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14. El hijo de Dios.

Nicholas

Entro en la iglesia sintiéndome como un animal que acaban de atropellar. Miro mi reflejo en la cúpula de la capilla y noto que mi aspecto es horrible. Observo a mí alrededor, algo no me cuadra, como si todo estuviera fuera de lugar.

—Ana —la llamo, pero no recibo respuesta.

Cuando me dispongo a caminar hasta su habitación, mi móvil vibra en el bolsillo del pantalón. Gruñendo, contesto la llamada.

—Dime, Esmond —murmuro de mal humor, aunque sé que no puedo pasar de hablar con mi jefe. Hace solo unos minutos le había enviado un mensaje informándole lo sucedido con el monaguillo. Intenté llamarlo, pero la llamada era dirigida al buzón.

— ¿Qué cojones ha sucedido, Nicholas? —pregunta alterado. Suspiro y paso mi mano por la cara, abatido.

—Está muerto, asi de simple —contesto encogiéndome de hombros.

—No intentes cabrearme, hijo de puta, me refiero a cómo murió —su mal carácter ha escogido un mal día para salir a la luz.

—El muy imbécil decidió que era mejor lanzarse de cabeza al acantilado que no darme información. Debo admitir que era un tipo listo, sabía que lo torturaría hasta matarlo, por lo que se adelantó.

Oigo a Esmond lamentarse.

— ¿Saltó de un acantilado? —pregunta la obvio, ¿acaso no acabo de decirlo?

Pongo los ojos en blanco y aprieto mi agarre sobre el móvil.

—Sí, Esmond, eso acabo de decirte. ¿Algo más que desees saber?

—La verdad es que sí —del otro lado de la línea se escuchan cuchicheos y risitas —. ¿Qué tal con la monja? Me lo ha dicho Kilian.

«Maldito cabrón indiscreto»

Por supuesto que no pienso responder, daría pie a cierta conversación incómoda que no deseo tener con mi jefe.

— ¿Está todo bien? ¿Necesitas un informe sobre la muerte del monaguillo? Puedo redactarlo mañana y enviártelo en la tarde —desvío el tema.

—No hace falta, confiamos en ti.

Aunque me alaga la confianza que mis superiores depositan en mí, soy consciente que al mínimo error que cometa me mandarán derechito a prisión, o peor aún, acabaré muerto. Ellos encontrarán la manera de desaparecerme del mapa sin dejar rastro. Agito mi cabeza para apartar esos pensamientos y pongo fin a la llamada.

Recorro la estancia con la vista y me percato que hay algunas prendas de ropa esparcidas por el suelo del pasillo que da a las habitaciones. Me acerco y tomo el par de calcetines rosas que utiliza Ana para dormir. Los analizo con cuidado, pero no veo nada fuera de lugar. Entro en su habitación temeroso de lo que pueda encontrar. No hay rastro de Ana en el interior, abro su closet y toda su ropa se encuentra acomodada, sus objetos personales de aseo descasan encima de la pequeña cómoda de la recamara y la cama está desordenada, como si alguien hubiera dormido en ella. Busco tratando de localizar su maleta, la misma con la que llegó al pueblo aquel día que nos conocimos, pero no hay señales de ella por ningún rincón de su habitación.

Comienzo a desesperarme, porque si su maleta no está, la única explicación que me queda es que se ha ido, ha escapado de mí. Siento que el pulso se me acelera y me falta el aire. Debo estar en un error, ella no puede haberse ido, no asi, no de esta manera, no sin despedirse. Ella no es así, estoy seguro, pero los hechos indican otra cosa. Repaso mentalmente las últimas conversaciones que hemos mantenido, y en ninguna recuerdo que me haya dicho que se marchaba. Fui un estúpido en dejarme llevar por mis emociones, y ahora estoy pagando el precio de haberme metido con algo sagrado como ella.

«Dios exige por cada uno de tus pecados, hijo, nadie sale ileso de sus débitos cuando algo sagrado es corrompido». Esas palabras de mi madre dos meses antes de su asesinato irrumpen en mi cuando menos las necesito. Es una maldita monja, cómo diablos pensé que lo nuestro podría llegar a funcionar.

—Ya está casada —murmuro dolido, y algunas lágrimas trémulas se deslizan por mis mejillas.

Corro por el pasillo hacia mi habitación mientras aprieto mi mandíbula al punto de rechinar mis dientes de la presión. Tomo la biblia de debajo del colchón de mi cama y la abro. Las paginas se mueven hasta que me detengo, frustrado y sudando. El libro sagrado se abre y lo deposito encima de la cama, mirándolo con odio, leo los versículos que se muestran y termino de encabronarme mucho más.

«Los ojos de Dios están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos»

Mi mirada se oscurece y de un solo movimiento arranco varias páginas de la biblia, me importa una mierda que sea considerado pecado, tampoco me importa el castigo divino que reciba. Nada me importa. Tiro el libro por los aires al igual que sus páginas arrancadas y abro la puerta del closet de madera con rabia, tanto que termino por desprenderla. La ira que siento me lleva a otro nivel.

— ¡Maldito Dios, maldito seas! —maldigo en alta voz sin importarme las consecuencias.

Ya no hay lágrimas, me he asegurado de arrastrarlas a todas fuera de mi rostro. Solo me queda la furia que siento ante la pérdida de Ana. Agarro del interior del closet mi sotana y la observo rabioso. El pelo de la nuca se me eriza pero no es suficiente para que me detenga. Con un ágil tirón, rasgo la tela de la sotana y la tiro en el suelo. Luego me giro hacia la imagen de Jesús en la pared de frente a la cama y le enseño el dedo corazón.

—Jódete —murmuro gruñendo.

Algunas otras lágrimas ruedan por mi rostro, y cuando decido calmarme y sentarme en el suelo a lamentarme una vez más, alguien llama a la puerta de la iglesia. Corro hacia ella con la esperanza de que sea Ana, que haya decidido volver conmigo, pero no, no se trata de ella.

—Siento molestarlo a estas horas, padre, pero necesito confesarme antes de que pierda la cabeza de nuevo —susurra una señora de cabello canoso que sostiene un bastón. Me dedica una sonrisa ladeada y se adentra en el interior de la iglesia sin esperar a que le ceda el paso.

Me giro hacia ella atolondrado, la observo con atención antes de ser capaz de hablar. la señora está pálida, a pesar de que lleva una capa de maquillaje bastante espesa con la intención de ocultarlo, va vestida de negro y lleva un sombrero de plumas, como si fuera a un funeral, o tal vez sí, el mío. Parece un espejismo, uno muy vivido.

—Señora… yo… yo no… la iglesia se encuentra cerrada —logro hablar con dificultad.

La mujer baja su cabeza avergonzada y entrelaza sus manos por delante de su pecho.

—Oh, claro, padre, pero esto es cuestión de vida o muerte —se acerca a mí y coloca una de sus manos en mi hombro, su mirada se dulcifica y sonríe con cariño —. ¿Qué lo aflige, padre? Parece perdido.

Mis ojos se vuelven a llenar de lágrimas y mi mirada se dirige a cualquier punto del lugar. Tomo aire por la nariz y lo expulso por la boca.

—Nada, cosas de la vida, situaciones dolorosas —respondo entrando a la capilla de confesiones, dispuesto a escuchar a esa mujer y lograr que se largue de una vez. No soy el más indicado para escuchar los pecados de nadie.

La mujer entra en el confesionario y toma asiento, situándose lo suficientemente cerca de la ventanilla para que pueda escuchar su confesión. Solo espero que sea lo más breve posible.

—Sabe, padre, hay situaciones en la vida que te hacen replantearte toda tu existencia, pero en cambio, hay otras que te impulsan a luchar por lo que realmente anhelas. No todo es blanco o negro, a veces hay tonos marrones y grises. —Se encoge de hombros para restarle importancia a mis problemas, o tal vez, a la vida, no lo sé.

Suspiro cansado.

—Cuénteme sus pecados, señora —mascullo tratando de no ser borde.

—Alice Bethany Wilkerson Cox, así me llamo —susurra sonriendo, la puedo ver a través de la ventanilla del confesionario.

«Vaya nombre, es tan extraño como su dueña» pienso en mi interior.

—Como sea, dígame sus pecados —insisto a punto de perder la paciencia.

—Verá, padre, tengo ochenta y dos años y le he mentido a mi hijo casi toda su vida. Debería sentirme culpable, lo sé, pero no es así. Fue por su bien —confiesa de repente logrando ponerme en tensión.

— ¿Nada más? —pregunto curioso. ¿De qué mentira hablará? De pronto, siento demasiada curiosidad por la vida de la señora Alice Bethany Wilkerson Cox.

—No, padre. —La señora se remueve en la silla y se quita el sombrero, dejándolo encima de sus piernas —. Mi hijo no sabe que tiene una hija, y todo por mi culpa, yo soborné al antiguo alcalde del pueblo para que atestiguara en contra de la madre de mi nieta. Por mi causa ella fue a prisión siendo inocente y mi hijo no tiene ni idea de nada de esto. Me siento muy culpable, padre.

Mi boca se abre y suelto un gruñido de asombro. Ha mencionado al antiguo alcalde del pueblo, y, aunque no ha dicho su nombre, siento demasiada curiosidad por él.

—Mencionó al antiguo alcalde de Raycott, ¿conoce su nombre? —indago frotando la cicatriz de mi antebrazo, algo que hago siempre que la situación me pone nervioso.

—Claro, éramos muy amigos. Se llamaba Nicholas Connolly, murió…

No le permito terminar la frase.

—Hace siete años, un infarto agudo del miocardio —completo.

—Sí, exacto, pero… ¿cómo sabe eso, padre? —indaga ella entrecerrando sus ojos.

—Porque era mi padre —sentencio, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no dar por finalizada la sesión.

La señora Alice Bethany Wilkerson Cox frunce el ceño y luego abre su boca.

—Oh, vaya, que pequeño es el mundo. En ese caso, siento mucho su pérdida, no sabía que el alcalde Nicholas tuviera hijos. —Hace una breve pausa —. No solo eso, el alcalde, su padre, no solo atestiguó en contra de la madre de mi nieta, sino también en contra de la asesina de la cobra, aunque eso ocurrió muchos años antes.

Demasiada información para un solo día. ¿Quién diablos es la asesina de la cobra? No tengo ni idea, jamás la he oído nombrar hasta ahora.

—Menuda historia tiene, señora Alice. Pero no acabo de entender por qué su urgencia para confesarse. —No lo digo a modo de burla, todo lo contrario.

—Porque he descubierto que mi nieta está en el pueblo, padre. Esa niña está muy cerca de su padre y temo que ambos se encuentren. —La expresión de horror de la anciana me eriza la piel.

Aunque mi padre era el alcalde del Raycott, jamás entendió el hecho de tener dos hijos. Su trabajo siempre fue mucho más importante que su familia, al punto de que la muerte de mi madre fue para él un alivio. No era una buena persona, al menos no un buen padre y mucho menos un buen marido.

—Rece dos padres nuestros, y dígale la verdad a su hijo, él se lo agradecerá —le indico saliendo del confesionario.

La señora me sigue y sonríe.

—Gracias por escucharme a estas horas, padre, ha sido de gran ayuda. Su padre estaría orgulloso de usted, es un alma noble, al igual que él. Dios lo ha escogido para ser su hijo en la tierra, su mayor orador —murmura la anciana sonriendo y palmeando mi hombro con delicadeza.

—No soy el hijo de Dios, señora, estoy muy lejos de ser un santo —confieso, y mi mirada se oscurece de nuevo. Chasqueo la lengua y doy dos pasos hacia atrás, alejándome de la señora y sus palabras embaucadoras.

—Tu padre era un santo, un hombre muy noble, y estoy segura que tú también lo eres.

«No, mi padre no era un santo»

La señora sale de la iglesia y se pierde por el camino que lleva al muelle. Observo la noche helada y me pregunto dónde estará Ana y por qué ha decidido huir de mí, hubiera sido más fácil enfrentarse a mí, yo la hubiera dejado si eso era lo que ella deseaba. Nunca he estado en este pueblo, es la primera vez, pero desde que puse en pie en él me ha parecido un lugar congelado en el tiempo. Pienso que, si pudiera viajar en el tiempo me encontraría la misma imagen que tengo ahora delante.

Frente a la iglesia deambula un grupo de jóvenes bebiendo de botellas de alcohol.

—Eh, chicos, ¿han visto a la hermana Ana? —pregunto esperanzado, tal vez solo fue a dar un paseo.

Ellos me miran y niegan con la cabeza para luego continuar su viaje sin rumbo. Salgo de la iglesia dejando la puerta abierta, ya que no pienso demorar mucho, solo necesito pregunta por ella un poco más, Raycott es un pueblo pequeño, alguien debe haberla visto irse. Me niego a creer que simplemente desapareció. Una chica joven con gafas y cargada de libros pasa a mi lado, me mira y frunce el ceño, pero no se detiene. La observo alejarse de mi alcance, no sin antes gritarle a los cuatro vientos la interrogante que lleva siendo mi tortura desde hace más de una hora.

— ¡Señorita, ¿ha visto a la hermana Ana?! Debería de esta en la iglesia, pero no es el caso.

La aludida se detiene y gira su torso hacia mí, mira hacia ambos lados para cerciorarse que le hablo a ella.

—No, padre, no la he visto en todo el día —responde, pero eso no hace que me sienta mejor, todo lo contrario.

—Yo sí —replica una apacible voz a mis espaldas.

Giro mi cuerpo para encarar al dueño de esa melodía, y mis ojos chocan con un niño, el mismo pequeño que me había ayudado a llegar a la iglesia hace unas semanas atrás. ¿Cómo se llamaba? Intento hacer memoria, pero no logro recordar.

Adam.

Alan.

Axel.

Algo así, estoy seguro que comienza con A.

— ¿Has visto a Ana? ¿Dónde? ¿Cuándo? —las ganas de conocer su paradero me hacen preguntar de forma atropellada. Estoy tan nervioso que rasco la cicatriz de mi antebrazo con roña.

El pequeño asiente con la cabeza.

—Hace unas horas, o tal vez minutos, no estoy seguro. Se subió a un coche grande blanco con dos hombres, dos hombres malos —argumenta el niño mientras arruga su nariz.

— ¿Cómo sabes que eran hombres malos? —me atrevo a decir después de suspirar varios segundos.

—Porque vestían de negro, eso solo puede significar que son malos. La señorita Ana lloraba y le cubrían sus ojos, parecía asustada —por un momento guarda silencio y agacha su cabeza, avergonzado —, yo sé lo que es sentir miedo.

Me parte el alma ver a niños en situaciones difíciles, sobretodo porque yo fui uno de esos niños. Me acerco al chico y me agacho a su altura, tomo su rostro y lo miro con simpatía.

—Escucha, pequeño, no deberías tener miedo, eres muy valiente. Cualquier padre estaría orgulloso de ti, no es nada fácil vivir en la calle, se requiere mucha valentía —intento animarlo diciéndole las palabras que me hubieran gustado escuchar a mí —. ¿Cómo es que te llamabas?

El pequeño sonríe y levanta su mirada, sus ojitos brillan de ilusión.

—Aidan.

—Muy bien, Aidan, ¿cómo estaba vestida Ana? ¿Lo recuerdas? —le pregunto indagando en lo que vio.

—Llevaba un pijama, estaba muy oscuro, pero si lloraba. Los hombres malos la apretaban, podía verlo. Se fueron en esa dirección —el niño señala hacia su derecha, un camino de tierra oscuro se yergue en esa orientación. Trago saliva y despeino el cabello del pequeño a modo de gracias.

Salgo hecho una furia, regreso a la iglesia y aporreo la puerta de mi habitación hasta dar con mi arma. La tomo y la guardo en el cinturón de mi pantalón. Ana no se fue por su propia decisión, alguien se le llevó, y quien sea que haya sido tiene las horas contadas. Me coloco la cazadora de cuero y echo a andar por el sendero de tierra que el pequeño Aidan me ha indicado. Solo espero que Ana esté viva todavía.  

Observo el camino de tierra nevado, las hojas de los árboles se alzan congeladas a mi paso. El hielo bajo mis pies cruje cada vez que doy un paso hacia adelante, adentrándome en una especie de bunker. De repente freno en seco al ver un coche acercándose frente a mí. Viene hacia mí a gran velocidad hasta que el conductor gira el volante con brusquedad hacia la derecha y termina adentrándose en una ruta diferente, lejos de mi presencia. Lo veo alejarse hasta desparecer de mi radar.

— ¿Qué diablos ha sido eso? —me pregunto en alta voz.

El sonido de un golpe en una superficie metálica hace que gire mi torso en dirección contraria. Avanzo un poco siguiendo el ruido, a medida que me acerco me percato de los gritos aterrorizados de alguien. Un trillo de cristales rotos me indica el camino a una especie de celda para prisioneros de guerra. Recuerdo la historia del pueblo, en la época de la guerra con Vietnam Raycott sirvió de base militar a los refugiados del gobierno. Supongo que esta sea una de las tantas celdas de castigo.

Los gritos se intensifican a medida que me acerco, esquivando los cristales. El tintineo metálico no cesa, dañándome los oídos. Parece una campana.

— ¡Ayuda! ¡Por favor! —un grito agudo seguido de otro tintineo hacen que corra al lugar de donde procede.

Frente a mí, atados con cadenas como perros rabiosos, colocados dentro de una celda abandonada y colgada del techo, se encuentran cuatro niños indefensos. Dos de ellos parecen dormidos, o muertos. Los otros dos me miran buscando consuelo o ayuda. Una extraña melodía perturbadora suena bajito por el altavoz de un viejo radio al lado de la celda, la reconocería aunque pasaran años, es Daddy de Korn. ¿Acaso la letra de la canción sugería lo que le hacían a estos niños? Quiero pensar que no, que solo son retenidos para ser vendidos al mejor postor.

Parpadeo desorientado, tratando de enfocar la mirada en ayudar a esos niños. Solo una mente muy retorcida puede hacer algo así. De una patada estampo la radio contra un árbol y la música deja de sonar, dándole calma a mis oídos. Me acerco a la celda y abro la reja, descuelgo al primer niño y este me mira desconfiado.

—Quiero ayudarlos, soy de los buenos —aunque parezca lo obvio, las víctimas de maltrato buscan palabras directas que los hagan confiar.

Del cuerpo del segundo niña mana sangre, la cual gotea una y otra vez manchando la tierra casi blanca del hielo de rojo rutilante. Alarmado, trato de bajarlo de la cuerda para poder ayudarlo. A duras pena lo logro, dejándolo tendido en el suelo junto a su otro compañero. No tengo tiempo de comprobar su herida, tengo que descolgar a los otros dos pequeños. Sus cuerpos pesan demasiado, uno de ellos tiene el rostro completo cubierto de sangre. Ninguno de los dos responde. Es demasiado tarde para ellos.

—Están muertos, hace días —murmura el primer niño, aunque mirándolo bien, debe tener unos catorce años o poco más.

Las emociones terminan por abrumarme y acabo derrumbado en el suelo, justo al lado de los dos chicos, los que aún conservan la vida. Intento bloquear los sentimientos encontrados que se empeñan en perseguirme, la muerte de Parker llega como un lapsus mental. Los ojos curiosos de los chicos se posan en mí, pero solo me miran, el pequeño abraza al mayor y esconde su rostro en el hueco de su cuello. ¿Dónde diablos está Ana? Solo atino a preguntar una última cosa, algo importante.

— ¿Quién les hizo esto? —pregunto desorientado.

—Las serpientes —responde el mayor, y percibo algo en su expresión que termina por aterrarme mucho más —. Vendrán por nosotros.

No, yo no lo permitiré. Nadie se llevará a estos chicos. Tarde o temprano esos cabrones de La Serpiente pagarán cada una de las gotas de sangre que han derramado de cada niño de este maldito pueblo endemoniado, donde parece que la misericordia de Dios no coexiste. Y es que, no puede existir misericordia de alguien que ni siquiera es real.

« ¿Dónde estás, Ana?»

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