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Capítulo 42

30 de abril de 1941.

Entregué el sobre que contenía salvación durante tres días. Mi compañero de dormitorio lo tomó y leyó por breves segundos para después pronunciarse en una mirada que, más que mostrar sorpresa, relucía en un: "Lo sabía".

-¿Crees poder entregarla? -pregunté, pero sólo recibí el sonar duro de las botas militares.

-Disfruta -dijo retirándose y dejándome en la soledad de una pequeña habitación.

Había sembrado en su mente una idea no muy alejada de la terrible realidad. Si antes no sentía respeto por mí, la reciente conversación esfumó todo indicio de poder existir en un futuro.

Decidí no pensar en ello y, en su lugar, concentrarme en continuar las indicaciones. Bernardo había sido muy explícito en cómo debía actuar e incluso que decir para poder ingresar al hospital sin levantar sospechas. Todo tan meticulosamente calculado que hasta daba miedo.

Terminé de vestirme y emprendí un viaje a pie con destino al lugar donde las almas yacen en pena esperando su inevitable final. Con solo pasar por el umbral de la puerta los ojos curiosos no tardaron en detallar mi uniforme militar.

-Buenas, ¿le puedo ayudar en algo? -cuestionó la recepcionista mientras acercaba con temor unos papeles a su pecho.

-Tengo instrucciones del doctor Schröder -dije mostrando un documento.

Apenas la muchacha apreció la firma, en un instante me estaba ofreciendo indicaciones de cómo llegar a dicha habitación.

-Con esto no le dirán nada -habló por lo bajo y colgó en mi cuello un permiso de pase.

A pesar de tener órdenes sobre mantener discreción en cada paso, las miradas con dudas y el murmurar de pacientes y médicos no era algo de asombro. No importaba que tan prudente fuera, mientras portara un uniforme sería blanco de ojos y bocas juzgadoras.

-Yo también fui militar -dijo un anciano quien permanecía de pie con dificultad, mostrando en lo alto la ausencia de su extremidad derecha-. Un joven soldado temerario. Empuñar las armas nunca ha sido fácil, pero esta guerra parece imposible. A pesar de lo que dicen los periódicos, yo ya comprendí cual será el final de la masacre. Una Alemania perdida en miseria y odiada por el mundo. Los nazis no son capaces de vencer... -sus piernas flaquearon, pero, en un instante, apareció la enfermera para llevarlo a su respectiva habitación-. ¡Huye, muchacho! ¡Tienes que escapar de Alemania! -gritó desde lo lejos para, poco después, desaparecer.

Aquella voz no se desenvolvía en la locura o paranoia de un viejo al punto del colapso, sino en los andenes de la sabiduría cansada de ver los mismos errores. Tal vez todos remarcaban sus canas y aspecto desalineado con la falta de cordura, pero, para mí, guardaba razón entre cada sílaba dicha.

¿En un futuro escapar de donde naciste será la respuesta correcta?

Demasiado pronto para contestar la pregunta y muy tarde para plantearla. Sólo quedaba que el tiempo marcara el paso de un futro incierto y doloroso.

(...)

Deseaba tocar la puerta que separaba mi cuerpo del suyo, pero el terror resurgió junto a nuevas incógnitas. Admirar su cabello deslizarse entre sus hombros era exquisito, sin embargo, amargaba mi alma el no poder acariciar este mismo. La distancia era prácticamente imperceptible, con unos pocos pasos podría tejer un beso, aunque, ¿sería correcto mientras a un costado yace moribunda su madre?

Esperar sentado en el suelo lucía como la mejor opción junto a la espera de que su cuerpo pase el umbral y me vea.

Si esperé meses, puedo esperar unas horas más.

Con el paso del tiempo mis ansias se volvían en el encontrar mi boca con un cigarro. Conocía las reglas del hospital, pero, al percatarme que nadie exigía apagarlo debido a la ropa, decidí ignorarlas y degustar del nocivo humo. A pesar de intentar múltiples veces abandonar el vicio, este se volvía más necesario. Ya no importaba el lugar ni las personas, no podía ocultarlo.

Los cigarros se iban terminado y, cuando apenas se podía divisar dos, la puerta se abrió.

Nuestras miradas se conectaron, la mías mostrando dulzura y añoranza, la suya sorpresa.

-¿Fritz? -el tono de voz melodioso ocasionó que mi piel se erizara. Era como tocar el cielo después de vivir en el infierno-. ¿Qué hace aquí?

-Supe que su madre estaba enferma y deseaba conocer como se encontraba usted.

Entrecerró los ojos para retener las lágrimas y, en un movimiento rápido, cayó en mis brazos dispuesta a que mi corazón la envolviera.

-Gracias por estar aquí.

Acaricié su pelo mientras sentía como mi camisa se manchaba en lágrimas. Busqué entre el llanto sus labios y la besé con suavidad. Quería derrochar en su boca mi amor incondicional. Sus manos no tardaron en abrazar mi cuello y yo, en un intento desesperado por fusionarnos en uno solo, apresé su cintura.

Distanciando un poco nuestras bocas, musité un te amo para acompañarlo en otro gesto de cariño.

No necesitábamos palabras para saber que ambos nos deseábamos. Tal vez aquella carta fue escrita en un momento de decepción, sin embargo, Gretchen había estallado en la angustia de tenerme lejos y demostrado que me amaba. Decidir si aquello se pudiera volver eterno era imposible, pero estaba dispuesto a dar cado paso hasta que el camino se terminara. Mientras su corazón latiera tan fuerte como el mío, me aferraría a la idea de estar eternamente a su lado sin importar cuantos muros crecieran a nuestro alrededor ni cuantas balas profanasen mi alma.

(...)

13 de mayo de 1941.

Sonreí de lado ante la nota dejada en la recepción y, mientras Gustav marcaba en el mapa nuestra próxima visita, cuestionó.

-¿Palabras de la señorita? -asentí.

Durante días el contacto con Gretchen había resurgido. Me enviaba cartas cortas donde decía lo contenta que estaba de verme y yo, cada cierto tiempo, la iba a visitar al hospital con ayuda de mi compañero, a quien le conté lo que sucedía.

Nuestros encuentros reforzaban el amor y, aunque de palabras cursis y besos no habíamos excedido, hoy me pidió que fuera a verla a la residencia donde se estaba alojando.

-¿Saldremos temprano? -pregunté acomodando una de las botas.

-Sí. Tengo unos asuntos personales que hacer, por ende, sólo haremos de nuevo la visita a una casa.

-¿Cuál? -me acerqué al papel que, con una gran cruz roja, señalaba un lugar conocido-. ¿No se ha presentado? -negó-. ¿Lo tendremos que sacar a la fuerza?

-Lleva tu arma -dijo suspirando por lo bajo.

Tomé la pistola con nerviosismo, conociendo que traía en su interior solamente dos balas. Sería la primera vez que ingresaríamos a la fuerza a un hogar en busca del hombre que desea libertad.

Nos dispusimos a caminar con destino al sitio. Desconocíamos si aún pudiera haber indicios de los inquilinos, aunque, siendo realista, escapar era difícil cuando en cada esquina había un nazi.

-Necesito que entres por la puerta trasera -dijo cuando nos acercábamos.

No repliqué ni cuestioné, sólo obedecí.

En sigilo crucé la cerca hasta llegar a la entrada secundaria, la cual se encontraba cerrada por un gran candado. Con la culata del arma di varios golpes, logrando romper el oxidado seguro. El rechinar dio la bienvenida junto a la mirada curiosa de una infanta.

-Señor militar, ¿viene a buscar otra vez a mi papá? -agarró con más fuerza su peluche.

-Lo necesitamos... por favor, no hagas ruido -asintió, dejando caer sus ojos en el utensilio de disparo-. ¿Le van a hacer daño?

-No, cariño -dije bajando las defensas y arrodillándome-. Sólo deseamos hablar con él. ¿Sabes dónde está?

-Mamá y papá están encerrados en el dormitorio desde hace unos días.

Fruncí el ceño ante sus palabras. Entonces fue cuando me percaté de la suciedad acumulada en su cuerpo y como este mismo se mostraba más delgado.

-¿No has comido? -saqué un trozo de pan relleno de carne procesada.

Se lo brindé, recibiendo desespero en cada mordida que le proporcionaba.

-¡Gustav! -grité al hombre para que entrara a la vivienda-. Dice que están en el dormitorio... hace días -mi pausa lo hizo reflexionar y, en pocos segundos, se retiró para comunicar lo que sospechábamos.

-Quédate aquí -ordené a la niña.

Caminé entre la oscuridad de una casa vacía en almas y, con cada paso, un fuerte olor penetraba mi olfato. Era la combinación entre putrefacto y lágrimas, algo que había tenido la desgracia de sentir antes. El olor de la muerte, tan inconfundible y doloroso.

La puerta estaba asegurada, pero no fue difícil romperla con una patada. La ola del nefasto aroma me hizo querer vomitar, sin embargo, no fue tan repugnante como la escena que apreciaba.

En una esquina de la habitación yacía tendida con una sombra de sangre aquella mujer que una vez vi llorar. Permanecía el cuchillo clavado en su cuello y los ojos perdidos en el centro del cuarto, donde su esposo se encontraba ahorcado. Era notable como la descomposición había estado haciendo efecto, tornando la oscuridad en terror y desconcierto.

-¿Están muertos? -la vocecilla de inocencia terminó destruyendo mi alrededor.

-Vámonos -pedí en lamento mientras sostenía su frágil mano y cerraba aquella puerta que jamás debió ser abierta.

(...)

-¿Qué sucederá con la niña? -pregunté a mi compañero, pero no obtuve respuesta-. ¿Acaso no me escuchas?

-No lo sé. Posiblemente sea enviada a un orfanato o termine vagando en las calles. ¿Por qué te importa? Deberías irte, tu jornada ya terminó. ¿No tenías una cita con aquella chica?

Observé el reloj, percatándome que la noche pronto empezaría. No quería dejar a la infanta sola, pero, ante mis manos sin autoridad, no había mucho que hacer más que cruzarlas y rezar por su bien. Aunque, naciente como el sol en el alba, una idea descabellada cruzó mi mente.

-Me iré... -bajé el tono de voz acercándome al hombre-. Mantenla hasta mañana aquí. No dejes que se la lleven, sólo eso te pido.

-¿Qué planeas hacer? -le ofrecí unos marcos, los cuales rechazó con una sonrisa-. Lo haré...

Agradecí dispuesto a reunirme en valor y llegar hasta la casa de Gretchen. Hice lo que una vez en el pasado explicó a través de las cartas. Tocar tres veces la puerta escondida de los criados y esperar.

-Pase, joven Klein. La señorita se encuentra en la alcoba.

Fui guiado con cautela y, a los pocos segundos, abrí la entrada.

-Mi amor -susurré buscándola entre las tinieblas del lugar.

Sin previo aviso, unas manos se posaron en mi abdomen, haciéndome temblar ante la calidez que emanaban. Bajaron en elegancia hasta el cierre del pantalón y, antes de desabrocharlo, un coqueto beso quedó marcado.

-Gretchen -dije ahogando un gemido para después separarla y pedirle que alumbrara el lugar.

-¿Sucede algo? -su tono era de preocupación, mientras ocultaba sus hombros en la fina seda de encajes.

Mi boca se mantuvo abierta, dispuesta a pronunciar una petición, pero mi cerebro se encontraba detallando cada parte de su esbelto cuerpo. Los cabellos alborotados, las piernas al descubierto y pocas telas que recubrían su busto y zona baja. El deseo carnal se volvía insostenible, sin embargo, lo retuve en cortas palabras.

-Tengo un favor que pedirte.

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