9
—¿Tú? —Su tono es indiferente.
—Te lo juro, Enoch —consigo formular al final—. Te juro por la vida de mi hermano, que nunca os traicionaré.
Su rostro sigue siendo una máscara, no transmite nada de lo que él pueda sentir o pensar. Al menos al principio. Pasado un rato, noto que lucha contra una sonrisa. Pero alguien llama a la puerta, el momento queda olvidado, y dejamos de mirarnos para mirar a quien entra a la habitación.
—¿Has logrado algo? —pregunta Jacob, entrando.
—Sí —responde Enoch, antes de que yo pueda decir nada—. Sí, sí lo ha logrado —añade, como para convencerse a sí mismo.
Lo miro, pero él evita mis ojos. Se levanta del suelo, murmura algo sobre ir a por sus corazones y se retira rápidamente. Vuelvo a quedar sentada en el sofá, a solas con Jacob. Él me sonríe y me dice:
—Sabía que tú podías convencerle.
Suena feliz, pero yo no me siento ni de lejos así. Tengo miedo, y un terrible presentimiento sobre lo que pueda suceder. No puedo saber nada con auténtica certeza, pero no soy la única que está teniendo pesadillas. Y Horace tiene el don de los sueños proféticos. Lo que él sueña tampoco es ninguna tontería.
Algo en lo más profundo de mí, algo consciente, pero que lleva dormido desde que murió mi padre, parece resurgir. Eso que me avisaba cuando tenía que hacer las maletas, que me hacía saber cuando mi padre iba a anunciar una nueva mudanza. Suspiro, me levanto y avanzo hacia Jacob.
—¿Me puedes dejar sola un rato? —le pido—. Quiero prepararme mentalmente antes de hacer semejante locura.
—Iremos esta noche —me advierte Jacob.
Mi única respuesta es un asentimiento, entre que le acompaño hasta la puerta. Una vez que está fuera, la cierro y me doy la vuelta. ¿Qué debo llevarme? Mi instinto no tiende a fallar, tendré que organizar una mochila de supervivencia. No puede ser una caja: si tenemos que huir la tendría que dejar.
Abro de par en par las puertas de mi armario y empiezo a doblar vestidos, uno tras otro. Guardo al menos siete de los doce que tengo, además del que llevo puesto. La mochila es de unos treinta litros, más que suficiente para todas mis pertenencias. Es relativamente fácil de transportar para cualquiera, pero es mi mochila desde los trece años, sé como moverme con ella con mucha facilidad.
Luego de los vestidos, empiezo a doblar de forma que también ocupen el mínimo espacio posible mis sudaderas, pantalones y demás ropa que he traído de mi tiempo. Después de la ropa, guardo mis medicamentos. Siento la necesidad de llevarme toda mi provisión, así que como no entra en la mochila (los tarros pequeños en gran cantidad ocupan un espacio mayor que tarros más grandes), abro todos los frascos pequeños de pastillas y las vuelco en una caja impermeable. Luego vuelto todo el líquido de los otros plásticos en un bote grande hermético y los guardo en la mochila. Suspiro de alivio sabiendo que aún me queda espacio. Guardo el botiquín, que es más bien para heridas superficiales, y también mis botas de montaña arriba del todo.
No entra nada más en la mochila, al menos en el bolsillo grande. Miro hacia mi cama y veo a Doriana. No la puedo dejar aquí. Si pasa algo, no puedo abandonarla en este lugar. Agarro a la muñeca, peinando sus tirabuzones dorados con la mano. Víctor la ha conservado durante años para mí. No puedo dejarla a su suerte. La guardo en el bolsillo exterior de la mochila. Ya está a reventar, pero esta podría ser mi salvación.
Reflexiono sobre cómo voy a sacar la mochila de la casa. Nadie debería verme, de lo contrario sospecharán. Y no tengo intención de irme a no ser que pase algo, en cuyo caso los niños vendrán conmigo. No quiero que piensen que voy a irme cuando no es así. Enoch entra mientras aún estoy pensando.
—A mí no vas a engañarme, Desconocida —afirma—. No eres la única que está convencida de que algo terrible va a suceder. Te ayudaré a sacarlo todo de la casa y ocultarlo... Si tú me ayudas a mí.
No hay nada más que decir. Acompaño a Enoch hasta su cuarto (que, para nuestra suerte, está justo frente al mío) y pasamos una media hora agitada, buscando por toda la casa todos sus corazones en conserva, y llevándolos a su cuartos para que él decida cuáles guardar y cuáles dejar aquí. También aparta cuatro corazones para tener distintos intentos a la hora de elevar a Martin de entre los muertos.
Cuando termina de guardar todo aquello que le es posible en su mochila (le he prestado una que me sobra, ya que son más prácticas que los baúles), se acerca a la ventana de su cuarto y la abre. A diferencia de mi habitación, que tiene varias ventanas pegadas para que entre toda la luz posible, la suya solo tiene una relativamente pequeña. La ventana de su cuarto da a un invernadero que jamás había visto.
—Es para las plantas que se le mueren a Fiona —explica él—. Funciona más como un cementerio de plantas que como un invernadero, la verdad. Nadie viene nunca por aquí; solo yo. Ellos no reconocen la belleza que puede llegar a haber en la muerte.
—Me gustaría llevarte a ver a El Viejo —suspiro, recordando a mi amigo enterrado—. Tú entenderías la belleza de su sacrificio, quizá, e incluso la alegría que algunos pueden encontrar en el final de su vida. Podrías captar todo aquello que significa el descubrimiento, y todo lo que significaba la muerte para aquel muchacho.
Enoch me mira de manera extraña durante unos instantes. Me recorre una especie de electricidad, y siento la intensidad de sus ojos oscuros como nunca antes. Luego niega con la cabeza y echa a andar de nuevo. Llegamos a un bosque densamente poblado. Enoch deja su mochila cuidadosamente entre unos arbustos, yo hago lo propio con la mía y él marca el lugar con una "X" en el suelo.
—Vamos —me dice—. Tenemos que volver a casa. No falta mucho para la cena, y pronto querrán ejecutar el plan absurdo del que ahora somos cómplices.
¿Sabéis? Acabo de descubrir que odio que Enoch tenga razón. Y no es porque sea frustrante, sino porque quiere decir que vamos a hacer algo estúpido o que va a pasar algo malo. Rezad para que sea yo la equivocada, porque no me gustaría que pase algo malo. Y a pesar de todo, un rinconcito de mi mente me dice que no me prepararía para lo peor, si muy en el fondo no quisiese que eso ocurra.
—¿Vienes? —miro a Enoch solo para descubrir que me espera unos pasos más adelante.
—Sí. Ya voy —respondo, y me obligo a levantarme.
Avanzo hasta él y empezamos a caminar hacia la casa. Absolutamente en silencio. Enoch no duda nunca en exponer sus opiniones, pero lo suele hacer en pocas palabras. Las discusiones largas o las conversaciones con placer no van precisamente con él. En realidad, suele mostrarse lacónico, y rara vez responde a una pregunta que no pueda contestar con "sí", "no" o "vale".
Ahora mismo, me gustaría que mi acompañante fuera más locuaz. Cuando estoy nerviosa, me gusta tener con quien hablar. Eso me distrae. Aunque la medicina que me ha suministrado hace ya unas horas me embota los nervios todavía, puedo sentir cómo éstos me hacen reaccionar con premura igualmente. Demasiada premura: dan pie al error, y eso es algo que no nos podemos permitir.
Llegamos a la casa, efectivamente, justo a tiempo para la cena. Y asumo que quizás, y solo quizás, tiemblo cada vez que Miss Peregrine me dirige la palabra en el transcurso de ésta. No voy a mentir, me aterra la idea de que el Pájaro nos descubra. Así que procuro no hacer contacto visual con ninguno de mis cómplices, y entablo una conversación con Claire, que está sentada a mi lado.
Me alegro de que se muestre tan bien dispuesta a charlar, porque si no me volvería loca, pensando como siempre que todos los que no son mis cómplices sospechan de mí. Una de las muchas razones por las que soy fatal para las conspiraciones y, si puedo evitarlo, nunca participo en ellas.
Cuando terminamos de cenar, me levanto rápidamente, dispuesta a salir de la habitación. Por suerte, el turno de cocina me tocó ayer. De lo contrario sería bastante difícil escaparme, y terminaría delatándome a mí misma. Intento salir de la habitación aparentando que no pasa nada, pero la Directora me llama, y dice que quiere hablar a solas conmigo. Espero hasta que ya se han ido todos intentando aparentar calma.
—Me preguntaba si os sucede algo, Miss Hamilton —dice Miss Peregrine, en un tono que insta a contarle la verdad.
—No —respondo rápidamente—. Nada importante. Es solo que me ha bajado... bueno, usted sabe, y no tengo nada para la sangre —digo, incómoda.
No es mentira, no sabía que me tenía que bajar hoy (tengo el móvil muerto, así que no he podido llevar la cuenta) pero ahí está, y bastante dolorosa, para ser franca. Miss Peregrine hace una mueca de comprensión y me pide que la siga. No me atrevo a desobedecer, y además sí que necesito tampones o algo similar, así que me dejo guiar hasta el baño. Una vez allí, Miss Peregrine abre un cajón que estaba cerrado con llave y me da un paquete con unos cuantos tampones.
—Temo que la última mujer que podía necesitarlos además de mí es Miss Bloom —me explica—. Pero es de crecimiento retardado y jamás ha tenido, bueno, jamás ha tenido el periodo.
—Ojalá fuera yo también de crecimiento retardado —suspiro—. El periodo, como usted lo llama, me persigue desde los once años. Y duele.
—En ese caso, creo que debería ir usted a intentar dormir —sugiere la Directora.
—Sí, debería —asiento, recordando que Jacob y los demás deben de estar esperándome—. Gracias por todo, Directora.
—Claro —ella me sonríe—. La dejo sola, Miss Hamilton.
Y sale del baño, dejándome intimidad. Yo me pongo el tampón y salgo a toda prisa para buscar a los demás. No sé dónde se habrán reunido. Los encuentro en la habitación de Emma. A la mayoría, al menos. Millard, Bronwyn y Enoch están allí con la chica, pero no hay rastro de Jacob.
Eso se soluciona pronto, ya que el chico entra en la habitación dando un fuerte portazo. Emma se levanta, emocionada, y se acerca a él.
—¡Has vuelto! —exclama.
—No me he ido en ningún momento —responde él—. Miss Peregrine no me deja. Estoy desterrado, si intento irme.
—¡No puede hacer eso! —grita Emma.
—Puede hacer lo que quiera —responde Bronwyn—. Es el Pájaro.
Discuten durante un rato más. Enoch los mira impasible, posiblemente debatiendo si debería comentar algo o simplemente quedarse en silencio. Parece optar por continuar su silencio sepulcral, y se le escapa una sonrisa cuando escucha a Millard sugerir, a modo de sarcasmo, acercarnos amablemente a un hueco para preguntarle sobre sus intenciones respecto a devorarnos.
—Bueno, parece que la lógica ha vuelto a prevalecer —indica Millard, finalmente.
—Yo pensaba —dice Enoch, muy calmado—. Que ya teníais un plan. Y que queríais que yo trajese de vuelta al muerto para hablar con él.
Mira a Emma, Bronwyn y Jacob de uno en uno. Yo estoy a punto de estallar de la risa, quizá más por la desesperación que por otra cosa. Pero la escena es realmente cómoda. Enoch sentado en el suelo, con las piernas estiradas ante él y sugiriendo un plan que creía que los otros habían creado antes de pedirle que los acompañara, ellos mirándolo incrédulos y yo francamente confundida. Al igual que Enoch, pensaba que querían que él los acompañe porque él puede hacer que ese muerto se mueva.
—¿Y cómo saldremos de la casa? —pregunta Emma.
—Puedo usar el poder de Olive para alzarme y bajaros de uno en uno desde la ventana al suelo —sugiero.
—Sí, ese es un buen plan —la chica me sonríe.
Normalmente, correspondería esa sonrisa. Pero visto que estamos a punto de ejercer un suicidio colectivo, ejecutando un plan creado por Enoch y por mí básicamente de la nada, porque las personas que querían hacer esto en un principio ni siquiera habían pensado en cómo hacerlo, no tengo demasiadas ganas. Me levanto y los miro de uno en uno.
—Bueno. ¿Y cuál de vosotros sujetará la cuerda? Porque de alguna manera tendré que mantenerme cerca del suelo.
—Yo lo haré —se ofrece Jacob.
No respondo. Solo salgo de la habitación seguida por él, preguntándome dónde diantres está Víctor. No me vendría mal que mi hermano me sacase las castañas del fuego en este momento, prohibiéndome hacer esta locura. Pero él no aparece, y antes de lo que me doy cuenta, ya estoy fuera de la casa.
Los que van a venir (Bronwyn, Emma y Enoch), salen por la ventana de Enoch hacia el invernadero, o cementerio de plantas en el que hemos estado esta mañana. Jacob me ata una cuerda alrededor de la cintura, y yo busco la peculiaridad que Olive me transmitió. En unos segundos, me elevo por los aires hasta la ventana.
Bronwyn se agarra a mí. Pesa mucho, pero la caída no es tan rápida como esperaba para su peso. Nos deslizamos por el aire en dirección al suelo en absoluto silencio, y luego ella me suelta y yo vuelvo a elevarme, evitando un grito de sorpresa por la velocidad. Emma sigue a Bronwyn, y el proceso se repite.
Luego le toca a Enoch. Él me mira receloso, pero al final parece decidir que es su única opción viable. Pasa sus brazos alrededor de mi cuello, no sin hacer un gesto de desagrado por la cercanía, y bajamos poco a poco. Jacob me agarra por la cintura cuando llegamos al suelo, y yo dejo de inmediato de flotar. Dejar de utilizar mis poderes y utilizarlos me sale de forma natural después de la primera vez, pero cuando los "estreno" por así decirlo, me cuesta un poco.
Me suelto y me vuelvo hacia todos los demás. Somos cinco personas, y sé que Enoch lleva un corazón por cada uno de nosotros dentro de su impermeable. Espero que esto salga bien. Nos escabullimos, cubiertos por la noche, y al menos yo, rezando para que la directora no nos vea. Pasamos por el Cairn, y nos encontramos pronto en el tiempo real. Enoch parece juzgar que ese es el mejor momento para repartir los corazones.
Saca cuatro bultos de su impermeable y me pasa uno. Yo lo guardo con cuidado en el mío, temerosa de fastidiarlo. Al fin y al cabo, Enoch es el único que ha tomado precauciones para no transmitirme su don, y ni siquiera ahora que tenemos prisa deja de evitar el contacto directo conmigo. Como si fuera una enfermedad. Tiende un corazón a cada uno de los otros tres.
—¿Qué son? —pregunta Bronwyn, haciendo una mueca de asco.
—¡Tranquilízate! —replica Enoch, seco—. Solo son corazones de oveja.
—Echaré las tripas si tengo que cargar con esto — dice ella, apartándolo de su cuerpo.
—¡Escóndelo en tu impermeable! —ordena él, molesto—. No tenemos tiempo que perder.
Avanzamos durante un rato en silencio, sin más altercados. La ciénaga es peligrosa, requiere de concentración evitar las zonas que podrían hundirte en ella para siempre. Aunque, como los que me acompañan, me conozco de memoria el camino, prefiero no correr riesgos. Trato de mantener la cabeza en el presente.
—¿Y si vemos a alguien? —pregunta Enoch de pronto.
—Actuad como si fuerais normales —recomienda Jacob—. Les diré que sois amigos míos de Estados Unidos.
—¿Y si vemos un wight? —pregunta ahora Bronwyn.
—En ese caso salid corriendo —respondo yo.
—¿Y si Jacob o tú veis un hueco? —insiste la niña.
—En ese caso —responde Emma—, correremos como alma que lleva el diablo.
Llegamos al pueblo rápidamente. Se sienten los nervios de todos ellos, la tensión está en el aire, y no el tipo de tensión de los programas románticos que le gustaban a papá. Entrecierro los ojos cuando entramos a la pescadería cerrada, un sitio donde Dylan pasaba sus días rezongando y mascullando, mientras quitaba escamas a los pescados que traían por la mañana al puerto.
Pasamos por el mostrador hasta los congeladores. Mientras Emma discute con Bronwyn sobre la necesidad de ver al muerto, yo empiezo a sentirme cada vez peor. Me apoyo en la persona más cercana. Enoch me mira con enfado, aparta mi mano de su hombro y abre un congelador al azar. Repito su acción. Cuando cada uno ha abierto un congelador, revolvemos el hielo hasta que se escucha a Bronwyn gritar.
Me vuelvo hacia ella, justo a tiempo para ver el cuerpo sin vida de Martin. Me acerco al cadáver casi sin sentir las lágrimas que estoy segura que me caen por el rostro. Abrazo el cuerpo y le acuno, como tantas veces hizo él conmigo cuando era niña. Pero no paso mucho tiempo así. Se lo tiendo a Enoch para que pueda intentar alzarlo, limpiandome las lágrimas con las mangas sucias.
—Está muy deteriorado —nos previene Enoch, evaluando a Martin como lo haría un cirujano ante un paciente prácticamente sin remedio—. Os lo digo ahora, quizá no funcione.
—Tenemos que intentarlo —replica Bronwyn, avanzando valerosamente hasta la artesa con el resto de nosotros—. Hemos llegado hasta aquí, al menos tenemos que intentarlo.
—No —respondo yo—. No vamos a intentarlo. Vamos a elevarlo. Va a volver a la vida, y me va a decir quién o qué, o ambas, le hizo o hicieron esto. Me lo va a decir, y pienso hacerles tanto daño que se van a arrepentir de haber existido.
Se me está nublando la vista. Siento la ira dominándome, y sé las cosas horribles que estoy dispuesta a hacer, cosas horribles que vuelven a mi mente por primera vez desde que Jacob me ha dado la noticia. Enoch me mira un momento con apreciación, como evaluando el nivel de mi enfado. Luego se vuelve hacia el cadáver.
—Si despierta —continua Enoch—, no va a estar muy contento. Así que manteneos alejados y no digáis que no os lo advertí.
El primer intento no hace nada, a pesar de que Enoch ha conseguido que el corazón lata. Para el segundo tampoco conseguimos nada. Con el tercero, ya he perdido del todo la esperanza. No hay nada en lo que yo pueda ayudar con este cadáver: no hay venas con las que conectar el corazón. Lo han vaciado totalmente, a pesar de que en principio tenían que hacerle una autopsia. Y creo recordar que para eso se necesitan sus órganos. Tal vez esté equivocada.
Enoch toma el cuarto corazón. Nunca lo había visto tan concentrado. Parece que esto supone un auténtico reto. Una parte de mí quiere arrodillarse junto a él, decirle que estoy segura de que puede elevar a mi padrino de entre los muertos. Suplicarle que lo haga. Pero esa parte es la más débil.
—¡Levántate, hombre muerto! ¡Levántate! —ordena Enoch.
Lo ha conseguido. El ojo que le queda a Martin se fija en mí.
—Helena —dice él.
—Padrino —respondo yo.
—Estaba muerto —continúa, como si lo estuviera asimilando todavía.
Y entonces, me quedo a oscuras. Dejo de escuchar y sentir lo que sucede a mi alrededor, o eso me parece.
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