ibas a decirle? —Mojo el pincel y tomo un poco de color gris.

—Nada —Responde—, solo le advertí que no lo debe hacer.

—¿El qué cosa?

—Cualquier acto que va en contra de un buen comportamiento.

—¿Y tú cómo sabes que hará algo malo? —Parace saber mucho del tema.

—No lo sé —Se encoge de hombros—. Pero sabe que si le hablo fuerte, debe portarse bien. Debe obedecerme.

Tiene una manera muy extraña de hacer sentir a los otros su autoridad sobre ellos. Yo con Mia soy cariñoso, trato de no levantarle la voz, y no le grito. Guardo regaños para ocasiones muy drásticas.

Comienzo dibujando un óvalo, gris claro, luego lo mancho de círculos negros y poco a poco va dando forma. Cuando menos lo recuerdo, el cielo ha cambiado de color y las nubes de posición; pero Alejandra logró —casi en su mayoría, capturar la esencia del paisaje en sí. Ahora, sólo queda rellenar colores y afinar detalles, creo yo.

—Siento algo raro en el estómago —expreso—. Siento que algo se mueve.

—¿Hambre?

Yo tengo antojos todo el día, y justo ahora quiero una hamburguesa, o unos churros. No. Quiero un sándwich de queso y tocino con lechuga y kétchup, así como el pan dorado y papas fritas a un lado.

—Sí.

—Hay comida en la cocina —toma un poco más de color naranja—. Toma algo si gustas. No quiero desorden.

Me levanto con cuidado y comienzo a avanzar a la nevera; no hay mucho salvo gelatinas, tuppers rellenos de comida, verduras, leche y un par de yogures, sin mencionar aderezos. Justo cuando pienso darme por vencido, veo, ahí, como escondido al fondo, una envoltura roja con blanca, con una mancha café y letras azules. Un bendito Kinder Delice.

¡Dios! ¿Esto es en serio? Es la primera vez que lo comeré después de varios meses.

Sin pensarlo dos veces lo tomo y lo destapo. El chocolate es simplemente exquisito, dulce y sabroso, y la crema blanca me provoca una sensación en la boca que me pide más y más. A que son deliciosos estos pastelitos.

Camino hacia el balcón, y noto un paisaje tranquilo en el dibujo de Alejandra, un cielo que me tranquiliza y que me dan ganas de mirar siempre. Esta chica hace maravillas con las acuarelas; las nubes esponjosas y tersas, el cielo cambiando de color, el sol ocultándose y pintando un atardecer espectacular, las sombr—

—¡Noooooo! —gruñe, sorprendida.

Me vuelvo a ella de golpe, interrumpiendo mi mordida.

—¿Huh?

Se levanta de un brinco y de manera agresiva se coloca frente a mí al tiempo que me grita.

—¿Qué haces? ¿Qué te pasa? ¿Quién te crees tú, eh?

—¿De qué hablas? —le doy otra mordida al pastelillo.

—¡Ah, basta! —está eufórica—. ¡No! ¡No! ¡No, no, no, no!

Se adentra en la cocina y abre el refrigerador de manera rápida y luego se vuelve a mí.

—¡Era el único que tenía! —señala el pedazo de chocolate —. No vas a venir a mi casa a comerte mis Kinder.

—Dijiste que podía tomar lo que yo quisiera.

—¡Pero chocolate no! —grita desesperada. Suspira para tranquilizarse y luego me mira—. Ve a comprarme uno nuevo.

Me da media vuelta y comienza a empujarme con ambas manos en mi espalda.

—¿Por qué?

—Porque te comiste el últ—

—No, no —corrijo—. ¿Por qué?

Parece no entender. Relajo mi mirada y le sonrío de manera suave, al tiempo que doy un paso más cerca de ella.

—¿Por... Favor?

—¡Exacto! —la tomo de los hombros y la suelto casi de manera instantánea—. ¿Era tan difícil?

—Supongo que no...

—Bien —palpo los bolsillos traseros de mi pantalón—. No tardo. ¿Necesitas algo más?

Tiene la mirada perdida.

—Uh, no...

—Vale —vuelvo sonreír—. Ahora regreso.

¿Por qué estoy sonriendo tanto? Ese chocolate me alteró, porque incluso siento algo en mi estomago, gruñe, y siento que tengo hambre de más. Salgo de la casa y cierro la puerta tras de mí, luego bajo las escaleras y avanzo hacia la calle. El frío me golpea el pecho con fuerza y me envuelve los brazos, haciendo que la piel se me ponga de gallina. Ni de coña salgo así a la calle.

—Que tenga buena tarde, joven —me despide el portero del edificio.

—¿Huh? —me vuelvo a éste—. No, no me voy. Iré a comprar algo y vuelvo en seguida.

Asiente con la cabeza y sonríe de manera gentil. Voy a regresar por mi patineta.

—Sólo iré por mi patineta —señalo.

Me pregunto si el abuelo vendrá este verano a visitarnos. ¿Se quedará en mi casa? No quiero que vuelva a hacerme quedar mal frente a Joana con sus historias de mi trágica infancia. Además, no quiero que la nevera se llene de cerveza, ni de guisados noruegos donde domina el sabor a sal más que otra cosa.

Para cuando llego al primer piso, ni me molesto en tocar la puerta; si soy cuidadoso, Alejandra no se percatará de que volví por mi medio de transporte. Abro la puerta, tomo mi patineta con cuidado, y levanto la vista al notar que las cortinas son levantadas por el viento; ahí, de pie junto al comedor, la veo con el rostro hundido en un pedazo de tela verde al tiempo que comienza a oler de manera suave y gentil. ¿Qué hace...? Se ve tan tranquila y cómoda, como cuando encuentras el aroma de galletas recién horneadas en tu cocina.

Pero esa es mi chamarra...

(゜。゜)

—¡Aaah! —grito histérico.

—¡Ah!

Alejandra lanza con fuerza mi chamarra lejos de ella con un rápido movimiento.

—¡¿Qué haces?!

Miro mi sudadera encima de la silla y luego a la chica de cabello rizado.

—Nada.

—¿Qué le hiciste a mi chamarra? —voy y la tomo, al tiempo que comienza a revisarla.

—Estaba asegurándome de que estuviera seca.

No veo nada fuera de lo normal. Todo está en orden, y los bolsillos no tienen una rana muerta dentro.

—¿Tan cerca de tu cara?

—Mis manos están heladas y no tengo buena sensibilidad —dice seria, pero con un tono de voz alterado—. Además, esa máquina deja oliendo todo a quemado. ¡Ah! —se desespera y comienza a empujarme fuera de su casa—. ¿Por qué estoy dándote explicaciones? Ve por mi Kinder.

—Vale, vale —comienzo a ponerme la chamarra y a tomar mi tabla—. Ya voy, ya voy, ¡ya voy!

Cierra la puerta con fuerza y comienzo a caminar sin decir nada más. Siento la cara roja, las mejillas encendidas, y un hambre que me hace temblar las manos. Acerco mi manga a mi nariz; sí, huele a quemado, pero casi nada, a menos que te concentres específicamente en ese olor. Está tibia, agradable al contacto con la piel y ha quedado suave.

Confiaré en ella, al menos esta vez. Apenas comenzamos a llevarnos bien, y las cosas pintan bien con Joana. Necesito a Alejandra de mi lado para ayudarme con esto, y si quiero de vuelta a Joana, no puedo dejar ir a Ale. Es extraño, y siento que la manipulo, pero sé que estará dispuesta a ayudarme cuando se lo pida.

—Tonto —escucho decir.

Desde el balcón, Ale me mira, y me lanza una mirada aburrida.

—Gracias —grito—. También te aprecio.

Hago una reverencia y vuelvo a mirarla. Recarga sus brazos en la orilla de la barandilla.

—¿Volverás?

—No prometo nada... Pero puedo intentarlo.

Pronto darán las siete de la noche, y debo llegar a casa antes de que la señora Sandra se percate de mi existencia aquí.

—¿Te veré mañana? —vuelve a preguntar.

—¿Quieres que nos veamos?

Asiente con la cabeza de manera cuidadosa. ¿O aburrida? Las expresiones de esta niña no son algo fáciles de descifrar; para mí, cualquiera es de molestia o seriedad.

—Vale.

—Vale...

Sonrío y me despido con la mano.

En lo que resta del camino a mi casa, no dejo de darle vueltas al asunto de la chamarra. ¿Qué estaba haciendo Alejandra con ella y por qué estaba oliéndola con tanto cuidado?

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