8. El cardenal.
Nicholas
—Queridos feligreses, hoy es un día santo, el Padre Nicholas ha preparado con mi ayuda —la mujer de mi derecha me sonríe de forma ridícula, como si quisiera bajarme la luna y las estrellas ella sola —, la mejor misa de domingo que recuerden en la historia de este pueblo.
Pongo los ojos en blanco ante las palabras de esa mujer tan altanera, es bonito, no puedo negarlo, pero demasiado sofisticada para mí gusto. Las mujeres frívolas no me atraen en absoluto.
—Pueblo de Raycott, hoy estaremos rindiendo honor al cardenal Bossi —informo encendiendo una vela del candelero —, es toda una distinción para nosotros contar con la pronta presencia del cardenal.
—Padre, comencemos —me pide la señorita de piernas largas y torneadas apoyada en mi mano. Me sonríe de forma coqueta sin cortarse ni un poco, ni siquiera lo intenta disimular.
—Lectura de Santo Evangelio según San Mateo —tomo la biblia en mis manos y la abro justo en la página que la chica a mi lado me indica. Por suerte se brindó a ayudarme, porque Ana no apareció en todo el día después de nuestro pequeño encuentro en la ducha.
— ¡Gloria a ti, señor! —mascullan los presentes, todos nos hacemos la señal de la cruz en la frente, los labios y el pecho.
Todos se ponen de pie y hacen una reverencia profunda. Procedo a comenzar a leer la biblia cuando todos regresan a su posición en las sillas de la iglesia.
—Entonces Jesús le dijo: vete, Satanás, porque escrito está: Al señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás — expreso, observo al público que presta especial atención a mis palabras, algunos sienten con su cabeza y otros miran sus teléfonos —. Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado.
—Padre, mire —la mujer a mi lado toca mi hombro, indicándome que mira hacia la puerta de la iglesia.
De pie en ella se encuentra Ana. Con ojeras, despeinada y la ropa media indecente. Lleva una botella de licor vacía en la mano derecha mientras apoya la izquierda en el marco de la puerta. Me mira con suspicacia, hasta que abre la boca.
— ¡Detengan este show ahora mismo! —gruñe y se lleva la botella a la boca, cuando se percata que ya se encuentra vacía la tira a una esquina con total indiferencia.
«Es la hermana Ana. Está borracha. Dios mío perdónala, es una pecadora» todas esas palabras salían de la boca de los presentes entre murmullos.
—Que indecencia presentarse asi —masculla la mujer a mi lado, de la cual ya no recuerdo ni el nombre, a pesar de que me lo ha repetido varias veces en lo que va de mañana.
Mis ojos se centran en la mujer de la puerta, la misma que ha sido blanco de mis deseos más oscuros y lujuriosos en las semanas anteriores.
—Señorita, ¿podría tomar asiento como el resto? —indico tratando de hacerlo en un tono no muy brusco.
—No, no puedo, Padre. ¿Por qué mejor no les cuenta sus secretos? —se ríe de forma atropellada para luego caminar hacia mí dando tropezones —. Estoy segura que eso sería mucho más interesante que la estúpida palabra de Dios. Cuénteles, Padre, dígales sus pensamientos más impuros.
Agarro su brazo y lo aprieto para ver si asi entra en sí. Está comenzando a armar un show en plena iglesia. La zarandeo un poco para que reaccione.
— ¿De qué habla esta mujer, Padre Nicholas? —inquiere la mujer a mi lado en el altar.
—Solo está ebria, no sabe lo que dice. —Me apresuro a responder.
Ana niega con la cabeza y logra zafarse de mi agarre de un brusco manotazo.
—Para nada, Padre, no he bebido ni una sola gota de alcohol, Dios es testigo de eso —levanta sus manos hacia la figura de Jesús como si estuviera rezando —. Termina con esta pantomima, Nicholas. Por cierto, ¿Esta quién es?
Dirijo mi mirada a la mujer y luego a Ana, la cual la mira como si quisiera lanzarse a ella y golpearla.
—Soy Amparo Kramer, la viuda del alcalde, que Dios lo tenga en su santa gloria —informa, tendiéndole la mano a Ana para saludarla mientras le sonríe con suficiencia mirándola de arriba hacia abajo con asco.
Ana mira su mano aun tendida en el aire, pero no le devuelve el saludo. Se cruza de brazos y se prepara para lanzar uno de sus comentarios mordaces.
—Pues vaya a que la ampare otro padre, porque esté tiene votos de castidad y una sotana que, en mi opinión, no le hace justicia al cuerpo que tiene debajo de ella —rebate, dejándome boquiabierto.
La tal Amparo abre la boca para protestar, insultada, pero no le doy tiempo porque agarro a Ana por el brazo y la arrastro hacia el comedor. Su descaro y su inteligencia al utilizar a su favor el nombre de la viuda del alcalde me hacen sonreír por dentro aunque en mi rostro no se evidencie. La empujo con cuidado de no hacerle daño y la miro tratando de parecer enojado cuando en realidad tengo ganas de reírme.
— ¿Qué mierda haces? — averiguo acercándome a ella.
—Sabotear tu estúpida misa —confiesa, retándome con la mirada y totalmente sobria.
Me sorprendo al verla tan fresca de repente.
— ¿No estabas borracha?
—No, yo no bebo, solo fingía que lo estaba —explica molesta, aunque todavía no conozco sus motivos.
Me acerco a ella mucho más, sintiendo su respiración casi en mi boca.
— ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo por el que estas tan enojada? —respiro hondo cuando le pregunto.
Ella se pega más a mi cuerpo y yo no me aparto, se acabaron los juegos y las medias tintas entre nosotros, ahora es todo o nada.
—Porque la tal Amparo está deseosa de meterse en tu cama, pero tú eres muy estúpido para notarlo —escupe con roña —. Además, ni siquiera esperaste por mí para la misa, simplemente me reemplazaste por una con las piernas más torneadas.
—Eso responde a una sola de mis preguntas, pero seré más claro, ¿por qué no bebes? Y, dos cosas, Ana, la primera: sí noto perfectamente que ella me desea, y la segunda: ¿estás celosa? —se queda quieta, con un aspecto aturdido.
—Para nada, solo…
No le doy tiempo a terminar la frase porque estallo mis labios contra los suyos, y juro que en estos momentos desearía no llevar esta sotana de mierda que me impide moverme con más facilidad. Ella abre su boca para recibir mi lengua y yo aprovecho la oportunidad para llevar mis manos inquietas hasta su trasero. Ana enreda sus dedos en mi pelo y pega sus tetas a mi torso. Mi cuerpo arde por ella, necesito mucho más que un beso caliente. Mi erección indica que la combustión es imposible pararla. Un gruñido se escapa de la boca de ella y me hace vibrar de excitación.
Como si sufriera un lapsus mental, termino rompiendo nuestro contacto, apartándola de mí. Ana gime en protesta, pero me da igual, esto no está bien, pone en riesgo mi misión y mi moralidad.
—Ana, nada de esto es correcto, yo… lo siento —digo casi en un quejido, decir estas palabras me desgarran por dentro.
Confundida, ella retrocede unos cuantos pasos. Se lleva una mano a la boca y me mira.
—Yo soy la que lo siente… me arrepiento, esto no puede volver a suceder —corrige ella.
Sorprendido por sus palabras tan crudas, y aun confundido por el nivel de excitación, me obligo a asentir. El calor que antes estaba comenzando a sentir al tenerla entre mis brazos, desaparece de golpe. Cojo aire y fuerzo una sonrisa.
—Yo también me arrepiento —digo mucho más dolido de lo que soy capaz de admitir.
Como si fuera una señal divina, mi móvil vibra en mis calzoncillos. Estoy un poco harto de tener que guardarlo ahí. Ana se pierde de mi vista dejándome solo en el comedor. Contesto la llamada entrante de Esmond sin titubear.
—Nicholas, el cardenal estará llegando al helipuerto de la torre de Raycott en veinte minutos, intercéptalo —me indica Esmond con voz grave.
Pongo fin a la llamada sin siquiera mencionarle el dato de la muerte de Marley y me encamino hacia mi habitación para cambiarme de ropa. Llegó la hora de extraer información del cardenal.
Helipuerto de la torre de Raycott
8:32 am
Me visto de negro, me ato el cinturón de la pistola y me coloco las gafas negras a juego. Tiro en una bolsa de basura la sotana y la aparto hacia un rincón de la estrecha torre. Me dirijo a la única ventana del lugar y observo con mis binoculares la inminente llegada del cardenal. Desde mi posición noto cuando un hidroavión blanco y negro de la línea chárter aterriza justo encima del muelle del helipuerto. De él descienden dos guardias vestidos de blanco que se aseguran que el lugar sea seguro. Luego el cardenal asoma su cabeza y comienza a bajar por las pequeñas escalerillas del hidroavión.
Preparo mi rifle francotirador, apunto y le doy zoom a la mirilla. Coloco el centro encima del primer guardia y disparo contra él, cayendo muerto enseguida, luego hago lo mismo con el siguiente. El cardenal ni siquiera nota la ausencia de estos a su espalda, me encargué personalmente de colocarle un silenciador al francotirador. Tiro el rifle a un lado y desciendo las escaleras de la torre. Intercepto al cardenal por la espalda y le pego en la cabeza para hacer que pierda el sentido. Lo arrastro hacia la torre y lo coloco en una silla, procurando atarlo muy bien a ella.
El cardenal lleva más de diez minutos inconsciente y estoy comenzando a desesperarme. Se supone que le sonsaque información antes de que alguien note su ausencia. Comienza a despertar poco a poco, más su mirada se mantiene en la absoluta oscuridad por el saco que cubre su cabeza. No puedo permitir que me vea.
— ¿Dónde estoy? ¿Qué me han hecho? —murmura aun adormilado.
Comienza a remover su regordete cuerpo encima de la silla, pero se detiene cuando se percata que es en vano. Fui explorador de niño, ningún nudo que yo realice puede deshacerse a menos que sea yo el que lo haga.
—Valerio Bossi, debo decirle que tiene nombre de cabrón —murmuro sonando rudo, justo lo que deseo en este momento.
— ¿Quién es usted? ¿Qué quiere conmigo? En nombre de la iglesia exijo que me libere de inmediato.
Mi carcajada resuena en la torre.
—usted no está en condiciones de exigir nada, todo lo contrario. Ahora, vayamos a lo que nos importa —hago una breve pausa y me acerco hasta él, colocándome a su espalda para cogerlo por el cuello —. ¿Quién está detrás de La Serpiente?
El cuerpo del cardenal tiembla de miedo y yo incremento mi agarre en su cuello. Él comienza agitarse y lo suelto para que pueda hablar.
—No lo sé, juro que no tengo ni idea —musita nervioso. Deslizo mis pies hasta su frente y le pego una patada en el costado, dejándolo adolorido y gritando clemencia.
—Parece que no me he explicado bien, repetiré la pregunta, ¿Quién cojones está detrás de La Serpiente? Quiero el nombre de su líder.
Al cardenal se le escapa un sollozo. No puedo creer que sea mucho más débil de lo que yo creía. Maldito religioso pendejo.
— ¡Ya le dije que no sé de qué me habla! —se atreve a alzarme la voz.
—Está bien.
Le desato las manos y cuando se siente libre estampa su puño al aire, buscando defenderse. Lo detengo y jorobo su mano hasta que del dolor termina cediendo y dejándolas quietas a sus costados. Tomo el frasco de arañas dentro de mi mochila de viaje y lo abro. Destapo su rostro para que me vea bien, ya me importa una mierda si me reconoce o no.
— ¿Ve esta pequeña arañita? —le muestro el frasco, extrayendo una del interior y colocándola en su nariz —. Se llama araña migalomorfa, capaz de matar a ratas insensibles como usted y toda la mafia de La Serpiente. Una sola no le hará daño, pero una docena ya es otra cosa.
El cardenal se remueve tratando de quitarse la araña de su nariz, yo en cambio, coloco el frasco abierto encima de su cuerpo, listo para soltar cada una de mis amigas arácnidas. La mirada de horror que me dedica el cardenal me dice que voy por buen camino.
— ¡Jakab Varga! —Grita de repente, y aparto el frasco de arañas de él —. Es un húngaro establecido en Estados Unidos, no sé quién es el líder, pero en todo lo nombran a él. Por favor, no me haga daño, por favor…
Su ruego se ve truncado cuando una bala impacta en su frente, provocando su muerte inmediata. No tuve tiempo de nada. Giro mi cuerpo con desespero y comienzo a buscar el culpable, pero desde la posición y la altura a la que estamos, es imposible que alguien le haya disparado desde cerca. Me asomo por la ventana y noto la figura de un hombre vestido de verde a lo lejos. Es un francotirador que acaba de asesinar al cardenal antes de que pudiera seguir sacándole información.
— ¡Puta madre! ¡Puta madre! —grito frustrado mientras pateo las paredes de la torre con rabia.
Tomo el móvil de mi mochila y llamo a Esmond.
—Nicholas, ¿Qué tal con el cardenal? Dime que tienes algo relevante —masculla.
—El cardenal está muerto —informo con reticencia, aun sin poder creérmelo.
Un estruendo en las escaleras de la torre hace que corte de repente la llamada con Esmond. Me apresuro a caminar hasta ellas, pero la figura de Ana apuntándome con un arma hace que retroceda sobre mis propios pasos. Nos miramos y sus ojos verdes se oscurecen.
— ¿Quién eres? Dime la verdad de una puta vez —pregunta ella perdiendo la paciencia. Me indica con la pistola que tome asiento en la silla donde se encuentra el cadáver del cardenal. Tiro el cuerpo en el suelo de un empujón y tomo asiento.
«Lo que me faltaba, una loca armada»
—Eres muy inteligente, Ana —susurro entre dientes, tratando de no ofenderla ni nada por el estilo. Siempre he pensado que una mujer con un arma es el doble de peligrosa que un hombre.
Ella sonríe con suficiencia y se planta delante de mí, amenazándome con su pistola calibre 22.
—Nunca lo dudes, Padre.
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