Falling for U
El recorrido en tren duró poco más de veinte minutos, y con Joana aquí, es fácil moverse, porque ya ha venido anteriormente y conoce cómo funcionan los recorridos. Jamie, por otro lado, ha sido mi traductor, y me ha ayudado con algunas palabras. La gente aquí es igual de alta que en España, y por alta me refiero a que soy apenas una niña junto a ellos.
Saint Chapelle es nada menos que una maravilla arquitectónica con una prodigio estético que se esconde detrás del Palacio de Justicia. Subir la escalera de caracol para rodearse de gloriosas paredes de vitrales, los techos abovedados y las reliquias es en sí misma una experiencia magnífica que me llenó de cansancio las piernas, al igual que a Jamie.
—Tengo hambre —añade mi mamá.
—Saliendo de Notre Dame comemos algo —digo, sonriendo.
Rubén no deja de sacar retratos, al igual que todos. Joana constantemente hace sesiones de fotografías en cualquier lugar, incluyendo selfies. Jamie, por otro lado, se enfoca únicamente en todo aquello que tiene colores llamativos.
Mi mamá ha estado feliz durante todo el trayecto; luce más viva y más tranquila. Quizá ayer sólo faltaba dormir un poco, como a todos.
Nuestro segundo destino es Notre Dame, y sólo nos toma diez minutos caminando llegar hasta ahí. Tomamos la calle Quai du Marché Neuf, paseando por un costado del río Sena, y no fue hasta el Pont des coeurs, que logramos ver la catedral gótica más famosa del mundo.
La media hora que estuvimos de pie, frente a ella, pude percatarme de cuatro cosas; uno, los detalles de las esculturas que tiene la entrada, son dignas de admirar, así como cualquier detalle de la fechada. Dos; es realmente alta, y bastante grande, ya que dicen que tiene alrededor de dos mil seiscientos metros cuadrados. Tres; hay dos gárgolas hasta arriba de las torres, y puedo notar que son desahogues de agua del techo, y las demás de abajo, son propiamente decoraciones. Y, cuatro; Rubén luce muy bien con su conjunto de ropa blanco y negro.
—Mola mucho —comenta, al ver que lo miro.
—¿Qué? —suelto, nerviosa, consumida por la vergüenza.
¿Se percató de que lo miraba? Ay, Jesús.
—Ah, sí —miro al cielo, fingiendo que observo ambas torres—. Son muy grandes.
—Vale —suelta una risita—. Sí, lo son, pero, me refiero a tus chamarra.
Los miro, confundida.
—¿Qué tiene de malo mi chamarra?
—No dije que tuviera algo malo —me sonríe, divertido—. He dicho que mola mucho.
—Oh —la cara comienza a hervirme—. Cierto. Gracias.
La catedral de consiste de un coro y un ábside, un corto crucero y una nave flanqueada por pasillos dobles y capillas cuadradas. Su aguja central es bastante alta, pero parece ligeramente inestable. En el extremo de la construcción, en la bóveda, hay grandes ventanales y está apoyado por contrafuertes voladores de un solo arco del más atrevido estilo gótico radiante, especialmente notable por su audacia y gracia.
La altura de la catedral me hace sentir realmente pequeña e indefensa, pero ni hablar de la vista que se logra apreciar desde la torre izquierda, donde tuvimos que subir casi cuatrocientas escaleras para ser recompensado con vistas panorámicas de la ciudad. El viento me alborota el cabello a más no poder, y mis oídos se sientes aturdidos por el aire que sopla con fuerza. Una que otra grúa de construcción es apreciada desde aquí, así como la aguja de Saint Chapelle. La fila para poder entrar a la catedral se extiende hasta la altura de la estatua verde de Charlemagne et ses levdes, y sigue aumentando conforme los minutos avanzan.
—Ale —llama Jamie, nervioso—. Está muy alto.
—Sí —le sonrío, acomodando mi cabello detrás de la oreja—. Pero hay barrotes aquí. No pasa nada.
Por lo menos el mal olor que se concentra cerca de la torre Eiffel no nos ha perseguido hasta acá, pero, cuando retomamos nuestro rumbo hacia nuestro tercer destino, Place des Vosges, al momento de cruzar el puente Saint Louis que nos conduce a la calle Rue Jean du Bellay, comienza de nuevo el hedor, y éste no desaparece hasta que avanzamos unas cuantas cuadras al fondo, donde tomamos una desviación para probar unos macarons que Joana insistía en probar.
El lugar huele a galletas recién horneadas, a vainilla, a harina dulce cociéndose, y eso sólo alimenta más mi hambre.
—¿Qué sabores pedirás? —inquiere mi mamá—. Es que no entiendo lo que dice.
Miro las decenas de sabores en el mostrador, a lo que comienzo a traducir, con ayuda de Jamie, y pido primero los de mi madre, seguido de los míos.
—Los esperamos en la tienda del frente—dice mamá, tomando su cajita y saliendo a acompañar a Jamie y a Joana, que no dejan de hablar.
Me vuelvo de nuevo al chico de la caja, que parece ligeramente frustrado. Quizá no está muy contento de estar aquí.
—Puis-je avoir un macaron d'infiniment rose, s'il vous plaît?—hablo, buscando los billetes en mi bolsillo—. Et l'un des jardin de L'atlas. Aussi, l'un de reglisse et violette, et... une montrebello, s'il vous plaît.
Cuando me entrega mi pedido, comienzo a revisar el cambio, que me lo ha dado de mala gana. Pero qué genio se carga este sujeto; deberían cambiar al cajero por una cara más amigable. Veamos si son tan buenos como Joana presume.
—Que dis-tu? Je ne te comprend pas —escucho—.Je n'arrive pas à te comprendre. Tu dois me parler en français sinon je ne pourrai pas te comprendre.
Cuando miro lo que pasa, veo a Rubén tratando de pedir su orden, y al sujeto siendo agresivo con su tono de voz. Dice que no entiende lo que intenta decirle, porque debe decirlo en francés.
—So, uhm, can you understand english?—inquiere mi amigo, tímido—. English?
—Je ne comprends pas l'anglais—vuelve a decir, grosero, y de manera más rápida—. Vous devez me parler en français sinon je ne pourrai pas comprendre ce que vous dites—ni si quiera hace el intento de traducir lo que Rubén le dice—. Vous faites du trafic, mec. Foutez le camp.
Al escuchar la manera en cómo le habla a Rubén, me prendo.
—¡Hey! —le digo—. Qu'est-ce que tu penses faire?
Me coloco frente a él, pero el vidrio me impide darle un puñetazo en la nariz.
—C'est un client, comme les autres!—grito, un poco molesta—. Vous devriez montrer plus de respect, mec!
—Il ne parle pas ma langue et je ne peux pas le comprendre—prosigue, con un tono de voz irritante, a lo que me molesto todavía más.
No vas a hablarle así a mi amigo. No vas a creer que por ser de esta ciudad tienes el derecho de tratar a los que no son como tú como si fueran algo inferior. Frunzo el ceño, y arrugo un poco la nariz, dedicándole una mirada en serio molesta.
—Tu déranges le mec que j'aime bien —digo, sintiendo cómo la furia me recorre el cuerpo—, et je ne vais pas te laisser être impoli, compris?
—Alors je ne te vend rien —reta.
La gente de atrás comienza a hacer ciertos comentarios, pero, me da igual. No voy a dejar que sean groseros con mis amigos. Me encojo de hombros, tomo mi pedido y al chico de cabello castaño de la muñeca.
—Ça m'est égal. Tu peux mettre un macaron dans ton cul, connard.
El sujeto abre los ojos de par en par, y frunce la nariz. Acto seguido, los clientes de atrás comienzan a murmurar;
—Oh, mon, Dieu!
—Quoi? Qu'est ce qu'elle a dit?
—Oh, putain. C'est tout!
Y salgo del lugar junto con Rubén. Me coloco en un punto no visible para el cajero, y comienzo a respirar para calmar la adrenalina que corre por mis venas.
—¿Qué fue todo eso? —inquiere, confundido—. ¿Qué pasó? ¿Te dijo algo malo?
Miro su rostro, tan gentil y lindo, que lo único que hago es reír un poco, y sonreír, divertida.
—Quería que hablaras en francés —explico, respirando hondo—, y dijo que no entendía lo que decías. Pero, lo dijo de manera despectiva.
—Y... —busca mi mirada, agachando su cabeza ligeramente—. ¿Qué le dijiste?
Le miro los ojos, tan lindos y, perfectos. Sonrío, un tanto tímida, y luego contesto entre una risa nerviosa;
—Que se metiera un macaron por el culo.
Su expresión confundida, cambia, a una de asombro y de ironía, echándose a reír de pronto, haciendo que termine disfrutando mis palabras. Se lo merecía el gilipollas. Suspiro, pensando en que, lo que voy a hacer a continuación, va más allá de lo que creí posible con este chico hace dos meses. Primero el kínder delice, ahora esto.
—Ten —ofrezco, abriendo la tapa de la caja—. Toma dos.
Me mira, confundido.
—¿En... serio? —inquiere, nervioso—. No, son tuyos.
—Lo sé pero —me encojo de hombros—. Quiero compartirlos contigo.
Sonríe, contento, y toma el color rosa oscuro. Al ver su carita, tan contenta y emocionada, no hago mas que sentirme bien conmigo misma.
Defenderé a Rubén de cualquiera que intente hacerlo sentir menos de lo que es.
—Se siente bien —añado.
—¿Qué cosa? —me mira, con sus ojitos confundidos.
—Decir —suspiro—. Decir lo que llevabas dentro desde hace mucho.
(〃ー〃)
Las calles de París no dejan de sorprenderme. La belleza arquitectónica es algo espectacular, y, por mucho que intente descifrar el por qué son tan bellas las casas y el tipo de fachadas que tienen, sólo viene a mi mente una respuesta; el estilo francés es clásico, coherente y uniforme.
—¿Por qué estos edificios se ven raros? —inquiere mi mamá—. O sea, diferentes.
Cuando llegamos a nuestro tercer destino, Place des Vosges, hacemos un pequeño descanso en las bancas que había debajo de los árboles frondosos, dentro del parque al que habíamos llegado, con una fuente en el centro, y rodeada de pasto verde. Para este punto, mi chamarra descansa sobre mi cintura, anudada de las mangas; caminar y caminar da bastante calor.
—Porque esta plaza es una de las más antiguas de París —respondo, girando mis tobillos y estirando mis piernas a lo largo—. Esas son mansiones —señalo los edificios que nos rodean—, pero, ahora son museos.
Los edificios de aquí son altos, con altura de tres o cuatro pisos, de ladrillos rojo claro, largas ventanas y techos azules inclinados. Se puede ver el ligero deterioro en la pintura, así como en la construcción en general. Los colores del techo se ven consumidos por la parte de arriba, y eso delata la antigüedad del lugar.
—En uno minutos iremos al museo de Picasso —comenta Joana, emocionada—. Y después iremos a comer. ¿Qué tal?
—Vale —dice Rubius—. Por mí bien.
—Okay —sonríe Jamie—. Yo buscaré restaurantes cerca.
—Excelente.
Después, al llegar al museo de Picasso, el cual posee diferentes obras que el artista coleccionó a lo largo de su vida, nos percatamos de las pinturas, cuadros y manuscritos que albergan el lugar. Recorrimos las diferentes salas, y fui capaz de comprender un poco más la perspectiva cúbica.
—Sigo prefiriendo el museo de arte de Madrid —añade Jamie, acercándose a mí.
—¿El de la pintura de la chica de cómic en la bañera? —pregunto—. Oh, claro.
Entre Jamie y yo, los museos de allá son algo especial. He tomado cientos de fotografías mentales a las obras, a la arquitectura del lugar, a mi mamá, siento partícipe de todo esto. A Rubén, claro, viendo su amena participación en la actividad; quizá él quiere otro tipo de aventura, ¿no? Yo prefiero lo artístico, lo cultural, la caminata.
Él y Joana hablan y hablan sobre las experiencias previas de la chica.
Qué envidia. Hablar con esa facilidad con él. Si no me alterara tanto, podría hacerlo sin tantos rodeos.
—Pero París no está mal —me lanza una miradita extraña.
Cuando logramos salir hacia el patio que hay detrás del museo, todos nos percatamos de la falta del sol, y la llegada de ciertas nubes grises, con un poco de viento.
—¿Va a llover? —pregunta Joana—. No traje paraguas.
—Son las dos —digo, mirando mi móvil—. Si llueve, podemos ir comiendo.
—Me agrada esa idea —continúa la chica, mientras se vuelve a Jamie—. ¿Qué lugares hay cerca?
Revisa la pantalla de su celular, a lo que responde;
—Hay uno justo delante de nosotros —hace un rápido escaneo—. Cuatro punto seis estrellas de cinco. Comida variada. It looks nice.
Miro a mi madre para que nos dé el visto bueno, a lo que asiente un par de veces, y luego despeina un poco al chico pelirrojo.
—Vamos, entonces.
(^▽^)
Los próximos cuarenta minutos viajando en el metro, descanso mis piernas, y mis pies. Probablemente porque fue una larga caminata, y el sol estuvo abrazador, pero, a pesar de todo, fue un excelente día.
La madre de Jamie habló con él en el camino de regreso, al igual que yo y mi mamá de todo lo que nos había parecido interesante. Durante todo el día traté de controlarme y ser consciente de dónde estoy, y qué estoy haciendo, y de con quién estoy para evitar pasar un mal rato. Pero incluso si lo digo así, no dejo de pensar en él. En Ayana. En mi mamá.
—La señora Álvarez los espera —nos hace saber en cuanto abre la puerta de la casa—. Recomiendo que descansen un poco y se refresquen antes de verla.
Comimos a las tres, y ya casi son las seis de la tarde. Al llegar a nuestro cuarto, nos deshacemos de nuestros zapatos, y nos sentamos en el suelo, para comenzar a estirar nuestras extremidades y nuestra espalda.
Se siente delicioso en la parte trasera de la pierna, justo detrás de la rodilla y de los muslos. Con nuestras manos, tocamos los dedos de nuestros pies, relajando la columna con gran placer. Comenzamos a hacer movimientos de mariposas con las piernas, para finalmente ponernos de pie y, nuevamente, alcanzar nuestros pies con las manos. Mi madre, que lleva años con esto, ya es capaz de abrazar sus propias piernas, mientras que yo, sólo logro mantener las palmas de mis manos en el suelo frío durante varios segundos.
—Eso se ve muy rico —dice Joana, saliendo de la regadera, con el rostro mojado.
—Lo es —dice mamá, incorporándose lentamente para no lastimarse—. Deberías intentarlo.
De pronto, alguien toca la puerta.
—¿Quién? —inquiere.
—José, señorita —responde el anciano—. La señora Álvarez solicita la presencia de todos en la sala de estar.
—Ahora vamos.
"Siempre hablaba de ti", escucho en mi cabeza con fuerza. "¿Él no está contigo?". Antes de que los sentimientos comiencen a invadirme, respiro hondo, me obligo a sonreír, a levantar la mirada y a caminar derecha.
(--;
Tuve que armarme de valor, y de coraje, para poder encarar a mi mamá. Desde que llegamos a París, no ha hecho mención del tema, y, si no lo hago yo, ella no lo hará. Por fortuna, he logrado estar con ella, a solas en la habitación; mientras se termina de retocar el rostro y el peinado, intercambiamos unas rápidas palabras, y acto seguido, lo suelto sin más;
—Má —llamo—. ¿Qué hacemos aquí?
Mi pregunta la toma por sorpresa. Sin dejar de mirarse en el espejo, se acomoda un mechón detrás de la oreja.
—No entiendo la pregunta.
—En la casa de Ayana, pues —me contengo mis impulsos de gritar.
—¿No estabas quejándote de que los hoteles estaban muy caros? —dice, seria.
—Sí, pero —me cruzo de brazos, recargándome en la pared—. Nunca me habías hablado de ella. Ni si quiera sabía que existía.
Desde la mañana había querido preguntarle, pero, ¿y si arruinaba el resto de su día? ¿Y si le hacía pasar un mal rato? ¿Habría sido eso correcto de mi parte? Hay ocasiones en que, no sé si debo callar lo que pienso por miedo a lastimar a otros o, simplemente decirlo, sin importar las consecuencias.
Y la mayoría del tiempo decido callarme, a pesar de cómo pueda llegar a sentirme con eso.
—Y, de todos modos —continúo—, no tenía sentido. Que lo hicieras.
No me mira, pero tampoco me ignora. ¿Debería ser clara, o sin rodeos? Al ver que continúa aplicándose crema humectante en sus muñecas, corto el silencio.
—Ya vi las fotos —suelto un poco más alto—. Ya sé quién es Ayana. No sé si creíste que no las vería, o si, esperabas que ella me dijera algo, pero... Sé que decidiste venir aquí por algo. No venimos sólo para ahorrarnos dinero.
Sin mirarme todavía, detiene sus dedos, y hace una pausa corporal. Incluso, puedo ver sus hombros tensarse. ¿Debería mantener la calma y ser comprensible con ella, o explotar y enojarme porque nunca me dijo nada?
—No —reacciona finalmente—. Esperaba que, a tu edad, fueras capaz de razonar más las cosas. De procesar todo más fácil —toma un vaso con hielo que tiene cerca de ella y le da un trago, sin saborearlo—. Si hubiera esperado más, probablemente hubiera sido más complicado.
Me quedo callada.
—Creí que Ayana sería de ayuda en este tema —levanta la mirada, y no logro percibir sentimiento de debilidad alguno—, y que sería más sencillo, para ti y para mí, hablarlo, en algún determinado momento.
—Debiste haberme dicho algo antes —digo, un poco frustrada, volteando a otro lado.
—¿Te hubieras sentido bien con ello? —comienza a guardar el pequeño pomo de crema—. Creo que es menos incómodo para ambas, de esta manera.
Me quedo callada, analizando sus palabras. No la culpo; probablemente si ella hubiera querido iniciar el tema, yo me hubiera hecho la sorda, o, habría cambiado de asunto.
—Ya estás grande —retira el lápiz de su cabello, y anota unos números en el papel—. Es mejor así. No quería seguir ocultándote esto.
En especial, porque entre ella y yo no nos guardamos las cosas. Al menos, no las importantes. No sé qué debo hacer, ni qué decir, así que antes de salir de la habitación, respiro hondo, y me limito a mirar el suelo.
—No te culpo —la voz no me tiembla, pero siento ganas de llorar—. Fue bueno hablar con alguien más de esto a parte de ti. Creo que ella lo conocía bastante bien, pero, entiendo, por qué lo hiciste.
Asiento, tranquila, y la miro.
—No cuestionaré tus métodos. Sé que siempre haces lo que crees mejor, para mí.
Comienzo a dar pasos fuera de la habitación, y antes de salir de su campo de visión, me detiene.
—Si quieres, podemos hablar de eso, con Ayana, en otro momento que tú quieras.
¿Será lo mejor? No lo digo por mí, sino por ella. ¿Estamos ambas en las mejores condiciones para platicar de eso? La última vez que hablé con alguien del tema, resultó mal, y terminé llorando frente a un amigo.
Siempre que me creo preparada para hablarlo con alguien, termino engañándome a mí misma, como con Rubén; me invade el sentimiento, el coraje, la tristeza, la impotencia, y rompo en llanto, dándome cuenta de que, no estoy lista ni en lo más mínimo. Como he dicho anteriormente, a veces creo lograr algo en su totalidad, pero termina siendo completamente lo opuesto.
—Okey —sonrío, y me voy a mi habitación.
Debería ver algún video en YouTube para distraerme. Faltan varias horas antes de que anochezca, y ya sé qué quiero hacer cuando todos duerman...
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