01
Jim Grind siempre había querido su libertad, pero se consideraba muy cobarde para reclamarla. La anhelaba con toda su alma, cada día de su existencia, pero estaba tan agotado que apenas era capaz de pensar mucho tiempo en ella.
Tal vez no se la merecía. Tal vez le correspondía a alguien que sí pudiera luchar por ella.
Ese era Cam, su hermano menor (cuatro años y dos meses menor). Desde su nacimiento, siempre pensó que Cam tenía más fuerza que él, más valentía, más ganas de enfrentarse a todos. No solo era más impulsivo, más agresivo, más exigente; sino que además le sobraba esa rebeldía que Jim nunca pudo tener.
Debió sospechar que todo explotaría gracias a él.
Si alguien le hubiese dicho que esa tarde su vida por fin cambiaría, no se lo habría creído. Quizá habría confiado un poco si le hubiesen dicho que todo partía en una discusión, porque su familia siempre discutía, siempre, pero esa cena fue... diferente.
No recordaba cómo habían empezado los gritos y las risas irónicas, pero su padre estaba discutiendo con su hermano y Jim intervenía de vez en cuando, llevándose la peor parte. Los insultos de su papá siempre eran peores cuando se trataba del hijo mayor, pero Jim era bastante bueno fingiendo que no sabía el motivo, al menos hasta ese día.
—¿Por qué eres así con Jim? —Cam intervino, gritándole a su propio papá—. Él también es tu hijo.
El silencio que vino entonces fue aterrador. Era como si no hubiesen gritado en absoluto. Todos se callaron a la vez, guardando el mismo secreto de toda la vida, y sus expresiones faciales cambiaron tan deprisa que Cam abrió los ojos y pestañeó un par de veces, varias veces, juntando las piezas con una agilidad que lo asustó.
Había llegado el día. Su hermano lo había descubierto.
—¿No eres hijo de Max?
La pregunta había sido obviamente para él y, aun así, no pudo contestarla. No hacía falta que dijera algo cuando sus hombros se tensaron y su cara perdió todo color, luchando por verse lo menos culpable posible.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué nadie me lo contó?
La respuesta era tan complicada que ni siquiera supo cómo formularla. No podía admitir que lo había descubierto después de leer el diario de su mamá, ni tampoco podía confesarle que prefirió ocultarlo porque Max lo trataría mucho peor si sabía que él sabía. Si ya era cruel cuando pensaba que Jim ignoraba la verdad, no quería imaginarse qué haría una vez que lo supiera.
—¿Por qué no responden? —Cam volvió a alzar la voz, mirando a sus padres.
Sabía que nadie contestaría. Su mamá nunca se atrevería a revelar su aventura y su papá no ganaría nada con eso, no ahí, mientras que él... Jim no sabía cómo afrontarlo.
Si hablaba, agravaría la situación. Ya había sido suficiente con los gritos y los insultos de antes. No necesitaba más. No quería más.
Por eso bajó la vista a su plato y siguió comiendo, esperando que su hermano entendiera que el tema debía morir ahí.
No lo hizo. Cam siguió exigiendo respuestas y luego se quebró, gritándoles, odiándolos, actuando como el niño de casi diecisiete años que tenía derecho a ser. Por eso creía que era más fuerte que él, más valiente, más dispuesto a alcanzar sus objetivos. Por eso trató de aceptar esos insultos como si de verdad se los mereciera.
Esa noche no solo cambió su vida. Cuando recordaba esa cena, siempre veía los ojos suplicantes de su hermano, esa falta de contención, esa necesidad de que alguien negara su conclusión y le dijera que Jim sí era su hermano, porque lo era, él siempre lo sería.
—¡Los odio! ¡Los odio tanto! —Fue lo último que gritó, poniéndose de pie con tal enojo que su silla retumbó en el suelo.
Ellos ni siquiera se inmutaron. Ni su padre, ni su madre, ni tampoco él. Aun si una parte de Jim quería gritar y romperlo todo, solo comió. Todos siguieron comiendo, guardando silencio como si nada hubiera sucedido.
Después de todo, así eran los verdaderos Grind.
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