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Capítulo 13

18 de noviembre de 1939.

Durante aquellos días, me dediqué a transportar judíos junto a Kurt. Para mi desgracia, la mercancía jamás llegaba completa, pues mi compañero perdía rápidamente los estribos y asesinaba a todo el que diera problemas. Aunque a veces lograba apaciguarlo, con un puñetazo me dejaba tendido en el suelo. Poco a poco perdía las fuerzas para defender a los prisioneros. Incluso, en ciertos momentos, prefería que acabara pronto con ellos, así dejarían de sufrir. Cada vez que mi cabeza decía aquello, un profundo asco me invadía, pero no me arrepentía.

La misión terminaría pronto, pues habían ordenado que para el 23 todos los judíos fueran llevados al Gobierno General e identificados. Esperaba con ansias el poder regresar al batallón y escribirle a mi amada, pues aquí me era imposible. Temía que el coronel Meyer me intersectara las cartas. Por otro lado, mantuve contacto con Helmut, quien evitó hablar de Benno.

El único que disfrutaba su estadía era Edel. Había entablado una relación con gran parte del ejército, cosa que no era de extrañar, pues siempre era sociable. De vez en cuando, me invitaba a pasar el rato con él y los demás; yo aceptaba.

Hoy tenía patrullaje en uno de los múltiples guetos, algo que realizábamos cada tres días. Estos eran individuales y, para mi suerte, me tocaba solamente en las tardes. Así que ahí estaba, sosteniendo mi arma mientras observaba el alrededor. No interactuaba con los judíos, pues me parecía innecesario, ni siquiera hablábamos el mismo idioma, pero hoy fue distinto.

Mientras caminaba por las calles controlando cualquier altercado, un señor mayor me sostuvo del brazo. No lo aparté, debido a lo indefenso de su mirada, a duras penas podía caminar sin tambalearse. Permanecí atónito cuando me brindó una sonrisa. Lo acompañé hasta un recinto y, son aquella risa en su rostro, se despidió.

Por unos segundos sentí un calor en mi pecho. Por uno momento, sentí que estaba en casa.

(...)

La noche llegó en presencia de una partida de póker con Edel y otros compañeros. Era divertido jugar con la brisa haciendo compañía. Esta vez, no tuve suerte, apuras penas logré ganar una de las diez rondas, pero me sentía feliz.

-La vida en el campamento es más dura –dijo Bauer-. Entrenamientos en las mañanas y tardes, las noches para vigilar. ¡Agotante! –reí-. También hay cada raro allá. ¿No es verdad, Fritz?

Dudé en que responder, pues no comprendía a que se refería.

-Ya sabes, a Benno y el otro... -hizo una pausa intentando recordar-. ¡Conrad Koch! Esos dos se estaban besando –una vez lo dijo, algunos de los presentes hicieron muecas de asco. Me sentí extremadamente incómodo.

-Yo no podría soportar eso- comentó uno-. ¿Y compartían dormitorio? –asintió el de ojos azules-. Pobre de ustedes...

-Si... -murmuró-. Aunque Koch murió, lo mató un judío –argumentó sin importarle mucho.

-Claro, los maricones no sirven para la guerra –y aquellas palabras me hicieron estremecer. Me levanté y salí de aquel lugar.

Podía burlarse de cualquier persona, pero no de él. No de aquel chico tímido y leal que había fallecido por mi culpa. No del pequeño Conrad.

Sentí unos pasos atrás mío, para que después alguien gritara mi nombre. Volteé aún enojado.

-¿Por qué te fuiste? –reclamó Edel-. ¿Es por lo que dije de Koch?

-Sí. Fue nuestro compañero de dormitorio, comió con nosotros, peleó a nuestro lado. No entiendo cómo eres capaz de referirte así a él.

-Solo era un chiste. Está muerto, no hay nada que hacer. Así es la vida.

Siguió hablando, pero me dejé cegar por la rabia. Caminé hacia él y lo sostuve de la camisa.

-¿Me vas a pegar? –preguntó en tono burlón-. Yo no soy Conrad, ni Benno quienes se dejan tan fácil.

Lo solté. Sentía una enorme ira, pero esta era acumulada de hace tiempo. Era un enojo hacia Edel, Benno, la guerra... hacia mí.

-No le tengo compasión a Conrad. Era gay, eso jamás podré aceptarlo. Intenté respetar su errónea decisión, pero cada vez que le veía sentía asco. Era como una prostituta vestida de camuflaje. No era un guerrero. Solo era basura... y lo sabes... Acaso... ¿aceptaste realmente eso? O solo te dejaste influenciar por el ambiente o por las dulces palabras de Helmut –me tomó de los hombros-. Eres diferente, lo sé. No eres un estúpido progresista, eres un alemán de pura sangre. O... -hizo una pausa para después besarme bruscamente. Sentí un gran repudio pero solo apreté los labios-. ¿Sientes algo? Seguramente solo aborrecimiento ante mi acto. ¿Ves? No eres igual.

Sonreí de lado ante sus palabras; él también lo hizo, pero le duró poco la risa, pues había acabado con su mediocre discurso brindándole un puñetazo en su rostro. Así había dado inicio a una pelea, que no hacía más que escalar.

(...)

Mientras me disponía a barrer, toqué mi labio. Lo hice no por el moretón que tenía, sino en busca de una respuesta ante el inesperado beso de ese desgraciado. Me sentía confundido, no porque deseara repetirlo, sino ante la diferencia de sensación entre el suyo y el de Gretchen. ¿Cómo ambas acciones podían transmitir sentimientos tan distintos? Por un lado el profundo amor hacia mi amada y, por el otro, repulsión. Eso me hizo darme cuenta que no necesitaba ser igual a Koch para poder defenderlo, así como tampoco ser judío para sufrir por su dolor.

Recién entendía el verdadero significado de la palabra empatía.

(...)

23 de noviembre de 1939.

Para mi suerte, hoy era el último día de martirio. Sólo quedaba un viaje con Kurt. En los anteriores días, todo se volvió un infierno. Mis compañeros comenzaron a esparcir rumores sobre mi sexualidad y empecé a ser marginado. Esto no era tan molesto comparado con el hecho de las bromas que me hacían. Aunque ninguna de ellas había sobre escalado más allá de algún puñetazo. Por otro lado, el coronel Meyer no me dirigió la palabra en ningún momento, pero sentía su odio en cada rincón, sobre todo tras mi pelea con Edel. Pues él se encargó de prolongar mis patrullajes y reducir mis raciones de comida. Pero todo terminaría al caer la noche.

Este pensamiento me hizo suspirar con un tono alegre; Schmidt se percató de ello.

-¿Feliz? –preguntó mientras observaba la carretera-. Entiendo si aún me vez como un monstruo por lo de aquella mujer...

-No solo por eso, sigues matando y golpeando judíos –le interrumpí con furia en mi voz.

-Lo sé. Comprendo que me detestes y también que pienses que eres diferente. Que nunca harás esas cosas, pero esto es la guerra. Cuando alguien te arrebate lo que ames, tu corazón dejará de latir y sólo querrás venganza –lo miré incrédulo-. Odio a esos tipos que llevamos en el camión, si fuera por mí, los mataría sin piedad. Asesinaron a mis compañeros... a mi hermano...

Quedé en silencio durante el resto del viaje. Entendía el motivo de su rencor, pero, ¿es justo que paguen todos por culpa de pocos? Eso me hizo replantearme para qué realmente peleo. ¿Tiene sentido esta lucha? ¿A quién le dedicamos tanta sangre? Solo somos desconocidos matando a otros desconocidos para complacer a un líder que solo busca riqueza a costa de las grandes masas porque... toda guerra que mate inocentes, no es para ayudar al pueblo, sino para enaltecer al tirano.

(...)

Llegamos a nuestro objetivo. Realizamos la típica rutina de contabilizar a los prisioneros. Esta vez no se presentaron bajas. Tras el papeleo, me alisté para la vigilancia del gueto. Mi corazón tenía la esperanza de ver aunque sea una vez más a ese viejito que apenas podía caminar. Desde aquella vez, me fue imposible encontrarlo. Pero esa sonrisa que me brindó, llenaba mi corazón de calidez ante tanta maldad.

Sostuve el fusil con fuerza, listo para dar inicio a una tarde larga y cansada. Daba pasos firmes, intentando, como siempre, hacerme ver como alguien a quien respetar.

Los pocos judíos que se mostraban en las calles, me observaban con mirada de odio, cosa que se me volvió algo natural. ¿Quién podría amar a una persona que si desea puede acabar con tu vida?

Tras una hora de tranquilidad, aprecié desde lo lejos un altercado. Era uno de mis compañeros peleando con un prisionero. Me acerqué para comprender mejor la situación.

-¡Fuera, escoria! –gritó intentando pegarle en la cabeza con la culata del arma.

Una vez lo derribó, disparó dos veces a su pecho. Quedé en silencio ante esa acción.

-Llama a alguien para que me ayude a limpiar esto –me dijo mientras se quitaba restos de sangre de su traje.

Volteé, listo para cumplir la orden, pero otra vez el revuelo se había creado.

-¡Hijo! Mi... hijo –dijo una voz débil que apenas podía pronunciar bien el alemán.

Otra vez disparos. Giré levemente y, por el rabillo del ojo, contemplé que el otro asesinado era aquel señor que me brindó calidez. Mi corazón se apretó, pero solo resoplé y me retiré.

(...)

Sin que me vieran, tomé la insignia de identificación de uno de los cadáveres. Tenía un pequeño número de registro.

227

Sin saber en qué estaba pensando, me infiltré en el estudio del general, lugar donde se guardaban todos los expedientes. Busqué en las gavetas, hasta encontrar el que coincidía. Aquel señor que me dio una sonrisa a pesar de nuestras diferencias... se llamaba...

Janusz Korczak

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