Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

18. El arca de Ana.

Anastasia
Dos días después…

La vida y las circunstancias han hecho de mí la persona que soy ahora. Todos miramos el mundo de una manera diferente, algunos lo ven cruel y frío, en cambio otros lo perciben alegre y de colores. Y luego estoy yo, que solo lo miro negro con algunos destellos dorados de vez en cuando. Nos convertimos en monstruos sin siquiera percatarnos. Por eso te despiertas un día en una cama de hospital, y te encuentras mirando la pistola de 9mm que llevas en la mano, y te preguntas dónde está el botón de retroceder, el que te lleve de regreso al pasado para hacer las cosas diferentes. Sé que la solución no la encuentro en quitarme la vida, que no vale la pena, pero al mirar la pistola no puedo evitar pensar que sí lo es.  

Me han dado el alta. La enfermera ha entrado esta mañana bien temprano y me ha hecho firmar los papeles del alta. Recojo mis cosas después de casi tres días enteros en el hospital. Salgo casi corriendo por la puerta, lejos del olor a desinfectante y anestesia.

Respiro el aire frío de Raycott y el oxígeno llena mis pulmones. Recoloco el cabestrillo de mi mano derecha y un débil dolor se instaura en mi brazo, haciéndome respingar. Carraspeo y emprendo mi camino de vuelta a la iglesia, el lugar que ha sido mi hogar desde hace un tiempo. No he sabido nada de Nicholas en días, por lo que supongo que está muy ocupado poniendo en su lugar a los tipos que me secuestraron. Pero aun así, mi corazón no puede olvidar la reacción que tuvo cuando le dije que éramos hermanos. Salió corriendo despavorido, dejándome sola en aquel hospital.

«Un paso más, Ana», me digo a mi misma para ofrecer la seguridad que necesito. A lo lejos puedo notar la silueta de la cúpula de la iglesia.

— ¡La fruta, fruta fresca! —escucho un alarido a mi costado. Giro en esa dirección y mis ojos se abren asombrados al ver al pequeño Aidan en una esquina desierta al lado de un montón de cajas repletas de diversas frutas.

«No puede ser»  

De forma instintiva, reviso en el interior de mi mochila y en mis bolsillos tratando de encontrar algo de dinero. Encuentro un billete de cincuenta dólares en el pequeño bolsillo lateral de la mochila. Sonrío al verlo y me acerco al niño con pasos seguros.

— ¿Cuánto pides por toda la fruta? —le pregunto al pequeño. El  niño me mira serio y niega con la cabeza.

—Para usted es gratis, señorita Ana —responde sonriendo.

Ahora soy yo la que niega con la cabeza.

— ¿Otra vez la madre superiora se ha portado mal con ustedes? De ninguna manera puedo permitir que me des tu trabajo gratis —rezongo, escogiendo la fruta más pocha que sé que nadie le comprará.

El pequeño Aidan me mira serio, su sonrisa ha desaparecido y ahora muestra una expresión triste. Incluso hace un puchero con sus labios. Entrecierro los ojos y me preparo para que su respuesta me desagrade.

—Siempre se porta mal con nosotros —susurra bajito, temiendo que alguien lo pueda escuchar. El corazón me da un vuelco y aprieto mi agarre sobre la pera casi podrida que sostengo en la mano.

— ¿Por eso estás triste? —quiero saber, quiero conocer todo de este niño porque al verlo me recuerda a mi infancia, a todas esas horas desveladas que Alisa me obligaba a entrenar como si fuera un cadete militar y no una cría de cinco años.

«No podemos salvarlos a todos, Ana» esas palabras de Nicholas me llegan como un lapsus mental. Sí, sí que podemos, pero es mucho más fácil justificarnos para que la culpa no sea tan grande.

—Tengo un amigo, él… está muy enfermo —baja su cabeza al suelo y sus ojitos azules se llenan de lágrimas inocentes —. Se va a morir.

Que un niño de poco menos de cinco años piense en la muerte me eriza la piel. Aidan tiene los ojos irritados del llanto, la ropa hecha un desastre y el cabello desordenado. De verlo se puedo notar que lleva varios días sin bañarse, y es muy posible, que también sin comer. Un sentimiento maternal que creía que no poseía se instaura en mi interior.

«No puedes tener hijos, Ana» otra vez las palabras de Nicholas. No me permito pensar en ella demasiado, al menos no lo suficiente para lograr que me duela de nuevo. Sí, me duele, claro que sí, pero me gusta pensar que es mentira y que en algún momento de mi vida seré la madre que un niño como Aidan necesita.

— ¿Dónde se encuentra tu amigo? —indago, tal vez pueda ayudarlo y asi, lograr que este pequeño sienta algo de felicidad por una vez en su triste vida.

—Detrás de ese callejón, está muy herido —el pequeño señala el lugar con sus manitas sucias y yo suelto la fruta que he recolectado. Tomo su mano con delicadeza y lo miro con ternura para darle seguridad, la misma que me faltó muchísimas veces a mí durante mi infancia.

«Tal vez Aidan es el ángel que me envía Dios por la pérdida del bebé que esperaba hace más de tres años»

«Dios no existe, Ana» me reprendo mentalmente.

—Llévame con tu amigo —le pido sonriendo.

El chico me guía hasta el callejón oscuro con un fuerte olor a animal muerto. Miro a mi alrededor, pero no encuentro nada fuera de lugar, solo un cubo de basura del que sale un olor a podrido que me causa arcadas.

—Está ahí, detrás de ese muro.

La lluvia comienza a caer, y mis ojos se centran en el cachorro herido que tengo delante de mí.

«Es un perrito»

Suspiro de alivio al conocer que no se trata de otro niño. Llevo mi mano sana al pecho y me agacho a la altura del perrito, algo que logro con dificultad debido al dolor que siento ahí abajo y en mi costado, acaricio su cabecita y le susurro palabras bonitas. El canino agoniza de dolor y noto que una de sus paticas delanteras está cortada, impregnando el lugar de sangre y de aquel fuerte olor a animal muerto.

Extraigo de mi mochila la primera prenda de ropa que encuentro y envuelvo al canino en ella. Me alzo con él en brazos y miro al niño que se encuentra parado a mi lado con lágrimas en sus ojos.

—Vamos, lo llevaré a la iglesia para curarlo. Se pondrá bien, te lo prometo —sentencio muy segura de mis palabras. El niño asiente y comienza a caminar cabizbajo a mi lado.

El interior de la iglesia se encuentra en penurias. Es obvio que nadie ha puesto un pie aquí desde hace días. Algunas prendas de mi ropa aún se encuentran esparcidas por el suelo de madera, justo como las dejé cuando esos tipos irrumpieron en la iglesia. Un frío gélido recorre mi piel al recordar toda esa escena, y no tiene nada que ver con la temperatura de Raycott. Un sentimiento de culpa cruza mi mente y los ojos se me llenan de agua. Agito mi cabeza y coloco al canino encima de la mesa del comedor ante la atenta mirada desconsolada de Aidan.

—Espera aquí, iré por el botiquín de primeros auxilios —le pido y salgo corriendo hacia mi baño.

Tomo el botiquín entre mis manos y observo mi imagen en el espejo del baño. Ojeras, ojos verdes marchitos que ya han dejado de brillar, el coloboma de mi ojo derecho parece más pequeño, como si se estuviera reduciendo debido a cada lágrima que mis ojos expulsan. Me noto mucho más delgada, más demacrada. Es espeluznante verme así, ni siquiera me reconozco.

Vuelvo a salir corriendo del baño al recordar que tengo a un niño y a un perro esperando por mí en el comedor. El perro intenta levantarse, pero termina tambaleándose y cayendo de nuevo. Está temblando y gruñendo. El corazón me da un vuelco y me acerco corriendo abriendo el botiquín.

— ¿Qué pasa, pequeñín? —le acaricio su cabeza. El can emite un suave gemido y vomita.

— ¡Sálvalo, Ana, por favor! —grita Aidan preso del pánico.

Con manos temblorosas, agarro unas vendas del botiquín y enrollo su patica herida con ellas, procurando hacer presión. He vivido esta escena dos veces, la primera cuando encontré una paloma herida en el patio de la cárcel, y la segunda justo ahora. Rebusco en el botiquín alguna medicina que me sirva para dormirlo, encuentro un ámpula de líquido extraño, la rompo y cargo su contenido con una jeringa de cinco mililitros. Se lo administro en su lomo y noto que a los segundos el can deja de sufrir y se duerme, permitiéndome curarlo mejor. Aplico una fina capa de pomada triple antibiótico alrededor de la herida posterior a su patica y también la cubro con vendas de gasa. No hay nada más que pueda hacer por él. Me giro hacia el niño lloroso y le sonrío para que sepa que todo estará bien con su amiguito.

—Se salvará, ahora está dormido por los sedantes —el pequeño suspira y abraza mi cintura. Acaricio con dedos temblorosos su cabello oscuro y deposito un suave beso en su frente.

—Gracias, Ana —replica.

—No te preocupes por tu amigo, está en buenas manos. De hecho, estoy pensando en adaptarlo, si te parece bien, claro —las palabras salen de mi boca sin siquiera haberlas pensado antes. No estoy segura de cómo se tomará esto Nicholas cuando regrese, si es que regresa. Después de la muerte de su perra Marley es posible que piense que intento ayudarlo a reemplazarla adoptando a un callejero, pero solo quiero remediar la desgracia que he causado en su mundo, solo quiero lograr que se sienta feliz después de haberle destrozado la vida.

La expresión de alegría mezclada con tristeza de Aidan no me pasa desapercibida.

—Y… ¿no puedes adoptarme a mí también? —pregunta Aidan, y es tan inocente que no sabe el tsunami que acaba de causar en mi interior. Me quedo en silencio un momento para digerir la pregunta y concordar con mi cerebro y mi corazón una respuesta acertada sin lastimar al pequeño. Me agacho con dificultad hasta su altura diminuta y pego mí frente a la suya sin dejar de mirarlo. No puedo respirar, ni siquiera sé si puedo hablar. Siento que el pecho me va a explotar de terror, de emoción, de alegría, de desesperación. Todo junto.

—No —me aparto de él retrocediendo tan deprisa que estuve a punto de tropezar con la mesa del comedor —. Lo siento, pequeño, eres un niño muy bueno, pero mi condición no me permite adoptarte.

Me invade el pánico cuando el pequeño comienza a llorar y se apresura a secar sus lágrimas con el dorso de su mano. ¿Por qué me sigue mirando así? Como si estuviera esperando a que retrocediera y cambie mi respuesta.

—Pero… pero… adoptaste a mi amigo, ¿por qué a mí no? ¿Por qué estoy sucio? —solloza y sus ojitos azules se nublan por el llanto.

Me lleno de valor y me acerco de nuevo a él, lo abrazo a la par que niego con la cabeza. ¿Por qué piensa eso? Tal vez ha visto el espanto en mí y eso lo ha hecho llegar a esa conclusión. Si supiera que todo es producto de mis miedos y mis inseguridades. No son cosas para explicarle a un niño pequeño.

—Aidan, mírame, soy una monja, no puedo adoptarte por eso, no porque estés sucio ni nada parecido. Jamás pienses que no eres suficiente para alguien, jamás —acaricio sus mejillas, limpiando sus lágrimas con la yema de mis dedos —. Eres un niño increíble, mereces todo el amor del mundo y eres lo suficientemente bueno para que cualquier familia desee adoptarte.

De un empujón se aparta de mí y sale corriendo, huyendo, no sin antes girarse para decir sus últimas palabras.

— ¡Eres igual a todos!

Se me escapan varios suspiros y creo que voy a llorar. Le he hecho daño a un niño, a un puñetero niño, justo lo que no deseaba, y saberlo me produce ganas de vomitar. No tiene sentido que vaya tras él, no lo tiene si mantengo mi misma postura. Sí, es verdad que no lo puedo adoptar, es imposible, para ese tipo de cosas piden ciertos requisitos con los que es obvio que no cumplo, y ni siquiera tengo un hogar propio. Eso sin contar en toda la mierda que estoy metida, y mi sueño no es arrastrar a un inocente junto conmigo. Froto mi pecho con la mano sana para intentar calmar el malestar que siento en mi corazón. Justo cuando las cosas no pueden empeorar más, mi móvil suena reflejando en la pantalla el nombre de Alisa. Un sentimiento nefasto cruza mi cerebro cuando leo ese nombre y contesto la llamada.

—Qué cojones quieres, maldita perra —descargo toda mi frustración en ella, y en solo ella, la culpable de todo en mi vida.

—Ana, cariño, solo quiero que sepas que nada de lo que te cuenten sobre mi es cierto, soy inocente —habla ella desesperada. Y todavía se atreve a llamarme cariño.

Hago una mueca de desagrado.

— ¿De qué mierda hablas, Alisa? Tienes dos minutos, no pienso desperdiciar mi tiempo con una persona como tú —mi voz suena áspera, no se merece otro trato.

—Nicholas Connolly ha estado aquí. Me ha amenazado y he dicho cosas que no son ciertas. Seguro ya te contó. Pero, Ana, todo es mentira, todo eso no es cierto, solo lo dije porque me estaba amenazando. No puedes creerle, hija —dijo en tono inquieto.

—No me interesa nada de lo que digas, Alisa. No puedes destrozarme la vida y pedir que crea en ti. Eres una maldita rata de alcantarilla. Me duele en el alma ser tu hija, hubiera preferido haber muerto —mis palabras son dardos. Las lágrimas se deslizan por mis mejillas sin control. ¿Qué diablos estaba haciendo Nicholas en Ucrania? ¿Cuándo había viajada hasta allá? Y lo más importante, ¿por qué fue a hablar con Alisa?

Corto la llamada sin darle tiempo a Alisa de continuar hablando. El cachorro de pelaje negro comienza a despertarse emitiendo pequeños gruñidos a intervalos. Lo miro y me deslizo en el suelo, rompiéndome en mil pedazos. Si antes pensaba que era capaz de creer un arca para salvar a todos los niños maltratados, ahora soy capaz de crear un diluvio con mi llanto.

No, no puedo crear un arca como la de Noé para salvarle la vida a cada niño vendido, maltratado, indefenso de la tierra, pero si puedo hacerla para meter mis sentimientos dentro y mandarla derechito a la deriva.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro