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Amigos de las aguas sagradas

Peluditos del Titicaca

Capítulo 6: Amigos de las aguas sagradas

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El baile del flamenco fue primoroso. Millita, hipnotizada, movía la cabeza sin mover un milímetro el resto del cuerpo; atentísima, parecía que viese el punto rojo de un puntero láser. Hubiera permanecido así, con cara de pasmada, pero el inoportuno vuelo de la paloma, que rozó sus bigotitos, la retiró de ese ensimismamiento.

«Que bonito baila pese a tener las piernas igual a pajillas», pensó, pero luego se dio cuenta de un hecho: los otros animales no veían la danza, solo se dedicaban a socializar entre ellos; el problema resultaba del hecho que lo hacían entre los grupos establecidos con anterioridad, no hablaban animales de especies diferentes o con predisposiciones distintas.

«Ni los carnívoros hablan con los herbívoros, ni los mamíferos hablan con las aves, es lo mismo con los otros grupos», pensó y frunció el ceño, negando con la cabeza.

Debió estar meditabunda un buen tiempo, la rana volvió a croar para que todos se callaran.

—Le toca el turno a los peces nativos. ¿Han elegido al que hablará por todos ustedes?

—Tomaré la palabra —dijo ni más ni menos que un humilde ispi, el más pequeño del grupo.

«Que diminuto, no creo que me llenase la panza si me lo comiera», pensó Millita.

—Hermanos y hermanas, nuestra situación es más penosa que los que vuelan por los aires o caminan sobre la tierra. Tú lo sabes bien, hermano rana; los humanos no se miden con la sobrepesca, de esa manera, cada vez más y más menguamos en cantidad y tamaño; míranos, parecemos diminutos en comparación a nuestros padres y abuelos, nos pescan muy jóvenes, no podemos prosperar de ninguna forma.

—De ninguna forma podemos prosperar —repitieron los carachis y tararearon una melodía triste, todos ellos: los carachis amarillos, los carachis blancos, los carachis enanos y los carachis gringos, acompañando de esa manera, el pesar del ispi.

—¿Acaso no se dan cuenta los humanos que el hambre desmedida que tienen hará que desaparezcamos? ¿Qué comerán entonces? Pero eso no es lo peor, los humanos contaminan nuestro reino con algo llamado minerales y plásticos. Escuché que todos podemos estar contaminados, que en nuestros cuerpos hay pequeñísimas cantidades de esas cosas que mencioné y que, al comernos, los humanos también enferman.

—El mal de los humanos se vuelve contra ellos, ¿pero a qué precio? —dijo el mauri negando con la cabeza.

Ummm, lo que nos dices es muy grave. ¿Tienes algo que agregar?

—No. Solo quise hacer escuchar mi reclamo, seguro pronto me meterán en una lata usada de alcohol y venderán en la zona Los Andes de El Alto o en el Mercado Rodríguez en La Paz.

—Lo mismo que a todos, sin poder dar al lago nuestra descendencia —dijo el suche y terminó la melodía triste de los peces.

—Es el turno de las plantas. ¿Eligieron al representante?

—¿Qué pasa?, no escucho nada —le dijo Millita al gato andino.

—Tranquila, respira con calma y afina tus sentidos, puedes hacerlo, tú también eres un gato —le aconsejó el gato andino.

La gatita cerró los ojos y estiró los bigotitos, sintió algo raro en la cola, de hecho, en todos los pelos del cuerpo. Eran como una antena que sentía hasta el más mínimo cambio de presión barométrica y la maravilla sucedió: pudo escuchar a las plantas.

—Mis hermanas: el llachu, la lenteja de agua y la purina, han decidió que sea yo la que hable —dijo la totora.

—Bien, puedes hablar.

—Gracias. No solo los peces, nosotras, las plantas, flotantes o sumergidas, estamos en apuros. Tal es el peligro, que no necesitamos de foráneos que nos agredan e impidan nutrirnos del sol. Nosotras, las más humildes, las que no podemos ni pelear ni huir, solo podemos inclinarnos ante la destrucción llevada por los humanos.

Todos asintieron, sin reclamo de ninguno de los animales presentes.

—Aunque humildes, somos muy importantes, cobijamos a montón de peces y las aves anidan entre nosotras, protegidas de los depredadores —dijo y varios les dieron las gracias—. No solo eso, también los humanos nos encuentran utilidad para construir sus balsas, así ha sido desde tiempos inmemoriales. Eso ya no sucede con frecuencia; ahora, servimos de alimento para el ganado humano.

—Tristes, tristes existencias —murmuraron las otras plantas.

—Cada vez más nos sacan para que sirvamos de alimento del ganado, pero eso no es lo peor: lo dijo el hermano ispi, los humanos contaminan las aguas, así, no crecemos, menguamos y pronto nos vamos a extinguir. Seremos nada y nos perderemos en los recuerdos del pesar, cuando eso suceda, será demasiado tarde, porque sin nosotras, ¿quién de ustedes, hermanos, podrá sobrevivir?

—Es cierto, desaparecerán los hermanos del lago —dijo la rana.

—De alguna forma sobreviviremos a los humanos, pero el precio a pagar será terrible —dijo la trucha.

—Todavía no es tu turno para hablar —dijo la rana.

—Nos toca —intervino el pejerrey.

—Aun no. Es el turno de las especies extranjeras: primero las aves, luego los peces —aclaró la rana gigante.

—¡Es cierto, respeta tu turno, atrevido! —le riñó la gaviota.

«Woa, pese a que tanto peces y aves extranjeras son discriminadas, igual ambos grupos no se llevan bien», pensó Millita.

La rana gigante de nuevo giró el rostro y miró a la cima de la maqueta. El titi de fuego permaneció impávido, la pose hierática no pareció mutar, pero al cabo de unos angustiantes segundos, asintió, permitiendo que se concediera la palabra a los dos últimos grupos.

Las miradas de los otros animales se tornaron duras. Depredadores y presas, mamíferos y aves, peces y plantas emitieron un aura de desprecio. Solo los pumas, los terribles carniceros, permanecieron quietos, emulando a estatuas, atentos a la orden de su señor, ¿pero cuál orden sería esa? ¿Castigar a los animales o masacrar a los humanos?

CONTINUARÁ...

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