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20. La maldición de la mentira.

Anastasia

Me siento devuelta en la cama al escuchar la puerta de la habitación cerrarse. Mi capacidad de mantenerme en pie ahora mismo es nula. El dolor en el centro del pecho me quema a tal punto que casi no puedo ni respirar. Quiero ponerme de pie e ir tras de Nicholas, tengo que explicarle, él necesita saber que todo fue una trampa de Alisa. Necesito que vuelva. No tengo idea de cómo voy a solucionar todo este desastre que mi mentira ha creado. Solo sé que no puedo permitir que Nicholas se aleje de mi vida. Perderlo no está en mis planes. De repente la habitación me da vueltas y me siento mareada. Apoyo mis manos en la esquina del colchón y Trueno se interpone frente a mi rostro. El cachorro comienza a lamerme la cara con mimo, tomándose su tiempo en ello, algo que agradezco, porque logro respirar y el mareo se me termina pasando.

—Lo sé, pequeñín, la he cagado —le susurro al cachorro, acariciando su cabecita peluda.

El ruido de alguien que llama a la puerta hace que me levante con cuidado y casi salga corriendo, tal vez se trata de Nicholas. Abro la pesada puerta doble de madera, llena de esperanza, pero ese sentimiento se esfuma enseguida al ver a una pequeña, delgada y arrugada señora que me sonríe.

—Buenas, señorita, vengo a hablar con el padre Nicholas —dice ella, colocándose la bufanda alrededor de su cuello delgado.

La miro de arriba hacia abajo para luego abrirle la puerta, indicándole que puede pasar. Necesito desahogarme con alguien y la señora me viene bien. Ella entra en el interior de la iglesia y pasa por mi lado, me vuelve a dedicar una sonrisa y se coloca de pie al lado del confesionario.

—No se encuentra, ¿necesita algo? Puedo ayudarla —me ofrezco, aunque mis intenciones no sean en beneficio de ella sino mío.

La señora hace un mohín y vuelve a sonríe.

—Oh, qué pena, el padre y yo nos hemos hecho muy amigos —sus ojos se detienen en mí y frunce el ceño —. ¿Qué te sucede, querida? Tienes los ojos muy rojos.

Es muy observadora. Me gusta. Es el momento de desahogarme y contarle mis penas, tal vez me ayude a encontrar una solución a todo el caos que yo misma cree. Tomo asiento en una de las sillas de la capilla y ella hace lo mismo, justo a mi lado.

—Le he mentido al hombre que amo y ahora lo he perdido para siempre —confieso sin pensarlo mucho.

—Oh, querida, para siempre es mucho tiempo —susurra, colocando su mano en mi antebrazo —. Recuerdo cuando di a luz a mi Terrence, mi esposo y yo pasamos por una enorme crisis matrimonial porque él me había mentido sobre unos negocios que había llevado a cabo a mis espaldas. Nos pasamos una semana completa sin siquiera mirarnos dentro de la misma casa, solo hablábamos lo necesario, lo relacionado con el bebé. Un día llego a la casa y una niñera se encontraba cuidando a Terrence, le pregunto por mi esposo y esta me indica que él me esperaba en un restaurante cerca de nuestra casa.

—Suena a historia de amor —murmuro en voz baja.

—Lo es, querida. Llego al restaurante y no había señales de mi esposo por ningún lado, una camarera me indica que salga de nuevo a la calle que un taxi me recogerá ordenado por él, pero cuando lo hago alguien me tapa los ojos y me mete un auto a toda velocidad.

Ella relata todo con una sonrisa muy reveladora en su rostro.

— ¿La secuestraron? —pregunto toda inocente y enternecida con su historia.

—Oh, no —se ríe de forma atropellada y me atrevo a sonreír débilmente —. Yo estaba aterrada, por supuesto, pero luego descubrí que era mi esposo. En un principio discutimos, pero luego terminé perdonándolo porque me llevó a un lugar muy romántico bajo la luz de la luna y las estrellas, allí cenamos e hicimos el amor.

— ¿Me está diciendo que tengo que secuestrar a Nicho… a mi novio, para que me perdone? No estoy muy segura de eso, no soy una persona muy romántica y detallista —digo suspirando del agobio.

Ella niega con la cabeza.

—No, querida, me refiero al detalle, a arriesgarse por recuperar la confianza de la persona que amas. Que vea que eres capaz de todo por él —su voz suena tan dulce que me hipnotiza.

—Ah, claro, claro. No soy buena expresando mis emociones, soy del tipo de persona que da un diez por ciento de información y el otro noventa se lo reserva —explico frustrada mientras me pasa la mano por la cara.

—Pues tienes que aprender a abrirte, querida, aclarar las cosas requiere de mucha conversación y de expresar lo que se siente. Si no eres capaz de eso, entonces es que no lo amas de verdad —masculla poniéndose de pie, me tiende la mano en saludo y yo le correspondo —. Por cierto, soy Alice Bethany Wilkerson Cox, es un placer.

Alice Bethany Wilkerson Cox, ese nombre lo conozco. Me pongo de pie frente a la señora y la miro directo a los ojos, retiro mi mano y me lleno de valor para preguntarle.

— ¿Cómo dijo que se llama su hijo?

Ella sonríe al hablar de él. De él, de mi padre.

—Terrence Wilkerson. Es mi mayor orgullo —sonríe con suficiencia y yo aprieto los puños. El calor recorre mis venas y siento que en cualquier momento voy a estallar contra esta mujer, pero debo serenarme si quiero extraerle información sobre mi padre.

— ¿Tiene nietos? —las preguntas salen de mi boca sin yo planearlas.

La señora parece pensárselo y el nerviosismo se apodera de su cuerpo. Su mirada se aparta de mí y se remueve incómoda en su sitio.

—No —zanja con voz ruda.

Ya no aguanto más y exploto contra ella.

—Pregúnteme mi nombre, señora Alice —le digo sarcástica mirándola a los ojos.

—No me interesa saber su nombre, señorita, vine aquí para hablar con el padre Nicholas, si él no se encuentra entonces me voy —comienza a caminar hacia la puerta de salida, pero me interpongo frente a ella, deteniendo su paso.

—Pregúnteme mi maldito nombre, señora, no me haga perder la paciencia —la agarro por los hombros y la sacudo un poco.

Ella intenta apartarse, pero es mucho más menuda que yo.

— ¡Apártese de mi camino, me está lastimando! —grita.

—No tanto como lo hizo usted conmigo. Mi nombre es Anastasia Romanenko, soy su nieta, la misma que usted mandó a matar hace veintidós años —digo sin respirar.

Los ojos de la señora Alice se abren de par en par mientras me mira fijamente, parece muy confundida.

—No tengo ni la más mínima idea de qué está hablando —responde dudosa, intentando sonar natural.

—La negación no ayuda en nada, abuela —digo sarcástica, incrementando mi agarre sobre sus hombros.

—No soy su abuela, señorita, no tengo nietos —murmura y la suelto, momento que ella aprovecha para alejarse de mí.

— ¿También me va a decir que no conoce a Alisa Romanenko? ¿Ni a Nicholas Connolly el antiguo alcalde? O no, espere, apuesto a que no sabe quién es Angelika Kulik. Eres muy mala mintiendo, abuela —tengo tanto odio retenido, que en cualquier momento estalla.

Ella da dos pasos atrás.

—Sí, está bien, lo admito —traga saliva —, le pagué a Alisa para que acabara con la vida de la estúpida de Angelika, esa empleadita de mierda pretendía embaucar a mi hijo y yo no podía permitirlo.

—Claro, era mejor matarla, y de paso, también a la criatura que llevaba en su vientre, su propia sangre. Debo admitir que mi venganza estuvo dirigida todo este tiempo a la persona equivocada —me acerco a ella amenazante —, debí venir por usted.

La señora tiembla e intenta sacar el móvil de su bolso de cachemir carísimo.

—Yo no… no… me arrepiento de ello, mucho —dice sin ningún ápice de remordimiento en su voz ni en su rostro.

—Miente, pero… ¿sabe algo? Voy a dejar que se vaya, porque su final será mucho más doloroso que el que pienso darle a Alisa Romanenko. Cuando salga cierre la puerta, y dígale a mi padre que pronto nos veremos las caras —camino hacia mi habitación y me encierro en ella. A lo lejos siento la puerta de la iglesia cerrarse de un fuerte portazo.

Me siento un poco aliviada de haberla encarado, pero no del todo, al menos no hasta que le haya puesto fin a su vida y la de Alisa. Voy a cobrar cada una de las putadas que me han hecho, y no tendré piedad con ninguna de las dos. Suspiro contra la puerta de la habitación y el mismo mareo de antes regresa, pero esta vez acompañado de mucho frío. Me recuesto en la cama y mis partes íntimas me duelen demasiado. Cubro mi cuerpo con una manta y lo siento temblar. Demasiado frío, uno que hace unos minutos no sentía.

« ¿Qué diablos te sucede, Ana?»

Coloco mi mano en mi frente y la calentura que emano es exagerada. Estoy segura que tengo fiebre, pero ni siquiera tengo un termómetro para comprobarlo, tampoco sé si en el botiquín del baño haya alguna medicina que me sirva para bajar la temperatura. Vuelvo a salir de la cama y me obligo a arrastrar mis pies hasta el baño. Me aferro al borde la puerta de madera e intento respirar mientras trato de entender qué coño me pasa. Me siento débil, demasiado.

Con mucha dificultas logro alcanzar el botiquín de primeros auxilios, lo abro en el suelo y examino su interior en busca de alguna pastilla que me ayude a sentirme mejor. En un pomo sellado encuentro ibuprofeno, me tomo dos sin importarme una mierda la dosis. Supongo que este es mi castigo divino por mentir y ser la clase de persona que soy.

«Que vea que eres capaz de todo por él» las palabras de esa bruja se clavan en mi interior como un puñal de fuego. Tengo que hacer algo para recuperar la confianza de Nicholas, y pienso hacerlo desde ya. A duras penas logro ponerme de pie y caminar hasta mi closet para tomar mi pistola, la guardo en mis bragas y salgo dando tumbos de la habitación hasta el exterior de la iglesia. Hace frío, pero la temperatura que mi cuerpo percibe es superior a la que en realidad hace. No tengo idea de que voy a hacer, pero una visión cruza por mi mente cuando unos adolescentes pasan por mi lado cuchicheando acerca del sheriff.

—Sí, tía, el sheriff Morris tiene una lista con todos nuestros nombres. Que repulsivo —masculla uno de ellos mientras enciende un cigarrillo y se lo lleva a los labios.

De forma inmediata giro mi cuerpo hacia ellos.

— ¿Qué dice, joven? ¿De dónde sacó esa información? —logro preguntar a duras penas, sintiendo como mi cuerpo se convulsiona de frío.

— ¿Quién eres tú, tía? —indaga otro de ellos acercándose a mí de forma peligrosa.

—No quieren cabrearme, chicos, mejor respondan mi pregunta y sigan su camino —mascullo, logrando erguir mi cuerpo.

El chico da dos pasos hacia atrás al ver mi pistola.

—Tranqui, tía, lo hemos visto con nuestros propios ojos, en la computadora del sheriff —todos se alejan, dejándome claro el siguiente paso que debo dar.

La luz de un auto acercándose titila como si fuera un intermitente. La escasa iluminación de la calle mi impiden ver el modelo del auto, hasta que este se estaciona delante de la comisaría y apaga las luces. Es un coche patrulla, y el sheriff  Morris acaba de apearse de su interior. Arrastro mis pies por el hielo de la calle y me acerco a la entrada de la comisaria. La campanita de la puerta tintinea cuando me introduzco en su interior. Giro mi cabeza mientras capto con los ojos cada detalle del lugar. El dolor bajo vientre aumenta y vuelvo a retorcerme.

— ¿Se encuentra bien, señorita? —la voz masculina me sorprende. Un hombre rubio, de grandes ojos negros, de cuarenta y tantos años, no es alto, pero tampoco bajo, corpulento, me observa desde su posición detrás de un escritorio.

—No, de momento —respondo, después de recuperarme un poco.

El hombre se quita los lentes que llevaba puestos y apaga la computadora frente a él. Acto seguido se levanta para acercarse a mí.

— ¿Necesita ayuda? Soy el sheriff Morris, tiene mala cara —comenta él con preocupación.

—Sí, necesito su ayuda —lo miro directamente a los ojos y coloco mi mano en mi pistola, la extraigo del fajín de mis bragas y apunto hacia él temerosa de perder el equilibrio —. Encienda la computadora que acaba de apagar y muéstreme su contenido, ahora.

El hombre entrecierra los ojos.

— ¿Qué? No la entiendo, señorita, baje el arma, no la tendrá fácil —murmura con la voz muy segura, dando por sentado que soy una desquiciada más en un pueblo endemoniado donde abundan las drogas —. Si baja el arma tal vez pueda dejarla ir sin cargos.

Todavía se las da de chulito conmigo. Agarro con más vehemencia la pistola y me acerco a él con pasos débiles, coloco el arma en su cabeza para que le quede claro que no estoy jugando y que me encuentro en pleno uso de mis facultades.

—Enciéndala ahora —zanjo cabreada, con mucho frío y temblando de la fiebre.

El sheriff camina hacia el escritorio, temeroso de sus propios pasos. Teclea la clave en el teclado de la computadora y esta muestra una pantalla con la imagen de la policía local.

—Listo, no hay nada, puede comprobarlo por usted misma —dice poniendo los ojos en blanco.

—Abra la carpeta en donde tiene los nombres de cada niño y adolescente de este maldito pueblo —mascullo sin dejar de apuntarle con el arma.

—No sé de qué me habla.

Pretende recorrer el mismo camino que Alice Wilkerson. Mal camino, Morris, muy mal.

—No me haga volver a formular la pregunta, sheriff.

Suspira, vuelve a tomar aire y cliquea algo en la computadora. De inmediato una serie de fotos diversas saltan en la pantalla. Pertenecen a niños y algunos adolescentes, muchos se observan semidesnudos, otros ya muertos. El horror en esas fotografías es doloroso. Aprieto mi mano sobre la pistola y giro mi cuerpo helado hacia el sheriff, su cara palidece y hace un leve gesto implorando perdón. Aprieto los dientes, no le doy oportunidad de hablar, disparo el arma descargando el cargador como nunca lo he hecho.

Cinco disparos. Cinco balas.

Su cuerpo golpea el escritorio, la silla y luego cae al suelo haciendo un sonido repugnante. La sangre salpica todas las paredes y mi cuerpo. Pretendo caminar hacia él, pero las piernas me fallan y la vista se me nubla. Caigo en el suelo muy cerca del cuerpo sin vida del sheriff, mi arma rueda por el piso de madera y la oscuridad junto con el dolor me abrazan.

«Es por ti, Nicholas» Susurro antes de quedarme inconsciente por completo.

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