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3. Muerte y sepultura.

Me remuevo incomoda y totalmente excitada, porque no decirlo. El desconocido continua danzando al compás de la canción que interpreta, desnudo. Pero como si sintiera que alguien lo observa, mira por encima de su hombro y termina por darse la vuelta. Ahogo un grito de sorpresa cuando se me queda mirando. Un gemido sale de mi boca cuando mis ojos bajan hacia sus... atributos.

«Dios mío, perdóname»

El David de Miguel Ángel se queda corto al lado de este hombre. Lo observo con vehemencia sin perder ningún detalle de su figura: ojos azules penetrantes, cuello ancho, mandíbula definida, pecho afeitado lleno de tatuajes donde predomina un símbolo de infinito y dos frases que no alcanzo a distinguir desde mi distancia. Su torso esculpido por los mismísimos demonios del infierno, y una gran mata de pelo que baja desde su cintura hasta su prominente erección que me apunta como la culpable.

«Demonios»

Alejo la vista de él, tratando de centrarla en otro ángulo donde ese cuerpo de pecado no se encuentre.

— ¿Qué? ¿No le ha gustado mi versión de Bad Romance? —murmura el tipo riendo sarcástico, y juro que es ese justo momento la fascinación que estaba empezando a sentir por él se esfuma de golpe.

Pongo los ojos en blanco dispuesta a contestarle su insolencia con otra insolencia mucho mejor.

—Es un depravado, ni siquiera lo conozco, ¿puede taparse, por favor? —digo por lo bajo, me cuesta horrores concentrarme con él desnudo mirándome de esta forma tan intensa.

—Oh, que despiste el mío —se acerca con sigilo a mi cuerpo, sonriendo como un pervertido —. Soy Nicholas, pero si gusta llamarme padre no tengo inconveniente.

¿Qué? ¿Acaba de decir que es el padre? No, seguro escuché mal. Cierro los ojos para apartar mis pensamientos impuros sobre este hombre y su cuerpo y le sonrío débilmente.

—Soy Ana, la nueva novicia —me presento, pero no me atrevo a tenderle la mano por miedo a que su piel queme la mía de tanta testosterona.

—Vaya, novicia ¿eh? Desconocía que en el vaticano permitían tanto libertinaje —comienza a dar vueltas a mi alrededor, como un demonio enjaulado listo para poseer su nueva víctima. Su mirada lujuriosa no se aparta de mi cuerpo y estoy comenzando a impacientarme —. Bonito cabello, aunque creo que el verde le quedaría mucho mejor.

Se detiene frente a mí y acaricia una cicatriz en su brazo, gesto que no pasa desapercibido por mis curiosos ojos.

«Deja de mirarlo, Ana»

Agito mi cabeza, tratando de no perder los estribos con este hombre. Sí, me gusta el azul, y sí, el rosa también, por eso llevo el cabello de ambos colores, pero ahora me arrepiento de no haberlo teñido antes de emprender mi venganza. El padre toma de una volada un albornoz de encima de la cama y, gracias a Dios, cubre su desnudez con él.

—Odio el verde —sentencio, tratando de no sonar antipática.

—Bueno, da igual —se sienta en una esquina de la cama sin apartar los ojos de mi —. Yo odio muchas cosas en la vida.

—El odio es un pecado —musito, haciéndome la santa, en cambio lo único que logro es que su sonrisa se amplíe en su rostro.

—Todos somos pecadores, Ana —masculla en un susurro, y no me pasa desapercibido el ronroneo que causan sus labios al pronunciar mi nombre. Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando se levanta de forma abrupta y toma mi rostro entre sus manos, mirando con hambre.

¿Me va a besar? Sus manos agarran mi cintura pegándome más a él, yo solo lo observo con los ojos muy abiertos. Una iglesia es el sitio ideal para limpiar tus pecados, pero no este tipo de pecados. Tengo mis límites. De un empujón lo aparto de mí y el muy cabrón solo se ríe. No creo, ni por asomo, que este tipo sea el padre como dice. Seguro lo dijo para bromear.

—No me toque —le advierto con voz aguda.

—Tranquila, no soy un abusador —levanta sus manos en señal de rendimiento —. Ya que está aquí, podemos hablar sobre los asuntos que nos interesan. Por ejemplo, las dichosas misas de otoño.

Me remuevo incomoda en mi lugar, porque se supone que mi tapadera para justificar mi presencia aquí es ayudar el padre en las próximas misas de otoño que celebra el pueblo cada año. Pero no tengo ni puta idea de que es una misa y mucho menos que se necesita para realizar una, además, ¿Quién diablos habrá inventado algo asi en un lugar donde ni siquiera existe el otoño?

«Puta madre»

Recompongo mi ropa para ganar tiempo y acomodo los mechones de cabello bicolor que sobresalen de mi velo.

— ¿En serio es el padre de la iglesia? —pregunto incrédula, regando porque diga que no lo es y solo fue una broma de mal gusto.

—Por supuesto, Ana, bienvenida a la iglesia Alas de ángel —hace una reverencia estúpida y sonríe.

¿Alas de ángel? Menudo nombre para una iglesia. Suena a ONG. La incredulidad de mi rostro debe ser difícil de ignorar. No entiendo nada, estoy muy confusa ahora mismo, se supone que vengo a matar a un señor mayor, no a un sexy párroco de veintitantos años lleno de tatuajes.

—Yo... —soy incapaz de hablar ahora mismo.

—Descuida, Ana, ¿debo llamarte hermana o Ana a secas? —pregunta, y los ojos le brillan.

Niego con la cabeza.

—Solo Ana —contesto, recobrando la compostura.

—Hablaremos de las misas de otoño en otro momento, dejaré que te acomodes en tu habitación —susurra, dándome la espalda.

El padre Nicholas me guía hasta mi habitación, mostrándome la iglesia en el camino. Es imposible negar que la atracción entre ambos es gigante, pero no puede ocurrir nada entre nosotros, después de todo tengo que matarlo.

Diez minutos después ya me encuentro en mi habitación acomodando mi ropa en el pequeño closet de madera del siglo XIX. El techo parece inestable, casi a punto de caer, la cama tiene un ladrillo en una de sus patas y parece la de un hospital embrujado, las paredes han dejado de ser blancas y ahora son de color gris con algunas manchas de... ¿eso es sangre?

Sacudo mi cabeza y cierro mis ojos, tomo aire por la boca y luego lo expulso. No me vendría mal un poco de meditación, estoy algo tensa. Extraigo el móvil del bolsillo delantero de la maleta, marco el número de mi madre y espero a que me responda cuanto antes.

«Por favor mamá, cógelo»

—Soy Alisa -contesta el buzón de voz después de cinco timbrazos —en estos momentos no puedo responder, estoy en la cárcel idiota.

¡Bip!

¡Awww! Lanzo el móvil encima de la cama presa de la rabia.

— ¡¿Dónde demonios estás cuando te necesito?! —grito hacia el móvil.

Paso mi mano por la cara, frustrada y ansiosa. Necesito hablar con mi madre como sea, debo explicarle que el padre Nicholas no es quien pensábamos que era. Si en los próximos veinte minutos mi madre no contesta, continuo con mi plan inicial.

¿Es posible que me haya facilitado una foto de otra persona? Pienso para mis adentros. No creo, pero puede suceder, las confusiones existen.

Ajusto los marcos de las fotos que cuelgo en la pared frente a la cama, abro los archivos de mi venganza y ojeo cada detalle a tener en cuenta. Mientras recoloco la ropa que se encuentra esparcida encima de la cama un tiro se escucha afuera. Luego otro disparo seguido de varios gritos secos. Una de mis prendas de vestir se escurre de entre mis manos y cae al suelo. Salgo corriendo con mi arma en mano, pero recuerdo mi posición en este lugar y termino por guardarla.

— ¿Qué mierda fue eso? —pregunta Nicholas con la cara llena de algo verde y los ojos abiertos de par en par.

M río al observarlo y él cruza sus brazos mirándome divertido.

— ¿Qué lleva en el rostro? Parece caca de caballo —dije sonriendo. Ese hombre es una caja de sorpresas.

—Es una mascarilla de pepino —explica orgulloso —, y ni siquiera intente herir mi masculinidad porque no lo logrará.

Ahora si mis carcajadas retumban en las paredes de la iglesia y Nicholas me mira serio. Recuerdo los disparos y dejo de reírme de golpe saliendo de la iglesia seguida de él para ver que ha ocurrido.

— ¡Le han disparado! —grita una mujer mientras sostiene en sus brazos un bebé.

Al observar la horrenda escena la piel se me eriza. En el suelo, en medio de varios residentes del pueblo, incluso niños, yace el cadáver frio de un hombre. El suelo a su alrededor está salpicado de su propia sangre producto de los disparos, uno en su frente y otro en su pecho. Nicholas y yo miramos la escena sin poder creerlo. La gente alrededor grita, los niños lloran asustados y corren a esconderse a las espaldas de sus padres.

—Es el alcalde, lo conocí a mi llegada —explica Nicholas a mi lado —. ¡Señores, vamos a calmarnos, entren en sus casas, por favor, la iglesia se encargará! —pregona él, tratando de tranquilizar a los residentes. La gente le hace caso y poco a poco comienzan a desaparecer del lugar del hecho, dejándonos solos a nosotros dos.

Mi cuerpo se niega a responder ante tal crueldad, y aunque sé que yo soy una criminal, jamás sería capaz de matar a alguien inocente. Estoy en shock sin poder salir de él, solo atino a observar el cuerpo sin vida del alcalde. Nicholas se acerca al cadáver y lo examina, yo observo los alrededores y algo entre los arbustos de la entrada del museo hace que preste atención en esa dirección. Son dos hombres vestidos de negro, ambos observan el panorama de lejos, pero lo suficientemente cerca como para haber sido los perpetradores del hecho.

De forma automática toco el hombre de Nicholas para que preste atención.

—Mire hacia allá —le pido.

Él lo hace, pero ya los hombres han desaparecido, dejando el lugar umbroso y solitario. Cierro mis ojos y los vuelvo a abrir, imaginando que tuve una alucinación.

—Ahí no hay nada, Ana, ¿ahora ves fantasmas? —se burla.

Reviro mis ojos y entro en la iglesia, dejándolo solo a él afuera con el muerto. No estoy loca, se lo que vi.

A la mañana siguiente...
7:00 am

Los murmullos de las personas hacen eco en la capilla y una de las velas acaba de apagarse por completo. Nicholas y yo nos miramos en silencio, el con su traje sacerdotal blanco y yo vestida con mi uniforme de monja. El candelabro dorado donde descansan las veinte velas brilla con más intensidad que antes.

—Silencio, por favor, ya vamos a comenzar la ceremonia —masculla Nicholas, sonando seguro de sus palabras.

«Espero que sepa lo que hace, porque yo no tengo ni idea» replica mi cerebro.

A continuación, Nicholas toma una de las velas del candelabro y la eleva al aire como si fuera a brindar. Tengo ganas de reírme por su gesto, pero su mirada de corderito me indica que no tiene ni la más puñetera idea de que se hace en un velorio. Me mira buscando ayuda y se la ofrezco, claro que sí.

—El alcalde... —ni siquiera conozco su nombre, por lo que improviso lo primero que se me viene a la mente —. Era un hombre justo, sincero, que siempre ofreció una mano amiga a su pueblo, hoy Raycott se viste de luto.

— ¡Ese cabrón se acostó con mi mujer! —grita una voz en el público.

«Dios, pon de tu parte»

Nicholas me mira divertido, burlándose de mi imprudencia y todos los presentes comenzaron a murmurar horrores del alcalde. Al parecer, no era muy querido por aquí.

—Señores, cálmense, es una persona que ya no se encuentra entre nosotros, muestren un poco de respeto, por favor —murmura Nicholas, tratando de salvar la situación.

—Continúo. Hoy despedimos a este señor, que Dios lo tenga en su santa manta —digo.

—Gloria —me corrige Nicholas riéndose.

—Eso mismo, su santa gloria —corrijo apenada. Esto está siendo más difícil de lo que imaginé en un principio.

—Lo que la hermana Ana quiere decir, es que el alcalde vivirá para siempre en el cielo, con nuestro padre creador. Recemos por el alma del alcalde —dice Nicholas, elevando sus manos al techo. Yo lo imito y parecemos dos payasos de circo haciendo un show para niños. Me doy cuenta que no soy la única que no tiene ni idea de nada religioso.

Los presentes comienzan a rezar y nosotros dos nos quedamos mirándonos sin saber qué hacer.

— ¿No reza, hermana? —pregunta él sin desviar su mirada de mí.

—No... yo... no recuerdo cómo hacerlo —confieso avergonzada.

Nicholas me observa con intensidad y sé que está resistiendo las ganas de desternillarse de la risa.

—Te ayudo, repite conmigo —me dice —. Padre nuestro que estás en tu seno...

Lo interrumpo.

—En el cielo, imbécil —replico enojada, no puedes enseñar a bailar tango cuando tú no tienes ni nociones básicas.

—Perdón señor, en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu resto...

—Es reino, menos mal que pretendías ayudarme —digo con sarcasmo.

—Ana, ¿dónde dices que comulgaste? —me interroga con los ojos entrecerrados.

Me remuevo incomoda en mi lugar y desvío mi mirada. ¿Qué respondo? Carraspeo y hablo.

—En un pequeño convento en Ucrania —miento. Él asiente con su cabeza y da el asunto por terminado. Suspiro para liberar la tensión que se acumuló en mis hombros ante su pregunta indiscreta.

Cuarenta y cinco minutos después del sepulcro...

En el momento en el que las puertas de la iglesia se cierran, Nicholas me apunta con un arma de 9mm. Levanto mis manos y frunzo mi entrecejo sin entender su hostilidad hacia mí. Fue mucho más rápido que yo, debo admitirlo.

— ¿Qué haces? —lo interrogo.

— ¿Quién cojones eres? —rebate él apretando su agarre en el arma y colocando su dedo en el gatillo, listo para dispararme.

Se acerca un poco a mí y me indica con la pistola en mano que camine hacia la esquina de la capilla. Siguiendo sus instrucciones lo hago, deteniéndome en el interior de la capilla. En ningún momento baja el arma.

—Soy Ana, ya lo sabes —digo lo inminente, tratando de que mi voz suene sincera.

—Déjate de gilipollezes, dime quien eres antes de que dispare y acabe con todo esto —sus ojos desprenden fuego y su mirada no se aparta de mí.

—Te harán falta mucho más que varias balas de 9mm para acabar conmigo —murmuro apretando mis puños a mis costados —. Pero respondiendo a tu pregunta... soy Ana, la nueva novicia.

Continua haciéndome la loca, si el dispara no tendré tiempo de esquivar la bala, pero aun asi deseo correr el riesgo de pincharlo a ver hasta donde es capaz de llegar.

Nicholas arquea una ceja ante mi respuesta directa y se acerca un poco más, colocando su arma en mi cabeza.

—Voy a preguntarte por última vez, ¿Quién demonios eres?

—Yo podría preguntarte lo mismo.

—Deja de jugar con mi inteligencia y responde.

Está cabreado. Bien.

Silencio y luego un disparo.

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