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21. La caída de Raycott.

Nicholas
Una hora antes.

Conocer las mentiras de Ana fue como despertar de un oscuro sueño. Un sueño en el que solo aparecían niños perdidos, una monja muy mentirosa y una asesina dispuesta a acabar con mi existencia tan solo por ser el hijo no deseado de Nicholas Connolly. Juro por Dios que voy a matar a Alisa Romanenko y a cada persona que se interponga en mi camino. Siento la cabeza pesada, como si hubiera bebido un barril completo de alcohol.

El sonido de un mensaje en mi móvil me hace detenerme en mitad de la nada. Miro de quien se trata y es número desconocido.

Número desconocido:

El señor Cecil Benton es cómplice de La Serpiente.
Le vendría bien hacerle una visita, seguro tiene algo que decirle.
Se encuentra en su casa, Sol Street 23.

No me fio mucho de quien sea que envíe estos mensajes, la última vez casi termino muerto y terminó siendo un fraude total. Después del engaño de Ana, no confío en nadie, ni en mi propia sombra. Tengo el corazón hecho trizas, pero debo seguir adelante si quiero terminar mi puto trabajo y largarme lejos de este pueblo y de Anastasia Romanenko.

Como quiera que sea, ahora mismo no tengo ninguna otra pista que me lleve a encontrar la cabeza de La Serpiente, por lo que no tengo más remedio que poner marcha y visitar a Cecil Benton. Pero antes de encaminarme, necesito un poco de información que estoy seguro que Google posee. Tecleo de forma desenfrenada con un cabreo de los mil demonios, el nombre de ese tipejo en la barra de búsqueda, enseguida arrojan resultados demasiados comprometedores para él.

Cecil Benton es dueño de su propio club de golf, posee dos resorts en la Florida y uno en Hawái, un hotel en Nueva York, y, por lo que indican sus noticias más recientes, está próximo a abrir un casino en Las Vegas. Me queda claro de dónde saca tanto dinero, porque no creo que siendo terapeuta infantil gane lo suficiente para costearse la vida millonaria que lleva. De todas formas, no creo que esté vivo para ver su nuevo casino.

Pongo rumbo a la dirección que me ha otorgado el número desconocido. Quince minutos después me encuentro parado delante de la vivienda, observando con lujo de detalle cada marco de cristal de las ventanas y la puerta. Me acerco a esta última y llamo con mi puño. Una chica joven y rubia con uniforme de sirvienta se asoma a la puerta, recibiéndome.

—El señor Benton no recibe visitas los viernes —dice la chica sonriendo. Parpadea un par de veces como si mi presencia la cegara.

—Somos amigos, hace tiempo no nos vemos y he pensado que sería genial visitarlo —miro mi reloj mostrando indiferencia —. Estoy seguro que se alegrará de ver a su viejo amigo.

—Está bien. ¿Cómo dice que se llama? —sonríe y abre la puerta para darme paso. El señor Cecil debería contratar personas inteligentes, no una chica que le abre la puerta al primer desconocido que le miente.

—Derek Morris.

— ¡Oh, es el alcalde! El señor Cecil habla mucho de usted, reconozco que estaba impaciente por conocerlo algún día, es un placer —me tiende la mano y yo se la estrecho —. Entre y siéntese, enseguida le aviso al señor Benton.

—En realidad, prefiero que no lo haga, quiero darle la sorpresa por mí mismo.

—Será una idea estupenda —sonríe con entusiasmo —. Su despacho se encuentra al final del pasillo, justo al lado del baño.

—Gracias.

Recorro el pasillo y observo que la chica se pierde en otra dirección. Aprovecho y me cuelo en el despacho del tipejo mafioso y cierro la puerta tras de mí. El señor Cecil se encuentra en su silla giratoria, de espalda a mí, pero se da la vuelta en cuanto escucha la puerta cerrarse.

—Hola, señor Benton —murmuro en voz baja, mirándome con los ojos entornados.

El tipo frunce el ceño antes de hablar.

— ¿Quién coño es y quien lo ha dejado entrar?

—He venido a que me diga unas cuantas cosas —digo acercándome a su silla.

—Señor —dice, suspirando —. No tengo nada que decirle, ni siquiera lo conozco —añade con ironía la última frase.

Observo los cuadros con fotos de varios niños que adornan la pared lateral de su despacho. Me causa repulsión saber que no están ahí por caridad, lo más seguro es que esos niños de sonrisa melancólica hayan sido víctimas del señor Cecil Benton y todo el clan de La Serpiente.

—Oh, qué mal amigo soy, mi nombre es Nicholas, y seré la última persona a la que vea en su lecho de muerte —replico.

— ¿Qué? —abre los ojos de par en par —. ¿Qué coño habla?

— ¿Quién es el líder de La Serpiente y qué relación tiene usted con él? Quiero respuesta, de lo contrario su sirvienta pronto llamará a la policía cuando escuche disparos provenientes de su despacho. —Digo con voz firme.

Su cara parece la de un fantasma. El teléfono fijo de su despacho comienza a sonar y él contesta en un segundo, tratando de zafarse de mi pregunta.

— ¿Sí? —responde sin dejar de observarme —. Nunca conseguiremos ese trato si continuas haciendo eso con ese niño. Mira, ahora no puedo hablar, llámame luego.

Corta la llamada y se pone de pie frente a su escritorio.

—Debo suponer que era de trabajo, ¿verdad? —digo irónico.

—No es un líder, más bien es la líder —susurra de pronto en voz baja, como si temiera que alguien lo escuchara —. Le dicen la Serpiente, es una mujer, una muy peligrosa y despiadada.

— ¿Una mujer? —pregunto frunciendo el ceño. Jamás me hubiera pasado por la mente esa posibilidad.

El tipo asiente.

—Se hace llamar así, pero su nombre verdadero es Yulia o algo así —me alegra verlo tan cooperativo, por su propio bien, aunque igual voy a matarlo.

— ¿Yulia? ¿Alisa Yulia Romanenko? —indago intrigado.

—Sí, exactamente. Aunque cumple sanción en una cárcel de Ucrania, lleva todo el control de la organización desde adentro. Esa mujer tiene ojos donde quiera. Nadie escapa de ella, nadie.   

El tipo deja caer una taza de café que antes descansaba encima de su escritorio al suelo, logrando que me distraiga por unos segundos, momento que el aprovecha para caminar hacia la puerta, pero se da cuenta que esta se encuentra cerrada.

—No vale la pena intentarlo —mascullo mirándolo como tira del pomo de la puerta una y otra vez, fallando.

—Puedo… —Tarda una eternidad en enfrentarse a mí, sus ojos se dirigen hacia la pistola que ahora sostengo en mi mano —. Yo no soy culpable, esa bruja me utilizó, igual que lo ha hecho todos estos años con esa niña.

Me cruzo de brazos.

— ¿Qué niña? Habla de una maldita vez, capullo.

—Su hija, o bueno, su hija adoptiva. Yo le presté mi jet privado para que viniera a este pueblo, no sé qué tramaba su madre, pero si estoy seguro que pretendía usarla para su propio beneficio. —Doy dos pasos hacia delante y le apunto con la pistola.

El tipo comienza a temblar y las lágrimas resbalan por su cara. Es un cobarde. Ahora todo tiene sentido, Ana solo es un hilo más en el cruel show de marionetas de Alisa. Pero… ¿por qué enviarla aquí para, supuestamente, acabar conmigo? ¿Qué tengo que ver yo en toda esta historia?

— ¿Por qué? —pregunto dudoso.

—Creo haber escuchado que… que Alisa quería matar a alguien, pero no quería hacerlo ella con sus propias manos, por eso envío a su hija —comenta él poniéndose de rodillas frente a mí —. Yo… me arrepiento.

—Por supuesto. ¿Algo más que agregar?

—El sheriff Morris puede darle más información. Prometo ayudarlo si me deja vivo —es una opción interesante, pero no lo suficientemente atractiva para mí.

Pretende darme lástima, pretende demostrarme que está arrepentido, pero es mentira.

—Claro, como no. ¿Preparado para irse al infierno, señor Benton? —pregunto irónico, colocando mi dedo en el gatillo del arma. Ha llegado el momento de acabar con él.

Trago saliva, manteniendo la calma como la CIA me ha enseñado. Sin mostrar ninguna emoción más que asco mientras ignoro cada súplica que sale de la boca de Cecil Benton. Luego encesto un solo disparo directo en su frente, llenando de sangre la puerta de madera. El cuerpo sin vida del terapeuta cae al suelo y yo paso por encima de él como si se tratara de una inmunda alfombra. Salgo corriendo escabulléndome por los pasillos de la vivienda. No hay rastro de la sirvienta. Salgo hacia el exterior con dirección a la comisaria del sheriff mientras me guardo la pistola aún caliente en el cinturón de mi pantalón.

Raycott caerá, solo faltan unos minutos más para que eso suceda. La Serpiente tiene las horas contadas. La comisaría del sheriff del pueblo se encuentra en penumbras, hasta que varios disparos procedentes del interior me hacen salir corriendo hacia allí.

«Que demonios…»

Entro y la luz de una computadora ilumina mi rostro. Observo cada rincón del interior del lugar hasta que mis ojos se centran en dos cuerpo inertes en el suelo. El primero es un hombre, y el segundo… ¿Ana? Me acerco a ella corriendo y jadeando. Tomo su cuerpo menudo entre mis brazos y detallo cada vértice de su rostro pálido. La temperatura de su cuerpo es superior, su piel casi quema.

— ¡Ana! ¡Mírame! —le grito, pero ella no responde.

Abrazo su cuerpo y coloco mis dedos en su muñeca para cerciorarme que aún está viva. Su pulso late débil, pero aun late. Beso su frente, esperando que reaccione.

—La com… compu… tadora —murmura entre diente, intentando apartarse de mis brazos.

— ¡Eso no es importante, joder! ¡Estás ardiendo! —chillo sin atinar a nada.

Ella forceja conmigo como puede, logrando que me ponga de pie y frunza el ceño.

—Compu… computadora —sisea con dificultad.

Le hago caso y me acerco a la computadora sin dejar de observarla. Mis ojos se llenan de horror al ver listas y fotos de niños desnudos, videos donde son torturados e, incluso, actos sexuales repugnantes. Observo el cuerpo sin vida del hombre bajo mis pies, es el sheriff Morris, o, al menos, lo que queda de él después de haber recibido más de dos disparos en diferentes partes de su anatomía. Vuelvo a acercarme a Ana para esta vez, no dejarla sola.

—Tienes que vivir, por favor, tienes una facilidad para dejarme sin aliento que no veas. Deja de partirme el corazón, Ana, por favor. Deja de ponerte en riesgo, maldita sea —solo espero que me pequeño y emotivo discurso la haga abrir los ojos.

—Yo… —traga saliva con dificultad, no parece herida, pero la calentura en su cuerpo es descomunal —, yo… lo…lo sien…  lo siento.

Niego con la cabeza, desesperado ante la idea de perderla.

—No, Ana, el que lo siente soy yo. Fui duro contigo, cariño. Mírame, mi amor, por favor, abre los ojos —le pido esperanzado besando su nariz.

Ana se está muriendo frente a mis ojos y yo soy incapaz de hacer algo para evitarlo.

— ¡Ahhhhhhhhhhhhhh! —grito tan fuerte que puedo sentir mis cuerdas vocales romperse.

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