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Fallen


Después de asear la casa, —y a mí, decido tomar una ruta con mi patineta. Anoche estaba tan preocupado que apenas y me di tiempo de prestarle atención a la señora que visitó a los gatitos. Está interesada en la gatita blanca, y parece que una prima de Cheto quiere al pequeño minino de patitas blancas.

Joana lucía muy asustada ayer que hablé con ella por mensajes. Jamie igual. Incluso Cheto se preocupó...

Supongo que Alejandra es más importante para ellos de lo que supuse. Ayer sólo, me esfumé, sin despedirme. ¿Estará molesta conmigo? ¿Qué debería hacer? ¿Estará bien? Dejé varios mensajes en su Facebook, pero, no creo que los haya visto aún. No puedo estar así, sin hacer nada. Todo el día he estado arrepintiéndome por no poder haber ayudado más, por no haberla auxiliado. Por no haberla acompañado...

Espero que no me odie.

Al llegar a la calle de San Nicolás, me quedo congelado frente al edificio donde vive Ale. Levanto la patineta con un rápido movimiento de pies y la abrazo con fuerza. ¿Debería entrar? Si la señora Sandra está ahí, no creo que sea del todo una buena idea. ¿Debo llamar a Alejandra? Podría echarme a patadas por haberla abandonado ayer. Sandra podría odiarme por no haber cuidado bien a su hija. ¿Qué hago? Ya vine hasta acá a disculparme, pero, estoy tan nervioso. ¿Por qué estoy tan nervioso? ¿Por qué hago tantas preguntas? ¿Por qué me siento de esta manera?

—¿Vas a subir o sólo te quedarás dando vueltas ahí?

Me vuelvo a todos lados, y cuando miro al balcón, noto a Alejandra, con su rostro recargado en los brazos cruzados al tiempo que descansan en la barandilla. Tiene una mirada seria, apagada. No luce tan viva como lo acostumbra, y tampoco parece tener la energía habitual para molestarme.

—Ale... —digo un poco sorprendido—. ¿Cuánto tiempo... llevas viéndome?

—No mucho, en realidad —me cruzo la calle para escucharle mejor—. Vi que un tonto con patineta venía hacia mi casa desde hace un par de cuadras.

—Ya...

Se queda callada, mirándome. ¿Me odia? ¿Qué se trae entre manos? Siento mis piernas cansadas y mi cabeza caliente. ¿O es mi cara la que siento caliente?

—¿Vas a subir o tendré que bajar por ti?

—¿N-no me odias...? —pregunto con miedo.

—No lo creo —se encoge de hombros—. ¿Quieres que lo haga?

—¡No! —suelto de golpe, luego agacho mi mirada un poco—. No quiero eso...

—Entonces ven.

Miro al frente. ¿Qué me espera arriba? Una trampa. ¿Le hará algo a mi patineta de Lindsay Lohan? Una rápida y fugaz imagen viene a mi mente; Alejandra de pie en su comedor, oliendo mi chamarra con cuidado. Con gentileza.

—¿Qué hay de tu mamá? —inquiero nervioso, volviéndome de nuevo hacia arriba, pero la chica ha desaparecido.

Oh, Alejandra, en qué dilemas me pones, tía.

Me adentro a la recepción y noto al portero en medio de una llamada telefónica.

—Vale. Vale, señorita —me mira y sonríe—. Por su puesto. Gracias.

Cuelga y luego me hace una seña con su mano.

—Puede pasar, joven.

—Oh, gracias —sonrío complacido.

Subo los escalones y toco la puerta. Al no recibir respuesta, vuelvo a tocarla. Silencio, seguido de más silencio. ¿Debería entrar, así? Giro la perilla y me adentro en la cocina. Dejo mi patineta con cuidado recargada en la pared, y con movimientos sigilosos, camino hacia el balcón. Alejandra tiene el cabello envuelto en un moño, con los mechones mojados cayéndole por los costados de su rostro. En su cuello, tiene un pequeño punto rojo, que parece apenas inflamado, cubierto con una fina capa de una cosa viscosa, tal y como, un ungüento.

—Hola... —saludo tímido.

En sus manos tiene una taza con agua humeante, y sus piernas están flexionadas delante de ella. Un par de pinceles descansan en medio de su moño. Desde aquí se ve tan pequeña e indefensa...

—¿Cómo sigues d—

—¿Té? —ofrece, mostrándome su taza.

—Uhm, claro —tomo asiento junto a ella, en una silla disponible.

La mesita sobre la que dibujé está ocupada por una taza más, un contenedor de azúcar, una cuchara extra, y una tetera. Parece que lloverá durante la noche; las nubes y el viento lo predicen. Me entrega la taza llena de té, mientras vuelve a acomodarse en su asiento. He de suponer que la señora Sandra no se encuentra en casa por el momento, pese a que pronto darán las siete de la noche.

—¿Estás bien?

—Como nunca.

—No te veo tan... viva —intento hacerla reír—. Creí que las abejas eran las que se morían al picar.

Sonríe un poco, con la mirada apagada.

—El clima no es muy favorecedor.

Tiene puesto un suéter color beige —que le queda grande, unos pantalones negros y unas botas que lucen muy tibias. ¿Tendrá frío?

—Creí que te gustaba la lluvia.

—Oh, lo hace —asiente con la cabeza—. Pero es un tanto, melancólica.

Miro la calle del frente, ya que es lo mismo que Alejandra observa. No hay más que un auto estacionado frente al edificio ladrillos rojos, un par de personas caminando y pájaros volando de árbol en árbol. Se escucha el ruido del viento, las llantas de los carros y uno que otro pajarillo cantando.

Le doy un sorbo al té. Está caliente, pero, agradable. El sabor es dulce, y se siente cómo recorre mi estómago. Miro a la chica que tengo junto a mí; tiene la mirada perdida en algún punto de la calle, pero no logro descifrar qué piensa. Me incomoda el silencio que se genera entre los dos; ¿estará pensando en cómo matarme? Alejandra está loca —en un buen sentido, pero, tengo miedo de lo que pueda hacerme. ¿Seguiré siendo su amigo? ¿Por qué me preocupo tanto?

—Ayer... —suelta de pronto, haciendo que me vuelva a ella—, me hiciste una pregunta.

Intento no interrumpirla. No me mira, se limita a tener la mirada al frente. Luce tranquila, pasiva. ¿Qué trama? Ayer hice muchas preguntas, y no sé con exactitud a cuál se refiera.

—Y después de platicar conmigo misma toda la noche —suspira, y me mira con sus ojos cafés—, creo que, no estaría mal, contarte un poco.

—Espera, ¿qué? —intervengo—. ¿A qué te refieres? ¿Confías en mí?

—Sí.

—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera yo sé si confío en ti. Ni siquiera confío en mí.

Intento mantener una posición relajada, tranquila; no quisiera despertar a la chica agresiva que hay en su interior. Estamos en un balcón, y no sería de esperar que Ale me lanzara por éste.

—La confianza se gana cuando las acciones se encuentran con las palabras.

¿A qué se refiere? ¿Como las promesas que se hacen? No recuerdo haberle prometido nada, ni a ella ni a Jamie. Odio que use sus frases complicadas conmigo, pero, me ponen a pensar más allá de lo que generalmente hago, por lo que no me molesta pero, pero... ¡Que con Alejandra todo es complicado!

—Dame tu mano —pide, mientras baja sus piernas y se gira ligeramente hacia mí.

—¿Qué?

—No te haré daño.

Se la extiendo sin titubeos. Sus manos son más pequeñas, por lo que termina usando ambas para cubrir la mía. La palpa un par de segundos, y siento un tacto suave, tibio, que me pone los vellos de punta; mis pobres manos están heladas.

Cuando la suelta, vuelve a tomar su taza de té y le da un pequeño trago, al tiempo que sube sus rodillas hacia su pecho y las deja recargadas en el asiento.

—Eso es que la acción se encuentre con la palabra.

Me quedo callado, analizando la situación.

—¡Ooh, ya! —Expreso al cabo de unos segundos—. Lo pillo. Vale, vale. Ya tiene sentido.

Sonríe levemente, como complacida. Una especie de rugido me envuelve el estómago. ¿Hambre, en serio? ¿Después de las tortillas de patata que comí hace un rato? Rubius, debes estar de coña.

—¿Y qué fue eso que pregunté? —Retomo la charla—. Hice tantas que no recuerdo.

—Me preguntaste sobre mi papá.

Siento un nudo en el estómago. Cierto.

—Espera... ¿Está bien para ti, si, hablamos de eso?

—Bueno... —se encoge de hombros—, eso creo. Porque, hay veces en que la gente me hace ese tipo de preguntas y, cuando llega el momento de responderlas, no sé cómo hacerlo —da otro trago—. Prefiero contarles para que me eviten la pena.

—Vale...

Le doy otro trago a mi té. Sigue muy caliente todavía.

—¿Por dónde comenzar? —piensa—. Supongo que no hay mucho que saber. Era muy... aventurero. Mamá dijo que una vez me regaló un cuchillo para mi cumpleaños.

—¿De cocina? —doy un par de tragos al té.

—No, no —sacude su cabeza despacio—, más bien como los de Counter Strike. Como... un M9 Bayonet.

Casi me ahogo con el trago al escuchar eso. ¿Sabe de Counter Strike? ¿Lo juega? ¿Cómo es que sabe de armas? No parece ser ese tipo de chicas que se interesan por cosas masculinas, aunque, tampoco por las femeninas. Pero que esa arma es peligrosa para una niña pequeña.

—Esos cuchillos molan mucho.

—Sí.

—¿Lo conservas? —pregunto, interesado.

—Claro que no —se gira un poco para rellenar su taza con más té—. Lo cambió ese mismo día por una muñeca.

—Qué triste —acerco mi taza un poco para que le vierta más agua.

—Sí...

Nos quedamos mirando como un par de avecillas cantan y juegan entre ellas en el aire. ¿A qué se dedicaba este señor, como para pensar que regalarle un cuchillo a su hija era buena idea? Ni mi abuelo, —que es el más loco de la familia, le llegó a regalar algo así a mi madre.

—¿Cómo es él? —termino rompiendo el silencio.

—No lo sé con exactitud —mira hacia el frente. Su voz es apenas fuerte.

Entonces lo pillo; su padre no vive con ellas. Tal como el mío, quizá tuvo que irse por causas mayores cuando ella era pequeña.

—No hay muchas fotografías de él. Tenía el cabello negro, muy negro, según mamá. Con rizos, quizá como el mío. Con... ojos cafés, y —dibuja una línea recta de mejilla a mejilla con su dedo índice, pasando por encima de la nariz, mirándome directamente a los ojos—, una cicatriz aquí. Y otra aquí —otra más pequeña cerca del mentón.

—Hostia —suelto, dando un trago—. ¿Peleaba contra tigres o algo así?

—Algo así.

—Tenía el mismo que yo —señala su simpático lunar junto a sus labios—, y otro más por el ojo derecho. Mamá dice que ella solía unir los lunares que él tenía en la espalda para formar figuras.

Suelto una risita, no de burla, más bien de ternura y agrado. Pero qué tierna la señora Sandra.

—¿Y dónde está?

—Pues... —sin despegar la vista del frente, hace fuerte el agarre a su taza—, no lo sé. Él sólo... se fue por su trabajo un día y luego... no regresó.

—Oh, lo siento, no quise...

—No, no. Está bien —añade—. Tenía cinco años cuando pasó. No recuerdo casi nada, así que no hay problema.

Oh no, la curiosidad me está matando por dentro. ¿Qué pasó? Quiero más detalles, pero, no creo que preguntar sea lo más apropiado. Quisiera tener más conocimiento del tema. ¿Cómo es que nunca me interesé más por la vida de esta chica? Joana definitivamente no mentía al decir que esta tía es todo un mundo nuevo. ¿Quién más sabe de este tema? Seguramente Jamie, y quizá Joana. ¿Se sentirá mal Alejandra?

—Puedes preguntar, si gustas —se encoge de hombros—. No me molesta.

—No sé si quiero hacerlo.

—Dicen que la curiosidad mató al gato, pero no dicen si lo que descubrió valió la pena —se vuelve a mí y sonríe de una manera dulce—. José Saramago.

—Guau —suelto, dejándome recaer sobre el respaldo de la silla—. Cuánta verdad.

¿Valdrá la pena morir para tener tanto conocimiento? Es lo que les pasó a los filósofos de la época antigua; eran asesinados por saber demasiado. El hombre es ignorante, no por ausencia de conocimiento, sino por rehusarse a adquirirlo.

—Está bien —respondo, acomodándome en mi silla—. Preguntaré.

—Tienes hasta que se acabe el té.

Levanto un poco la tetera y veo que es tiempo más que suficiente.

—¿Cuál es el último recuerdo que tienes de él?

—Sólo tengo imágenes —hace ademanes con las manos—. Un atardecer. Mucha luz naranja. Viento. Uhmmm... No lo sé. No sé. No me acuerdo bien.

—¿Qué dice Sandra al respecto?

—Pues.., nada —parece no incomodarle el tema—. Desde hace años llegamos al... acuerdo de que no se hablaría de él. Sabía lo doloroso que debía ser para ella mencionarlo; después de todo, un esposo va más allá de una persona que es tu pareja: es tu confidente, tu compañero de vida, tu... mejor amigo. No lo sé. No sé.

—¿Es mejor así para ambas?

—Algo así —se encoge de hombros al tiempo que da un gran trago de té—. Lo que yo ignore, no me mata.

—Entonces...

Eso la deja sin información del todo importante. Claro, tiene sentido; Alejandra se quedará inocente, sin recuerdos que le duelan, sin momentos que le mantengan despierta, sin un padre que recordar. Evita el trauma a través de la desinformación.

—Entonces... Esa vez que Jamie y tú se encontraron en la parada de autobuses... —comienzo a pensar—, la razón por la que querías regresar a México era... —la miro, dolido, sorprendido, un tanto triste—, porque quería regresar con tu papá...

Una leve rafaga de viento nos vuela el cabello a ambos. El té comienza a ponerme las mejillas tibias.

—Quizá no era muy inteligente en ese entonces, e ignoraba ciertas cosas sobre él y su vida —explica, sin despegar la vista del edificio de enfrente—. Esperaba encontrarlo ahí, pero, después, comprendí que no. En realidad, estaba más lejos de lo que yo hubiera podido imaginar.

—Pero... tenías diez u once años cuando intentaste regresar... ¿Cómo es que t—

—Claro que —interrumpe, sin alterarse—, una niña que ve a los papás de sus compañeros y al suyo no, la hacen preguntarse en dónde está, ¿no?, O sea, mi mamá trataba de ocultármelo, evadía mis preguntas o era sutil con la respuesta.

—¿Sutil?

Se sirve más té. De manera sigilosa, Toncho se escabulle por un costado mío y de un brinco logra terminar en las piernas de Alejandra. Ella comienza a acariciarle la cabeza y éste termina cediendo, acurrucándose en su regazo.

—Por ejemplo, le preguntaba el por qué yo no tenía papá, o por qué no asistíamos a los eventos deportivos del día del padre —suelta una especie de sonrisa irónica—. Me decía que debíamos ir a buscar uno a la tienda de papás.

—Como si fuera una mascota.

—Exacto —asiente un par de veces con su cabeza—. Al principio me imaginaba como... un juego, en donde te pasaban varios modelos, y tú los vestías y armabas a tu gusto.

Río ante tal idea, y ella hace igual.

—Ya sé, ya sé —excusa—, pero tenía cinco años o seis. ¿Qué podía esperar mi mamá de mí? Un día comencé así como que, a verla muy preocupada, muy, activa. Como cuando tomas diez tazas de café bien cargado, y las energías —mueve su brazo con velocidad hacia arriba—, ¡fugush! se te disparan; así estaba ella, durante días. Me dijo que iríamos a Estados Unidos, con su hermana un tiempo, de vacaciones, para que conociera el lugar donde había nacido, fuéramos a parques de diversiones, cosas así.

—¿Y lo hicieron?

—La primer semana sí. Creí que estaríamos ahí mucho tiempo, porque la casa en la que vivíamos en México la vendió, y también los muebles —hace una breve pausa para tomarle a su taza—, todo esto yo no lo supe hasta después de mucho tiempo, cuando mi mente, comenzó a comprender muchas cosas. Supongo que tres maletas super grandes no justificaban mucho.

—Eras muy inocente, Alejandra.

Esboza una línea curva sobre sus labios, un tanto tímida. ¿Se está... ruborizando? Hostia, ¡Pero qué mejillas tan tiernas! Si calculo bien el tiempo, queda espacio para una o dos preguntas más.

—¿Conservas algo de él? —inquiero—. ¿Una foto, o, algo?

—Mi mamá tiene una que otra —Mira a todos lados para asegurarse de que nadie la escuche. Luego se acerca a mí para hablar más bajo—. Pero yo tengo algo que ella no sabe.

Joder, tío. ¿Un cuchillo? ¿Alguna especie de mapa para encontrar el arma más genial del mundo? ¿Un álbum de logros?

—Una bufanda —se retira con cuidado.

—Oh... —digo un tanto decepcionado.

—Era de él —termina diciendo—, no recuerdo cómo terminé con ella, pero, mi mamá intentó deshacerse de ella. Aunque logré interceptar el ataque y rescaté la mercancía.

—¿Y se dio cuenta?

—La tengo escondida. ¿Más té?

—Claro —le acerco mi taza.

El sol se ha ocultado, pero todavía hay luz. Deberé irme pronto si quiero evitar un drama de Cheto. Además, quedé de jugar con Mángel hoy en Minecraft. Ese creeper nos está ocasionando muchos problemas con el ganado. Aún me queda tiempo de formular una última pregunta.

—¿Y cuál era su trabajo? ¿Qué hacía, o, por qué se fue?

—Él peleaba, y muy bien —admite, levantan su su ceja y asintiendo con su cabeza—. Sabía defenderse, y moverse. Viajaba mucho, conociendo nuevas culturas, nuevas personas, nuevos desafíos...

—¿Era alguna especie de luchador? —interrumpo—, ¿Un... peleador famoso?

Se vuelve a mí, con una expresión apenas confundida. Luego sonríe sin ganas.

—Era un Mayor. ¿Comandante? Algo así.

Me trago el té de golpe para poder hablar.

—¿Qué? —escupo—. ¿Cómo? ¿De la militar?

—Sí.

—Hostia...

Estoy que no me lo creo. Todo este tiempo creía que su padre podría ser una especie de trabajador de oficina, un empleado de alguna empresa grande, gerente de algún negocio, o, incluso un vago viajando por el mundo, pero nunca imaginé que fuera algo así.

—Se fue por trabajo. No diré más.

—Claro, claro —asiento con la cabeza, atontado—, lo comprendo.

Eso es demasiada información. Demasiada.

—¿De dónde era él?

—Se acabó el té.

—¿De dónde era él? ¿Cómo conoció a tu mamá? —mi boca empieza a descontrolarse—. ¿Estuvo en muchas guerras o, cómo se hizo la cicatriz de la nariz?

—Rubén, ya —deja la taza sobre la mesa con un poco más de fuerza de la que debería.

Me mira a los ojos, y noto algo más que enojo en ellos. Hay... cierta tristeza. Me toma de la muñeca al tiempo que me dirige hacia la salida de su casa, explicándome que su mamá llegará pronto y que debo irme de inmediato. Atravesamos con prisa la sala, el comedor, y antes de llegar a la puerta de la entrada, le arrebato mi muñeca de un jalón.

—No quiero irme todavía —digo, serio.

—Lástima —grazna.

—No hagas eso.

—No estoy haciendo nada —una desafinación en su última sílaba.

¿Qué pasa con esta tía? Si algo aprendí en los últimos años, es que si una chica llora, no debo decir nada. Frunzo un poco el labio, cansado, quizá, con mi cabeza dándome vueltas.

Doy un par de pasos para colocarme frente a ella y la envuelvo con mis brazos. Al principio, se queda inmóvil, quieta, sin hacer o decir algo; mi cuerpo se prepara para un futuro golpe en pleno estómago. Pasan cerca de cuatro segundos, hasta que deja caer sus extremidades a un costado, como si se hubieran desconectado. No lucha, no forcejea, nada; acepta el gesto, pero no corresponde. Los hombros le tiemblan con poca fuerza, y entonces, sé que no debo soltarla.

Cuando una chica llora, no se debe decir nada.

Solo hay que abrazarla.

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