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5

—¡Niños! —escucho como la Directora Peregrine nos llama.

Me levanto. Ayer me desperté a mitad de la noche, como de costumbre. Mi hermano está echado a mi lado, al parecer fue la única persona a la que desperté con mis gritos. Espero que así sea, al menos. Él llegó aquí mientras yo me tomaba mi pastilla, y se negó a irse hasta que me quedase dormida. Y se quedó dormido él también, tal como puedo comprobar ahora. Le zarandeo para despertarle.

—El Pájaro nos llama —explico.

Víctor sale de mi habitación en dirección a la suya para cambiarse, y yo abro mi armario buscando que ponerme hoy. Podría ponerme lo mismo que ayer, o podría cambiarme. Decido no llevar el mismo vestido que anoche. En contra de la voluntad de la Directora, los niños organizaron una guerra de comida, y creo que yo también me ensucié, aunque no pude verlo muy bien anoche en la oscuridad.

Esta vez, saco del armario un vestido que, aunque es algo más corto que el anterior, sobrepasa mis rodillas bastante. Es color azul claro, con puntos negros y tiene un cinturón a juego. Se ata en el pecho con un pequeño broche. Me pongo, eso sí, los botines de anoche y corro hacia el lugar del cuál proviene la voz de la Directora Peregrine.

—Ya estoy —anuncio, llegando casi a la carrera.

—Excelente, Miss Hamilton —responde la Directora—. ¿Y vuestro hermano?

—¡Aquí! —responde Víctor, llegando rápidamente.

Los demás niños van llegando de uno en uno. Primero, Olive con Browyn, luego Emma, Fiona con Hugh, seguidos de Horace, y luego Enoch, con expresión neutra como la de ayer. Por último, llega Millard junto con Claire. La Directora Peregrine, también conocida como "El Pájaro", los mira severamente.

—¿Niños? ¿Qué habíamos dicho de llegar tarde a vuestras clases? —y mira su reloj de bolsillo.

Yo también tengo uno, cortesía de Millard. Lo miro. Ella dijo que la clase es a las diez, y son tan solo las diez y treinta segundos. Claro que tanto Víctor como yo, e incluso Enoch, que ha sido de los últimos en llegar, hemos llegado con unos segundos de adelanto. Pero al parecer, Millard y Claire no.

—No volverá a suceder, Directora —promete Claire, y Millard lo corrobora.

—Bien. Sentaos —exige la Directora—. Hoy la clase será corta, luego os explicaré porqué. Esta vez versará sobre el Imperio Español.

—¿Ya hemos llegado hasta ahí? —cuestiona Enoch—. Eso es en la Edad Moderna, aún estamos estudiando la Edad Media.

—Sí. Hablaremos de los Trastámara y como con ellos los españoles... —y la Directora deja la frase a medias, esperando por si alguien pudiera concluirla.

Mi padre era de origen español, y siempre decía que había nacido en un país guerrero y de ahí venía su interés por las armas. Si no me sé de memoria la casa de los Habsburgo (conocidos como Austrias) y la de los Trastámara, y lo que sería la Edad Moderna en España, que me cuelguen. Levanto la mano.

—¿Sí, Miss Hamilton?

—Con ellos, los españoles descubrieron América, guiados por Cristóbal Colón que era protegido de la Reina Isabel la Católica de Castilla. Los barcos que Colón controlaba, por decirlo de alguna manera, se llamaban "La Pinta", "La Niña" y "La Santa María" —respondo.

—Sí. Sí, correcto.

—Directora... Temo que no necesito esta clase. Nuestro padre era español. Si no llevo toda la vida escuchando sobre la gloria del Imperio, nunca he escuchado nada sobre ella.

—Bueno —accede la Directora, para mi sorpresa—. Entonces, seguramente sabrá más que yo del tema —y deja el libro que estaba leyendo sobre el asunto—. Si así lo desea, puede hablar usted. Empiece por donde guste.

—¿Por donde yo guste? —pregunto, al tiempo que la Directora ocupa mi lugar y yo me dirijo hacia donde ella estaba—. Bueno, supongo que podría empezar hablando de la propia reina Isabel, que lo tuvo crudo a la hora de llegar al trono de castilla pues se tuvo que enfrentar primero a su hermano, y luego a su sobrina, Juana la Beltraneja, que era reina consorte de Portugal, y por lo cuál el rey Portugués la apoyaba.

Y empiezo a hablar sobre el tema. En fin, básicamente les voy narrando un poco sobre la joven reina y luego hablo del matrimonio por conveniencia entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, Reyes Católicos. Por suerte para mí, que no quiero convertirme en profesora a los diecisiete años, como ha dicho la Directora, la clase de hoy es corta.

—Bueno, niños, terminamos por hoy —dice El Pájaro, cuando yo termino de hablar sobre Fernando el Católico y el dominio de Aragón en el Mediterráneo—. Ahora, necesito voluntarios para ir a buscar al nieto de Abe, y traerlo aquí al bucle.

—Yo iré —se ofrece Emma.

Millard la secunda, pero nadie más se ofrece a ir. Los niños se van, cada uno por su lado, a jugar o a cumplir con sus tareas. Enoch y yo nos quedamos solos, pero él se da la vuelta para salir de la habitación. Yo me levanto, voy hasta el dorso de la puerta, y me apoyo ahí.

—¿No vas con ellos, Enoch? —le pregunto, juguetona—. Es una pena. Con lo mucho que te gusta socializar... —dejo la frase en el aire.

—Sí, es una verdadera lástima que tenga cosas más importantes que hacer —asiente él, burlón—. Como cualquier cosa, por ejemplo —hace una pausa—. ¿Y tú, desconocida? —pregunta—. ¿No vas a por tu amiguito?

—¿Y perderme la oportunidad de molestar al chico más desagradable del bucle? —hago una mueca como si lo estuviera pensando—. No, ni soñarlo. Ni en un millón de años, borde.

—¿Borde? —pregunta él, frunciendo el ceño.

—Borde —afirmo yo, riéndome. Y luego añado—. ¿Qué vas a hacer?

—Quedarme a escucharte no, eso seguro — y con todo el ego que posee, se da la vuelta y se va.

Cuanta chulería. Y yo, como una tonta, solo me quedo mirándolo hasta que desaparece. Vuelve pronto, cargado con tarros que contienen corazones. Y yo sigo ahí, como si me hubieran plantado. Enoch parece leer mis pensamientos.

—¿Piensas venir a ayudarme? —cuestiona, alzando una ceja—. ¿O acaso te has quedado plantada como los árboles de Fiona?

—¿Por qué debería ayudarte? —replico, saliendo de mi trance.

—No deberías. Pero lo harás, porque he picado tu curiosidad —asegura él.

Y sin más, empieza a subir las escaleras, convencido de que lo voy a seguir. Lo peor de todo es que tiene razón. Tiene toda la jodida razón, porque no pasan apenas unos segundos y yo ya lo estoy siguiendo escaleras arriba.

Enoch se para delante de la puerta frente a la mía. Yo pensaba que esa habitación estaba vacía, pero parece ser que no es así. Espero que anoche no notase mis gritos, no querría que ese tuviera un arma que utilizar contra mí.

Va directo a su escritorio, lleno de tarros con corazones de todos los tamaños, y se sienta ahí. Abre el pecho de uno o dos muñecos, y les inserta tubos de plástico en las extremidades, y un poco de sangre que supongo que es de ratón.

—Gritabas como una posesa anoche —afirma—. Pero eso me vino bien. Me ha mantenido despierto, mientras trabajaba en las venas que pediste para mis soldados. Ahora, vamos a ver si tu puedes cumplir tu parte.

Inserta un corazón en el pecho de uno de los soldados y este empieza a palpitar. Sin esfuerzo alguno, consigo que la sangre llegue hasta el corazón por primera vez, y a partir de ahí, éste hace el trabajo solo. Enoch cierra el pecho del muñeco y éste empieza a moverse bajo mi control.

—Voy a dejar de controlarlo —aviso, y él asiente—. No ha ido mal.

Y es cierto. El muñeco sigue rondando por la mesa, como si estuviera reconociendo el terreno. Eso me hace sonreír. Enoch lo mira apreciativo, pero no hace comentario alguno. Unos instantes en silencio, y luego me mira a los ojos.

—Bien. Gracias y adiós.

Me hace un gesto con la mano para indicar que me vaya. Al principio me siento un poco indignada, luego recuerdo que estoy hablando con el hombre más desagradable del bucle. Lo miro unos momentos y luego camino hacia el reborde de la puerta. Pero la tentación de tener la última palabra es demasiado grande.

—Adiós, Borde.

Y salgo de la habitación a paso rápido. Al bajar las escaleras, me encuentro con Claire, Bronwyn y Olive.

—Hola Helena —me dice Olive, mirándome con sus grandes ojos castaños.

—Hola —respondo. Me inclino para estar a su altura y le sonrío—. ¿Qué vais a hacer?

—Queremos dar una fiesta del té mañana —afirma Claire—. Pero primero tenemos que preparar las cosas.

—Entiendo. ¿Y qué necesitáis de arriba?

—Buscamos a la Directora —explica Bronwyn—. Ella nos supervisa cuando tenemos que cocinar.

—Estoy aquí, niñas —miro hacia abajo para encontrarme con la Directora Peregrine—. Ahora no puedo supervisaros. Pero Víctor dice que Helena sabe cocinar. Quizá ella quiera ser parte de vuestra fiesta del té y ayudaros.

—Sí —respondo, antes de darme cuenta—. Me encantaría ayudaros.

Las niñas tiran de mí hacia la cocina sin responderme nada, riendo. La Directora me lanza una mirada de gratitud antes de que la pierda de vista. Está claro que la mujer está preocupada por diversas cosas, pero desconozco cuáles. Lo mínimo que puedo hacer ahora, es intentar ayudarla en todo lo que pueda. Nos ha acogido a mi hermano y a mí, en cierto modo le debo esa ayuda.

Pero me olvido de deber y dejar de deber cuando me encuentro con las niñas en la cocina. Ellas me miran atentamente con los ojos muy abiertos mientras yo voy mezclando masas y otras cosas para hacer galletas y magdalenas para mañana. Luego me ayudan a limpiar la cocina, y al terminar, puedo decir que nunca había visto niñas más felices. A veces es muy fácil hacer felices a los demás, y no nos damos cuenta.

—Helena —me dice Bronwyn—. ¿Por qué viniste aquí?

—Bueno —respondo, algo incómoda—. Mi padre y mi madre murieron, y no tenía a donde ir, así que a la primera oportunidad, volví a Cairnholm, el sitio donde nací. Al fin y al cabo, mi hermano vivía aquí. Pero como somos peculiares, y Víctor descubrió el bucle, decidimos que estaríamos más a salvo aquí.

—¿Cómo murieron tus padres? —pregunta Olive.

—¿No estás muy triste? —pregunta Claire a su vez, espantada.

—Bueno, sus muertes son un poco misteriosas para mí —respondo—. Pero no tenían ojos cuando encontramos su cadáveres —Bronwyn palidece—. Y sobre estar triste, sí, estoy triste. Pero me mantengo contenta, porque sé que ellos me querían y querrían que yo sea feliz. Además, ahora deben de estar en un lugar mejor.

Me inclino y acaricio los tirabuzones dorados de Claire para tranquilizar a la niña. Bronwyn, que ha empezado a llorar sin que yo me diera cuenta, me abraza con fuerza. Demasiada fuerza. Creo que se le ha olvidado que esa es su peculiaridad.

—Bronwyn, querida, no tan fuerte —le pido—. Me vas a hacer pedazos los huesos.

—¡Oh! —dice ella—. ¡Perdona! Es que... Entiendo lo que sientes.

La niña se retira. Olive y Claire la siguen, y yo me quedo sola en la cocina, preguntándome qué puede sucederles. Esperaba obtener respuestas de mi hermano, pero él está tan confundido como yo. Lo hablamos anoche. Me contó que también vió un hombre sin pupilas, pero por lo demás no había nada que supiera.

Esto es demasiada coincidencia, y estoy segura de que tiene que ver con el doctor Golan. Mi hermano reconoció la descripción que le di de él como la del hombre sin pupilas. Está metido en el ajo, estoy segura, y ahora más que nunca espero que Jacob haya sido fiel a su palabra.

Hablando de Jacob, Emma y Millard han vuelto con las manos vacías. No lo han encontrado en la casa ni por los alrededores. Supongo que tendremos que ir a buscarlo Víctor y yo, como posiblemente deberíamos haber hecho desde el principio. Al fin y al cabo, Jacob sabe quiénes somos.

Sin embargo, no cuestiono el asunto a Miss Peregrine hasta después de la comida. Cuando lo hago, ella asiente. Nos dice que tengamos mucho cuidado y que no tardemos mucho, y se muestra renuente a la idea de que vayamos solos, porque aunque conocemos la isla teme que nos pase algo o volvamos a un lugar equivocado. En mi opinión, se preocupa demasiado. Aunque quién sabe, quizá tenga razón.

—¿Dónde está Víctor? —pregunta.

—No lo sé —respondo—. Llevo sin verlo desde la comida. ¿Sabe de algún lugar donde haya podido ir?

—Lo cierto es que no —la mujer suspira—. Y preferiría que volváis antes de la cena.

En ese momento escuchamos un ruido. Es Enoch, que entra a toda prisa y empieza a rebuscar en la cocina, moviendo sus frascos con corazones de un armario a otro en busca de alguno en particular. La directora llama su atención.

—Mister O'Connor —él se da la vuelta para quedar cara a cara con nosotras. Su expresión es neutra, aunque ha rotado los ojos por la forma en que la Directora lo ha llamado—. Haga el favor de acompañar a Miss Hamilton a por Mister Portman. Su hermano no está aquí, y no vale la pena buscarlo sin saber si lo encontraremos.

Enoch vuelve a rotar los ojos al escuchar la orden. Está claro que no le gusta. Está de todo menos contento, eso seguro. Deja el bote que había seleccionado en un sitio visible y se vuelve hacia mí con irritación.

—Vamos —ordena, y echa a andar.

Sale de la casa a paso rápido, y yo le sigo. Casi tengo que trotar para ir a su ritmo. Como he dicho, está de mal humor. Otra vez. Me pregunto si alguna vez, milagrosamente, lo veré de buen humor.

—¿Por qué tanta prisa? —cuestiono—. No es como si fueras a pasar horas fuera del bucle. Anda, intenta ser amable. Jacob es buena gente.

Enoch no responde. Pero baja un poco el ritmo, así que doy por hecho que mis palabras no son del todo vanas. Estoy convencida de que no será amable con Jacob a pesar de lo que yo pueda decir. Claro que, ¿por qué iba a escucharme? Como él mismo dice, soy una desconocida. Apenas sí supo de mi hasta ayer, solo por las palabras de mi hermano, y le conoce desde, ¿qué? ¿Una semana más que a mí? Es obvio que no confía en mí, y aunque me considero una persona de fiar, creo que hace bien en ser receloso con la gente.

Llegamos al hotel en tiempo record de ocho minutos. Abro la puerta y entramos. Encontramos en el salón a Jacob y a su padre. Aliso mi vestido y me acerco a ellos, seguida por Enoch, que lo mira todo con desconfianza.

—Jacob —llamo—. Hola, señor Portman. ¿Como habéis estado?

—Bien —responde el señor Portman, más abierto a la charla que su hijo—. Muy bien. He estado observando aves, esta mañana. Y Jacob ya ha visto la casa en ruinas.

—¿Sí? ¡Me alegro! —afirmo—. Porque si ya no tiene nada que hacer, me gustaría que pasase la tarde conmigo y con unos amigos.

—¿Unos amigos? —pregunta Jacob.

—Amigos de la infancia.

—¿Cómo ése? —Jacob eleva una ceja mirando a Enoch, pero este no responde al comentario. Su expresión se mantiene absolutamente neutra.

—No. Hace poco que conozco a Enoch. Enoch, él es Jacob Portman. Jacob, Enoch O'Connor.

Enoch le da la mano a Jacob con desinterés. El señor Portman también le da la mano al peculiar después de que yo efectúe la presentación, pero Enoch tampoco parece sentir interés por el hombre.

—En fin. ¿Te gustaría venir? —pregunto.

—¡Claro! —afirma él—. Estaré encantado.

—Bueno, vamos.

Él se levanta y nos sigue a Enoch y a mí fuera de la taberna. Hacemos el camino de retorno poco a poco. Enoch está en silencio, mientras que Jacob me acribilla a preguntas sobre lo que he estado haciendo, mis amigos, mi hermano y otros muchos etcéteras.

Finalmente, llegamos detrás del Cairn. Jacob está tan concentrado en nuestra conversación, que ni siquiera se da cuenta de que retrocedemos en el tiempo. Salimos de nuevo del Cairn ya en el soleado día 3 de septiembre de 1940, y es entonces cuando él se da cuenta de que algo extraño ha ocurrido.

—¿Qué ha pasado? —pregunta.

—Bienvenido al 3 de septiembre de 1940 —le respondo—. El día que tu abuelo te pidió que buscaras. Ven, ahora conocerás a los otros peculiares.

Llamo a la puerta y nos abre Miss Peregrine. Tiene una expresión de tristeza y alegría al mismo tiempo, como que está feliz de ver a Jacob, pero al mismo tiempo sabe que no trae buenas noticias. Nos hace pasar a todos a la casa.

—Llegáis justo a tiempo para la cena, niños. Ustedes dos —señala a los chicos—. Arriba. Yo tengo que hablar con Miss Hamilton.

Me yergo al escucharla decir que tiene que hablar conmigo. Sé que no debo preocuparme, porque no he hecho nada malo, pero lo cierto es que siempre que escucho esas palabras me preocupo. La Directora me indica que me siente en una silla, en la pequeña mesa que hay en la cocina.

—No se preocupe, Miss Hamilton —me dice, advirtiendo mis sentimientos—. No quiero decirle nada malo. Al contrario, de hecho. Es usted una persona singular, incluso entre nosotros, los peculiares. Cuando su hermano llegó, le prometí que le contaría la verdad acerca de su madre... Y de su padre ahora. Pero quise esperar a que usted apareciera.

—¿La verdad? —pregunto, algo preocupada.

—La verdad —asiente ella—. Sé que están preocupados por ciertas similitudes entre sus muertes, y hacen bien en estarlo. Sobre todo, han hecho bien en venir aquí. Pero luego les explicaré todo, a ambos.

—Muy bien —suspiro.











Hoy la he puesto en modo profesora. Solo un poco. Espero que no os parezca mal. Como siempre, me podéis decir qué pensáis acerca del capítulo, y estoy abierta a críticas constructivas.

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