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5. Como Caín y Abel.

Anastasia

Estoy que me lleva el demonio. Como se atreve el imbécil ese a llamarme vaca ciega. Me las va a pagar, como que me llamo Anastasia Romanenko. Entro en mi habitación hecha una furia apretando mis puños. Cierro la puerta de un tirón y me tumbo en la cama de un salto.

—Maldito bastardo —murmuro en alta voz.

Tomo el teléfono de encima de la mesita de noche y maro el número de mi madre. Me asombra ver que contesta a la primera.

—Alisa no se encuentra —me informa una voz desconocida del otro lado de la línea, una voz que por supuesto, no es mi madre.

— ¿Quién diablos me habla? —pregunto frunciendo el ceño, y miro el nombre del número al que llamo por si cabe la posibilidad de que me haya equivocado.

—Soy Dalila, tu madre se encuentra en aislamiento, ocurrió un motín y ella asesinó a dos reclusas.

Dios bendito, esta mujer sigue buscando problemas, al paso que va jamás verá la luz del sol y yo no estaré viva para ese entonces. Suspiro resignada al destino de Alisa.

—Ana, ¿estás ahí? Alisa me ha pedido que te diga que tengas cuidado con el alcalde —murmura la reclusa.

Elevo una ceja y pregunto.

— ¿Qué hay con el alcalde?

—No lo sé con exactitud, pero Alisa dice que va a morir en un tiroteo —sentencia Dalila con voz apesadumbrada.

La boca se me abre sin poder evitarlo. No es posible que Alisa tenga esa información desde Ucrania y más en cautiverio. Algo no termina de cuadrarme con mi madre, a cada paso que doy siento que me oculta algo muy importante, algo que se me escapa ante mis ojos, pero que no soy capaz de distinguir.

« ¿Qué tramas, Alisa?»

De todas formas ya no vuelta atrás, el alcalde está a cinco metros bajo tierra y sus asesinos en libertad, posiblemente en alguna isla del Caribe viviendo a todo lujo con el dinero ganado por la muerte del alcalde. ¿Acaso Alisa tiene la capacidad de hacer cumplir profecías? No, me niego a creer en eso. Algo hay más allá.

Me levanto de la cama y abro la puerta del closet, enciendo las luces de su interior y extraigo el sobre con toda la información de Nicholas Connolly. Lo abro y tomo la foto del supuesto cura entre mis manos.

—Se supone que eres un cincuentón con canas y pocas ganas de vivir, ¿Dónde diablos estas tú? —susurro contra la foto con un agujero de cigarro en medio.

Dejo escapar el aire que estaba conteniendo y vuelvo a guardar todo con la total certeza de que este Nicholas, no tiene nada que ver con el que debo asesinar. De repente la puerta se abre de un golpe y un muchacho joven entra en mi habitación sin llamar. Con rapidez cierro el sobre con todo su contenido dentro y lo escondo debajo de la tela de la sabana de la cama.

—Hermana Ana —murmura el joven avergonzado.

— ¿No le enseñaron a llamar a la puerta? —espeto enojada.

—Disculpe, hermana —agacha la cabeza y se sonroja —. Solo venía a avisarle que ya la comida está servida en el comedor.

Se dispone a salir por la puerta, pero salto de la cama y lo agarro de las solapas antes de que lo haga.

— ¿Qué vio? —indago, el monaguillo vestido de marrón me mira a los ojos y percibo miedo en su mirada juvenil, tendrá poco menos de diecisiete años. Él niega con la cabeza y luego coloca sus manos detrás de su espalda.

—Yo… no vi nada, hermana —susurra en un hilo de voz. Su mirada se dirige al suelo y se remueve incómodo.

—Le advierto que si vio algo, saldré a buscarlo hasta debajo de las piedras, ¿me entendió? —lo amenazo. El joven sale por la puerta casi corriendo sin mirar atrás. Caigo en cuenta lo que acabo de decirle, que no ha sonado muy amigable viniendo de una novicia.

«Otro error más para agregar a la lista, Ana»

Abro la puerta y salgo corriendo por el pasillo para ver si veo al monaguillo.

— ¡Oye, era jugando, no iba en serio! —chillo en dirección al pasillo, pero no creo que me haya escuchado.

Frustrada, entro para cambiarme la ropa y bajar al comedor. Solo espero que el muchacho no se encuentre presente, de lo contrario la vergüenza me impedirá ingerir alimento alguno.

Diez minutos después me encuentro sentada a la mesa frente al padre Nicholas, el cual me dedica miradas por cada cucharada que se lleva a la boca.

—Puedes dejar de mirarme así —le digo elevando una ceja.

Él bebe un sorbo de su taza de café antes de responderme.

—No te estoy mirando, solo te analizo —sonríe.

Su confesión me toma por sorpresa, logrando que mi rostro se ponga pálido y dejo caer la cuchara encima de la mesa, causando un gran estruendo cuando choca con el plato de cristal.

— ¿Y? lo que has analizado, ¿te gusta? —lo provoco.

Él se levanta de su silla echando su plato a un lado y se acerca hasta mí, deteniéndose a mi lado. Sus ojos se oscurecen y me mira con intensidad, yo solo atino a tragar saliva.

—No —me susurra casi en el oído y un latigazo de rabia mezclada con decepción se apodera de mi cuerpo —. Me fascina.

Lo miro fijamente y me levanto de la mesa con la valentía necesaria para encararlo. Lo veo cerrar sus ojos con fuerza y su respiración se dificulta.

—Aléjate de mí o lo lamentaremos…

No le hago caso y estampo mi mano abierta en su perfilado rostro, logrando que abra sus ojos asombrado mientras posa su mano en su mejilla colorada. Parece perturbado, pero no estoy interesada en sus sentimientos.

—Eso por ser un pervertido religioso —espeto, aunque la reacción de mi cuerpo es otra. En realidad, quiero que me bese, que me posea, que me domine, pero mi cerebro sabe que no puedo encariñarme con él. El padre Nicholas lo tiene todo para que me enamore de él y eso no puedo permitirlo. Cada día me percato que este hombre de religioso no tiene ni su nombre.

—No debiste hacer eso, Ana.

—No me interesa tu opinión. Si tan necesitado estas de corromper tus votos de castidad, el puticlub queda a la vuelta de la esquina, padre —y dicho esto salgo de la iglesia para tomar un poco de aire, dejándolo de pie en el comedor tocando su mejilla.

—Ana, estás jugando con el demonio y vas a terminar en el infierno —murmura antes de que salga por completo de la iglesia.

—Yo ya tengo el infierno asegurado, padre —rebato con insolencia.

Nuestra relación se basa en insultos, piropos lujuriosos, indirectas con doble sentido y discusiones que siempre terminan conmigo alejándome de su presencia. Ni Caín y Abel se llevaban tan mal, aunque claro, el vendría siendo Abel y yo su hermano Caín, aunque para eso tenga que vagar por el mundo con una marca en la frente, siendo inmortal y viendo morir a cada uno de mis seres queridos ante mis ojos sin ponerle fin a mi agonía.

«Que dramática estás, Ana»

Meto mi mano por mi pantalón de dormir hasta llegar a mi trasero, estas bragas me dan comezón y no paran de meterse en mi culo. Mi piel se eriza al sentir el frio de la noche, aunque bueno, como todas las noches en este pueblo en penumbras. Debí haberme puesto un camisón o algo, pero dado a mi momento fuera de lugar con Nicholas la idea nunca me cruzó la cabeza. Me quedo mirando la nada sin parpadear. Un arbusto se mueve pero no le presto mayor importancia, hasta que una sombra sale de su interior y camina a paso firme con dirección a la puerta trasera de la iglesia.

—Maldita sea, no llevo mi arma —mascullo molesta conmigo misma.

Bajo las escaleras con cuidado de no pisar en falso y corro a esconderme detrás de la columna del portón. La sombra continúa su recorrido mirando hacia ambos lados para asegurarse de no ser detectado, entra por la puerta colándose en el interior de la iglesia. Camino con sigilo hacia ella y tomo un palo que encuentro en el camino. La senda esta oscura pero la tenue luz del portón ilumina brevemente el lugar.

— ¡Deja eso de inmediato y date la vuelta! —grito al desconocido amenazándolo con el palo, el cual no logro ver bien por la oscuridad, pero sostiene algo entre sus manos.

—No me haga daño, por favor —susurra horrorizado la sombra, caminando hacia la luz y mostrándose finalmente. El pequeño levanta sus manitas en señal de rendición, dejando caer la barra de pan al hacerlo.

Bajo el palo y lo termino tirando hacia un rincón de la bodega. Me acerco al pequeño y noto que ha comenzado a llorar. Me agacho a su altura y acaricio sus mejillas secando sus lágrimas con mis dedos.

«Inocente» pienso.

—Eres muy pequeño, deberías estar en la cama a estas horas —murmuro mirándolo. Lleva la cara sucia y la ropa rasgada.

—Yo… no tengo casa —susurra entre jadeos.

—Entiendo —me pongo de pie y tomo la barra de pan del suelo y se la ofrezco con dulzura —. ¿Tienes hambre?

El asiente y toma el pan en sus temblorosas y sucias manos. Le sonrío y despeino su pelo.

—Gracias, en el orfanato no nos permiten comer pan —informa elevando la comisura de sus labios en una sonrisita tierna.

— ¿El Orfanato Davenport? —indago.

—Sí, la madre superiora es muy estricta con nosotros — musita engullendo parte del pan.

—Quizás mañana me dé una vuelta por el orfanato, creo que a la madre superiora le encantará mi presencia —musito cruzándome de brazos, pero mi mente anda viajando en la visita a la madre superiora. Por supuesto que no será una visita agradable.

Al día siguiente…
2:22 pm

—Maldito pueblo del demonio —maldigo cuando la rueda de la bicicleta se queda atascada en un témpano de hielo.

Me toca caminar, por suerte para mis piernas son solo dos cuadras hasta llegar al Orfanato Davenport. El edificio antiguo se alza monstruoso delante de mis ojos sin darme tiempo a reaccionar. Cierro los ojos y pongo rumbo al interior del lugar. La verja de metal de hace tres siglos cruje cuando la abro. Al abrir los ojos el aire frío levanta mi velo, cayendo en mis ojos impidiéndome ver. Aparto el velo de mi cara y pego un respingo cuando mi mirada impacta contra la de Nicholas.

— ¿Qué diablos haces aquí? —pregunto frunciendo el ceño.

—Lo mismo te pregunto, hermana —musita elevando una ceja.

—Sólo venía a visitar a la madre superiora, pero mejor vuelvo en otro momento —doy media vuelta dispuesta a salir corriendo si es necesario, pero las ágiles manos de Nicholas me detienen justo cuando una rama de un árbol cae congelada delante de mis narices.

—De nada, Ana —susurra con su boca muy cerca de la mía. Sus ojos brillan con intensidad y el nudo se me vuelve a formar en la garganta.

—No te he dado las gracias, padre —contraataco. Él sonríe con malicia y pega su boca a mi oído.

—No hace falta, Ana. Una vez más terminas en mis brazos, se te está haciendo costumbre.

No me suelta, me mantiene cautiva entre ellos arropándome con su calor que tanto gusto me está provocando ahora mismo. Y por increíble que parezca, no quiero que me suelte. Contengo con todas mis fuerzas el impulso de besarlo. Acerco mucho más mi rostro a su boca con esa intención, pero de pronto él se aparta con brusquedad dejándome con las ganas.

Abro la boca para protestar, pero mis palabras se quedan  en nada cuando alzo mi mano y hago un gesto de desechar algo.

— ¿Sabes que, Ana? Mi juramento de celibato no me permite besarte, eso va en contra de mis propias creencias religiosas —intenta pasar por mi lado para irse, pero no se lo permito, colocando mi mano en medio —. Tú deberías pensar igual.

Sonrío, pero en realidad estoy cabreada. Otro latigazo de rabia me azota entera. Su rechazo me duele mucho más de lo que hubiera imaginado. Me vuelvo a acercar a él y le cojo la cara decidida a que sea yo la que ponga el punto y final a esta pantomima. Cuando veo que cierra los ojos y aprieta los puños, encesto un fuerte golpe en su entrepierna y salgo huyendo del lugar, dejándolo tirado en el suelo adolorido y gritando incoherencias.

«A mí nadie me rechaza»

Sonrío con suficiencia y me detengo unos segundos para observarlo.

— ¡Ana, eres una maldita sabandija de las tinieblas! —lo escucho gritar.

No hay nada más gratificante que una venganza, y eso que aún tengo que buscar la forma de acabar con él para siempre.

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