1
—¡Víctor! —cualquiera que hubiera oído mis gritos habría pensado que el chico moría—. ¡Víctor! ¡No! ¡No quiero ir! ¡No me dejes! ¡Víctor!
Me llamo Helena. Víctor es mi hermano mellizo. Ahora hace ya trece años del suceso que narro: estoy por cumplir los diecisiete. Cuando mis padres se separaron, cada uno se quedó con uno de nosotros. Por eso mis gritos. Víctor era mi mayor protector y mi único amigo, así que considero normal reaccionar mal a que nos separaran.
Mi padre estaba literalmente arrastrándome hacia el yate que nos llevaría a la isla grande, donde cogeríamos un avión a Estados Unidos, para nunca volver. Desde nuestra llegada al país, nunca hemos tenido un hogar fijo, y la relación entre los dos va cada vez a peor. Mi padre se horroriza cada vez que yo utilizo mis poderes, aunque eso no me detiene de hacerlo. Nunca lo ha hecho. Y mi única razón de ser era la correspondencia con mi hermano.
Quiero decir, mi única razón de ser es la correspondencia con mi hermano. Víctor me escribe constantemente y las cartas me llegan rápido, pero no lo suficiente. Al principio, la primera vez que papá y yo nos asentamos aquí, a pesar de que me decía que nunca me gustaría este país, me esforcé por hacer amigos.
Pero que queréis que os diga. Cuando uno hace amigos y tiene que cambiarlos cada tres o cuatro meses, al final pierde las ganas de socializar. Así que ahora mi razón de vivir es mi hermano. No sé qué haría Víctor si yo me dejase ir. Hace tiempo que ya no tiene a mamá.
Preparándome para una última mudanza, espero, pienso en mi hermano. En el gesto de su boca al torcerse por la desaprobación, en sus ojos azules como el cielo, en su cabello liso y castaño. En el olor a pino que siempre le caracterizaba cuando todavía vivíamos junto. En su sonrisa.
No lo he vuelto a ver desde aquel día, y nuestros gritos, la desesperación de verme separada de él, aún me atormentan. Mis ojeras dan fé de las pesadillas que me persiguen por las noches, y todas son iguales, siempre lo mismo. El rítmico sonido de los tambores, y mi hermano frente a mí... Sin ojos.
El despertar también es siempre igual, gritos y chillidos casi incomprensibles, entre los que solo se puede deducir el nombre de mi hermano. Levantarse, correr al baño, vomitar, llorar, tomar las pastillas para la ansiedad e intentar dormir sin sueños con ayuda de la medicación.
Respiro profundamente, mientras guardo en la caja la última de mis pertenencias, una foto de mi hermano tal cual es ahora. Vino con su última carta: vestido de traje negro, de luto por la muerte de nuestra madre. Nuestra madre, que no tenía ojos cuando encontraron su cadáver. Siempre he soñado con gente sin ojos, así que tiré la foto de mamá. Solo me hacía daño mirarla.
—No hay monstruos que me vayan a hacer daño, todo estará bien. No hay monstruos que me vayan a hacer daño, todo estará bien —repito, ansiosa.
No puedo tomarme las pastillas más de dos veces al día, una vez cada doce horas, así que el resto del tiempo, cuando tengo un pequeño ataque, repito mi mantra. Nunca he tenido un terapeuta fijo, ya que siempre ando cambiando de hogar, pero todos coinciden en que las mismas pastillas me harán bien. Así que las sigo tomando, desde que tenía siete años.
Poco después, con ayuda de mi padre, estoy subiendo a su furgoneta todas las cajas. Lo cierto es que no he ocupado más que dos o tres, una para la ropa, otra para los libros y otra para mis escasas pertenencias materiales a parte de esas. Mi padre ocupa las otras siete con sus cosas. Digamos que, por rico que sea, nunca fue una persona desprendida. Por eso se separó de mi madre.
Me siento en el asiento del copiloto y me preparo para ignorarlo durante todo el viaje hasta Florida. Nunca me llamó la atención ese lugar, y ahora menos todavía, pero supongo que no será tan terrible. Al final, nada es tan terrible como mis pesadillas. Así que nunca tengo otro problema que ese. Y no pasará tanto tiempo antes de que papá decida que debemos mudarnos.
Pasan horas antes de que lleguemos a nuestra nueva casa. Pero cuando por fin estamos allí, siento que... No, no ha merecido la pena. La casa es pequeña, y mi habitación no debe de superar los diez metros cuadrados. Pero bueno, no es como si nunca hubiera tenido una más grande.
A pesar de no ser desprendido, precisamente, mi padre se preocupa por mí en cierta medida, así que me ayuda a subir las cajas y me dice:
—Puedes salir a explorar si quieres —dice—. Cuando acabes de desempacar. Y ya te he conseguido un nuevo terapeuta, se llama Doctor Golan.
—Lo haré —respondo—. Gracias, papá.
No os voy a mentir, quiero mucho a mi padre. Muchísimo. Pero por mucho que lo quiera, hay tantos puntos en los que estamos en desacuerdo que no puedo evitar molestarme con él. Aunque supongo que debo agradecerle el control que eso me ha dado sobre varias de mis peculiaridades, especialmente la del control mental y físico de la gente.
Deshago las cajas y voy dejando cada cosa en su sitio. Mi ropa entra perfectamente en el armario, bastante grande para el tamaño de la habitación, pero mis libros los tengo que amontonar en el suelo junto al escritorio. Sobre lo demás, mi cubo de rubik, las fotos y otro par de cosas apenas significativas, no hay problema alguno.
Cuando termino, que gracias a lo relativamente poco que poseo, es rápido, salgo de la casa para irme a "explorar". En mi único bolso llevo un papel con la dirección y el teléfono de mi padre, así como un sándwich, una copia de las llaves y algo de dinero de mi sueldo del trabajo que he tenido que dejar.
Me dirijo hacia donde ni yo misma sé, y poco tiempo después me encuentro en una urbanización. Una de las casas tiene restos de cinta policial, y hay un bosque cerca. Es curioso, pero soy una paranoica, y sé que podría tener un ataque de nervios en cualquier momento, así que decido no entrar. Las emociones fuertes no son para mí.
Cerca de ella hay un chico, que ha venido seguramente con su padre y con su madre, por lo que puedo ver. Saludo con la mano, antes de seguir mi camino. Como si se tratase de un tic nervioso, pocos minutos después descubro que siento de nuevo ansiedad y que mi mano izquierda está irremediablemente frotando mi brazo derecho.
Respiro y expiro monótonamente para calmarme, como me enseñó mi anterior psiquiatra. Esta vez funciona y puedo continuar mi camino que no lleva a ningún punto fijo, aunque tengo la sensación constante de que me siguen. Es parte de mi paranoia, debe de serlo, pero eso no me disuade de mi decisión de volver a la casa cuanto antes.
Para la tarde siguiente, estoy en la sala de espera, esperando (lo que se suele hacer en estas salas, supongo) a que llegue mi turno de entrar con el loquero. Hay un chico como de mi edad a mi lado, al que reconozco como el muchacho que vi ayer. Entablando conversación con él, descubro que está aquí por estrés postraumático, causado por la muerte de su abuelo.
—Le habían arrancado los ojos —me cuenta Jacob.
—Que extraño —musito en voz baja.
—Lo es —asiente él—. Nunca he sabido de nadie a quien le arrancaran los ojos, la policía dijo que fue una jauría de perros salvajes.
—No —respondo—. Quiero decir, que no me refería a eso —me apresuro a añadir—. Es que llevo meses soñando con mi hermano, mirándome sin ojos. Y mi madre... Cuando encontraron su cadáver tampoco tenía ojos.
La realidad es que yo no tengo un don en sí. Es decir, no nací pudiendo crear fuego o controlar las plantas o algo por el estilo. Simplemente esas habilidades me vinieron con el tiempo. En algún momento, descubrí que mi verdadero don es que puedo adquirir las peculiaridades de otras personas con solo tocarlas. Pero no le he contado eso a nadie, ni siquiera a Víctor.
Bueno, eso tiene que ver en que, desde que toqué a un chico que decía tener sueños proféticos, tengo pesadillas cada vez más lúcidas con criaturas extrañas, con tentáculos en la boca, dientes afilados y piel putrefacta. Resulta que Jacob sueña con las mismas criaturas que yo, criaturas que al parecer su abuelo retrataba. Pero me rehúso a decirle que yo también sueño con lo mismo.
—Podemos intercambiar números de teléfono —sugiero de pronto. Ya me estoy arrepintiendo—. La verdad es que no conozco a nadie por aquí, y si quieres quedar algún día...
—¡Sí! Claro, me encantaría quedar algún día contigo —noto un leve rubor en sus mejillas—. Eres muy guapa.
—Genial. Me llamo Helena Hamilton, por cierto.
—Jacob Portman.
Y así se funda una pequeña amistad, o un inicio de una posible amistad. Le escribo mi número en su móvil, y él escribe su número en el mío también. Así establecemos un contacto.
Pasa poco tiempo antes de que el Doctor Golan me llame a la consulta. Mi padre no está aquí, ni pasará a recogerme, así que supongo que no tengo porqué apresurarme. Me tumbo en la camilla de cuero negro como él me pide, y comienza con un interrogatorio superficial sobre mi vida.
—¿Cómo te llamas? —pregunta.
—Helena Orianne Hamilton —respondo, de inmediato.
—¿Qué día naciste? —vuelve a preguntar
—El cinco de Enero de 1999 —vuelvo a responder.
—¿Qué edad tienes?
—Diecisiete años —esto se me hace monótono.
—¿Tienes hermanos?
—Sí. Tengo un hermano.
—¿Dónde está? ¿Cómo se llama? ¿Cuántos años tiene?
—Vive en Cairnholm, Inglaterra. Es mi gemelo, tiene diecisiete años. Se llama Víctor Axel Hamilton.
—¿Por qué estás aquí?
—Porque sufro ataques de nervios y ansiedad cuando experimento emociones fuertes, y tengo recetados ciertos medicamentos desde los siete años —respondo de nuevo.
—¿Quiénes son tus amigos?
—Yo no tengo amigos.
—Háblame de tu madre —me pide.
—Mi madre está muerta —respondo. Y luego algo en mí me incita a mentir—. Nunca encontraron su cadáver, enterraron un ataúd vacío.
No sé porqué le he mentido. En teoría, él debería poder ayudarme, pero la confianza se gana, y poco sé acerca de él. ¿Que si siempre he sido así de paranoica? Pues sí la verdad, desde chiquita. Víctor era extrovertido y confiaba en la gente, y yo era la voz de la razón que le decía que no todo el mundo es bueno.
El Doctor me hace unas cuantas preguntas básicas más, y yo le respondo. Acepto que le miento en unas cuantas cosas sobre mi hermano, pero prefiero no hablar con extraños sobre él y mucho menos sobre nuestras peculiaridades.
Cuando finalmente el doctor me deja marchar, la consulta está vacía. No sabía que he hablado tanto con él. Quiero decir, hace unos pocos segundos estaba convencida de que no le había dicho nada. ¿Puede haber utilizado un truco psicológico para hacerme hablar? No lo descartaría, y si es así, me gustaría aprenderlo.
Llego a casa hacia media tarde, y me encuentro a papá sentado con una carta en la mano.
—Oh. Hola —me dice, y su tono me hace temblar—. Ven, siéntate. La carta es para ti.
Me siento junto a él. La carta viene de Cairnholm y tiene un sello de unos cinco días de antigüedad. Distingo claramente la letra de mi hermano en el sobre. Mierda. Saber de Víctor siempre hace que papá se ponga... Violento.
—Cariño —su voz grita que está ebrio—. ¿Has seguido carteándote con tu hermano? —pregunta, pasando su mano por mi cuello—. ¡Cuando te advertí que no lo hicieras! ¡Y te dije las consecuencias! —alza la voz.
Tiemblo. No debo usar mis peculiaridades con él, ni siquiera para salvarme, y lo sé. El primer golpe va a mi cara. Luego me agarra de la muñeca y me lleva al sótano. Observo por el rabillo del ojo como se quita el cinturón.
—Sabes que detesto hacer esto, mi vida —susurra contra mi oído. Deposita un beso en mi frente y continúa hablando—. Eres la niña de papá, ¿no es así? —asiento mientras que él me amordaza—. Pero te pareces tanto a tu madre... Eres tan desobediente.
Luego empieza la paliza. La soporto en silencio, tanto por no darle la satisfacción de saber que me duele como porque gritar solo empeoraría las cosas para mí. Pasado un rato que se me hace eterno, se cansa. Sale del sótano y es entonces cuando puedo levantarme penosamente del suelo.
Para calmar mi rebeldía frustrada, me saco un selfie en el que se puede apreciar mi rostro lleno de moretones, y le escribo en la parte de atrás, después de imprimirla: "No quieres ver el resto". Luego agarro una hoja de papel y escribo a mi hermano una carta bastante larga, minimizando mis penurias y glorificando el nuevo cuarto, la nueva ciudad e incluso el nuevo doctor mucho más de lo que me parece que merecen.
La guardo en un sobre y lo escondo en el único lugar de mi habitación que mi padre no registra: la funda de mi almohada. La razón de que Víctor guarde nuestra correspondencia, es que él es libre de escribirme, y yo no soy libre de escribirle a él.
Seguramente pasarán una o dos semanas antes de que papá me permita salir. Para que ya nadie pueda ver rastros de moretones en mi rostro o mis brazos. Así que me dispongo a "disfrutar" de mi cautiverio en la medida de lo posible.
Como el padre bueno y cariñoso que es, papá me trae para cenar una hamburguesa y unas patatas fritas del McDonalds más cercano, y un pequeño botiquín para que me cure las heridas. A veces, sobre todo después de una paliza o un ataque de nervios, olvido que si yo no cocino, todo en esta casa es comida basura.
Hasta aquí el primer capítulo. Espero que os haya gustado. Y no os preocupéis: las cosas mejorarán para Helena. Espero.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro