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❝ Se mi pecado favorito ❞

Capítulo 4

Durante mi adolescencia fui un ejemplo a seguir, la niña de casa que no rompe un plato. Mi primer novio lo tuve a los veinte, el segundo a los veintidós, y con él perdí la preciada virginidad. Por estúpida, cabe recalcar. Christopher había sido el único hombre que le permití tocarme, entregarme a él no fue fácil, nunca lo había sido con ningún hombre. Era como si les tuviera miedo, todo por mis inseguridades —aunque tampoco tenía una larga lista de pretendientes—.

Por esa delicada razón, todavía sigo preguntándome ¿por qué dejé que un desconocido me hiciera lo que hizo? ¿Qué estuvo mal conmigo? ¿Qué me pasó?

Es decir, el lugar más polémico en el que mantuve relaciones sexuales fue en un sofá. De resto, la cama era la indicada. Y de pronto, voy y lo hago en el baño de un museo en plena celebración.

Y juro por lo más sagrado que, literalmente, exploté.

—Estoy listo para patearles el culo —exclama el abuelo, emocionado, mientras entramos al club privado deportivo—. Edna, dame mi gorro.

—Tus rodillas no están muy bien, abuelo.

—Estoy de acuerdo con la niña —espeta su asistente gruñona.

— ¡Son un par de aguafiestas! Déjenme vivir mis últimos días como más me gusta.

Suspiro, decaída. Me molesta cuando hace referencia a su muerte.

John, el guardaespaldas, lleva al hombro nuestros bolsos con los palos de golf y nos va diciendo los peligros de los carritos de golf. Es un maniático de la seguridad.

Yo me voy comiendo las uñas a medida que nos acercamos al salón de estar para los jugadores del golf, quisiera salir corriendo. Por instinto, tiro del dobladillo de la mini falda azul oscuro.

— ¡Jeff! ¡Han venido! —Nos sonríe contento, el señor Carter. Más atrás reconozco las figuras de dos hombres que deseo ignorar.

— ¡No me lo perdería, Lincoln!

— ¿Cómo está, señor Carter? —Le tiendo la mano—. Un gusto volver a verlo.

—Muy bien, Natalie, gracias. Estoy encantado de que hayas venido. —Se inclina un poco y agrega— : Aaron no para de hablar de ti.

Me sonrojo. ¿Y su hijo con preferencias de contratos sexuales no habla de mí?

—Ehh, qué tanto cuchicheo —bromea el abuelo.

—Nada, nada, Jeff. Venga, los muchachos están pidiendo los carritos.

A regañadientes, les sigo el paso, cada vez más cerca de mi desgracia. Ignoro por completo la mirada de Aaron que se pasea por mis piernas desnudas, me concentro en Andrew, que no aparta los ojos de mi boca.

El abuelo los saluda con gran fervor y cariño, tal parece que han compartido muchos partidos. Mi saludo es recatado, me limito a sonreír, sin apretón de manos y mucho menos abrazos.

—Dios ha oído mis plegarias —dramatiza Aaron—. Moría por volver a verte, Nat.

Sonrío, sin nada que decir. Soy fuertemente atraída por el alto hombre de aspecto imperturbable, serio y distante, como si no hubiese tenido nada que ver con mi presencia hoy aquí.

—Aquí está mi mujer. Natalie, te presento a Andrea, la dueña de mis quincenas —bromea el señor Carter ante la llegada de una elegante mujer.

Muy educada, le digo mi nombre completo y estrecho su suave mano. Es una mujer de pelo corto y platinado, ojos negros y delicada belleza. Podía imaginarla como la más guapa de la preparatoria.

—Así que tú eres la niña de la que Aaron habla y habla —dice, con cierto fastidio. Él sonríe y se encoge de hombros.

—Es preciosa mi nieta ¿verdad?

La señora Carter me mira con recelo antes de voltear hacia el abuelo.

—Oh, sí.

Siento que ha sido sarcasmo, pero bien el abuelo la ignora o no se da cuenta. La cara de ángel difiere de su actitud odiosa. Hasta me sorprende que esté vestida para jugar, no hubiese dudado que lo suyo es sentarse con una limonada y mirar de lejos.

Le echo un vistazo a su pantalón lila a juego con la camisa de su marido. ¿Por qué yo tengo que usar una mini falda?

—Ignórala —me aconseja, Aaron—. Ella es así, no es personal.

—Claro.

Le pido a Edna que me pase el gorro blanco y me coloco, ajustando el cierre debajo de mi cola de caballo. De reojo, miro al callado Andrew, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón bien planchado. ¿Cómo se vería si sonriera? ¿Si fuera más... relajado?

—Nosotros hablaremos un poco antes de empezar. Estás en casa, Natalie —dice el señor Carter con una simpática sonrisa, alejándose con su esposa y el abuelo hacia los sofás.

—El club es nuestro —aclara, Aaron, más cerca de mí—. Estás guapa hoy...

—Iré al servicio —chillo, con la voz ahogada—. Con permiso.

Rápidamente me alejo de él y sus inquietas manos. Desde luego me acelera el corazón, pero no de la misma manera que Andrew, él me genera nervios y pánico. No es difícil imaginar que es Christopher quien me habla.

En el servicio, me mojo el rostro con el agua fría. Puede que para el final del juego yo ya esté enloquecida.

Me seco y estiro lo más que puedo la faldita. Saldré. Esta vez no me separaré ni un segundo del abuelo. Le ha dado muy poca importancia al flirteo de Aaron, quizás piensa que es broma, pero yo no puedo soportarlo, mi mente no puede.

Abro la puerta de madera blanca y mi frente impacta contra algo sólido cubierto de tela. Ante mis ojos confundidos se recrea la imagen del mismo polo negro que cierto hombre de contratos sexuales porta.

De una forma veloz y ruda agarra mis manos y me empuja dentro del servicio. Mareada, lo próximo que escucho es el portazo y una pared en mi espalda. Eleva mis manos sobre mi cabeza y descansa su frente en la mía. Mi respiración agitada rebota en su rostro, me está costando analizar qué ha pasado en menos de cinco segundos y por qué me encuentro sometida contra una pared por Andrew Carter.

—Me gusta cómo te luce esta falda—susurra con los ojos cerrados, roza mi nariz con la suya—. Pídeme que te bese.

—Ya hablamos de esto y fui clara contigo —respondo, admirando en silencio lo hermoso que es cada detalle de su rostro.

—Pídemelo, por favor, si no lo dices no podré hacerlo y lo necesito con urgencia.

Trago saliva siendo testigo de su voz temblorosa y fuera de control. Deseo tanto que me bese, más de lo que él piensa, y esa es la razón por la cual no puedo ni debo ceder.

—Natalie. —Abre los ojos lentamente—. Deja de mirarme, habla.

—Entiéndeme... —pido en un hilo de voz.

Su mano libre recorre mi cintura y desciende con lentitud hasta la piel desnudas del muslo. Enciende miles de fuegos artificiales en mí. Coloca mi pierna alrededor de su cadera y la oscura mirada que adopta lo destroza todo.

—Pídemelo.

—Bésame —me rindo en un débil susurro.

Me sorprende que no se lance con desespero, se toma su tiempo para acariciar mis resecos labios con la lengua, apresa el labio inferior entre sus dientes y tira de él para proceder a introducir con lentitud la lengua en mi boca. Lo recibo con más ansia de la que pretendía, pero la necesidad de él fue más grande.

No importa que nos conozcamos hace cinco minutos, mi sed de él es tan fuerte como si lleváramos tiempo soportando una tensión sexual.

Mientras me besa profundo y despacio, la mano en mi muslo se atreve a meterse debajo de la falda. Y aunque mi camiseta manga larga es transpirable, el calor y la falta de oxígeno es alucinante.

—Eres un vicio, mare. Eres lo único en lo que puedo pensar.

Mis ganas de comentarle que él tampoco sale de mi cabeza se esfuman al recordar que es mi cuerpo el que está en su mente, no yo, porque él quiere sexo y no amor, y yo no puedo tener sexo sin experimentar sentimientos.

—Yo no quiero que pienses en mí.

Su mano en el muslo se aferra a él cuando intento bajar la pierna, ejerce más presión en mis muñecas.

— ¿No entiendes que me estás volviendo loco? —sisea sobre mi boca—. Estoy loco por una joven que acabo de conocer y que, la verdad sea dicha, es la única que se ha resistido tanto a mí.

—Tienes un ego muy grande, por eso

Me reta con la helada mirada azul.

—E ignora mi muestra de interés en ella...

— ¿Por muestra de interés te refieres a un contrato de explotación sexual siete días a la semana?

—Natalie —suelta el aire, estupefacto—. La impertinencia la escondes debajo de la fachada de ángel, es increíble.

La realidad es que nunca he tenido fama de ser insolente, valiente, impertinente, retadora; soy todo lo contrario, pero algo escapa de mí cuando estamos juntos. Pierdo el filtro cerebro-boca y sale a flote un lado de mí que no sabía que existía.

—Suélteme y váyase, por favor.

— ¿Por qué tus ojos ruegan que no me aleje de ti?

Sostenerle la mirada es lo más difícil que me ha tocado hacer, siento que traspasa mi alma.

Reclama mi boca una vez más, pegándose por completo a mí, haciendo que sea perceptible el bulto entre sus piernas. Inmediatamente mi cuerpo responde, ardiendo en llamas, mi pierna se aferra a su alrededor por sí sola y un gemido ronco escapa de su boca cuando nos rozamos.

— ¿Has leído El Rey Lear de William Shakespeare? —pregunta, acariciando la cara interna de mi muslo.

—Sí...

—Si por besarte tuviera que ir después al infierno, lo haría. Así después podré presumir a los demonios de haber estado en el paraíso sin nunca entrar.

Me separo de él justo en el momento que me acaricia sobre el tejido de mis bragas y mi respiración falla.

— ¿Eso qué significa?

—Que estoy dispuesto a cometer todo pecado con tal de tenerte en mis brazos, sin importar las consecuencias.

Cierro los ojos, tomando aire por la boca, mientras él retira la mano de mi intimidad. Suelta mis manos y las coloca sobre sus hombros, enseguida le agarro del cuello, tirando de él.

—Se mi pecado favorito, Natalie. El único pecado que cometa noche tras noche.

—No puedo —murmuro, recuperando la conciencia—. Ha sido un error que me hayas hecho venir, te aprovechaste del abuelo.

—Yo nunca me rindo.

—Entonces será tu primera vez, porque mi respuesta sigue siendo un «no».

No sé de dónde saco la fuerza pero consigo apartarlo de mí, o simplemente él se ha dejado apartar, el punto es que decido irme con un nudo en la garganta y las puñeteras ganas de decirle: sí, seré tu pecado nocturno. Pero la verdad es que tan solo estos minutos a su lado han servido para demostrarme que en poco tiempo estaré enamorada de él.

—Natalie, no seas maleducada, ven.

— ¡Ay! —exclama una modelito de pelo negro cuando casi chocamos al abrir la puerta. Me paralizo—. ¿Drew? ¡Cuánto tiempo!

La hermosa mujer de ojos azules rodea mi cuerpo como si yo no existiera, como si hubiera desaparecido al lado de Andrew. Ella lo abraza con emoción, y a pesar de que utiliza una voz baja, puedo oírla decir:

—Tenemos que repetir.

Él, sin embargo, no ha respondido a su abrazo por estar mirándome fijamente con el ceño fruncido. Le brindo una pequeña sonrisa antes de salir y cerrarles la puerta del servicio de damas.

Olvidaba que no soy la primera mujer seducida a pecar con él, a firmar el contrato, y no podría sentirme más idiota que ahora, por haber creído momentáneamente en sus palabras cuando es obvio que solo las ha repetido y se las repetirá a la que venga después de mí.

—Al fin, preciosa, mira lo que he comprado para ti. —Aaron me recibe con una sonrisa y un paquete de snacks.

—Gracias, no tenías que hacerlo...

— ¿Estás bien? Vas un poco perturbada.

—Estoy bien, sí.

Aaron vuelve a sonreír y empieza a hablarme sobre él sin yo pedírselo, mientras me cuenta que tiene veintisiete años, le fascina nadar, escalar montañas y cualquier deporte de riesgo, yo cuento cada minuto que Andrew pasa en ese baño con la alta mujer de buen cuerpo.

— ¡Venga, a empezar! —Choca las palmas, el señor Carter—. ¿Dónde está Drew?

Echándole un polvo a una modelo ya que no pudo hacerlo conmigo.

Me acerco al abuelo, él de inmediato me sonríe y sujeta mi mano en la suya. Nosotros nos adelantamos mientras Aaron se queda a la espera de su hermano. John conduce el carrito por la hierba, a su lado va Edna y atrás voy con el abuelo.

—Ese olor otra vez... —resopla—. ¿Eres tú, Nat?

— ¡Mira! Allí vienen los hermanos.

El abuelo gira la cabeza y sacude la mano en su dirección. ¿Qué tan avanzado es el olfato del abuelo? Ni siquiera Aaron, que es el hermano, lo ha notado. Y ¿cómo puede dejarme impregnado su aroma tan fácil?

La primera en lanzar soy yo, los nervios me comen entera. Los demás están parados a una distancia prudente detrás de mí mientras John coloca la bola, luego me pasa el palo correspondiente.

—Hazlo, Nat —me alienta el abuelo.

—Qué vistas tan hermosas.

—Aaron, por favor, la vas a desconcentrar —le riñe el padre.

Respiro hondo. Del tee de salida al primer hoyo el recorrido es recto, es fácil, el abuelo me ha enseñado a jugar muy bien. Solo que estar bajo la intensa mirada de la familia Carter me descontrola. Fijo la mirada en la bola y hago el primer golpe con toda la fe del mundo.

Aguanto la respiración viendo la bola en el aire que, muy milagrosamente, aterriza dentro del primer hoyo de dieciocho.

—Hoyo en uno —anuncia John.

— ¡Bien, bien, Natalie! —Aplaude el abuelo. Y yo no sé cómo hice el hoyo en uno cuando siempre me cuesta dos golpes más.

La señora Carter me mira con desdén y disgusto, pero si no le presto atención, será mejor para mi bienestar. Con la buena suerte de mi lado, recorremos los hoyos y en mis turnos consigo emplear pocos golpes, hasta que en el hoyo nueve un lago me arrebata la buena suerte. La bola cae al agua.

—Tienes ahora un golpe de penalidad —chasquea la lengua, Aaron.

—Y tú llevas ya cinco sumados —me burlo, mientras John se encarga de mi próxima bola—. ¿A qué has venido? Harás perder a tu hermano.

—A verte a ti, por supuesto.

Durante el juego he conocido un poco más a Aaron, y a este punto, podemos considerarnos casi amigos. Sin embargo, a veces sigue dándome escalofríos, sobretodo cuando se acerca mucho.

— ¿Van a coquetear o a jugar? —replica una ronca voz detrás de nosotros.

— ¿Coquetear? —Se mete el abuelo.

—Drew, por favor —bufa Aaron, poniéndose el palo sobre el hombro—. Disimula, hermanito —baja la voz y sus hombros chocan cuando él le pasa por al lado.

No sé dónde meter la cabeza.

Tras tres golpes más, la bola entra en el hoyo. Concentrarme en la bola no es fácil cuando tengo a Andrew Carter mirándome sin siquiera parpadear, así ha sido durante todo el juego. Verlo jugar son breves momentos en los que mi cuerpo tenso se relaja y mis ojos se recrean con sus dóciles movimientos.

En el hoyo trece es su turno de golpear, y es imposible no quedar embelesada por lo perfecto que se ve en ese polo y pantalón deportivo, elegante como sus golpes. Erguido y relajado ante la bola, gira lentamente el cuerpo hacia la derecha flexionando la pierna izquierda y efectúa un limpio swing que lanza la bola al aire.

—Hoyo en uno —afirma, John.

— ¡Eso es, vamos! —festeja, Aaron.

Yo no puedo dejar de mirarlo mientras hace girar el palo de hierro en su mano y camina con gracia y porte hacia nosotros. Es imposible ser tan arrebatador, tan atractivo. Es como una peli de ensueño, ni siquiera puedo creer que hace poco tuve su boca en la mía.

—Muy bien hecho, Drew —le premia, la señora Carter, con una inclinación de cabeza.

—Gracias, madre.

El abuelo cierra el partido en el hoyo dieciocho, logrando un albatros¹. Ha sido un juego exigente, teniendo en cuenta la experiencia de los Carter —menos Aaron— y la nuestra. El matrimonio Carter consiguen el menor número de golpes en los dieciocho hoyos, el abuelo y yo quedamos de segundos con 75 golpes. Y a pesar de la magnífica técnica de Andrew, queda de tercero gracias a los mil golpes de penalidad de Aaron.

— ¡Qué partidazo, familia!

—Me he divertido mucho, Lincoln. Gracias por invitarnos, ¡nunca decepcionas! —se ríe el abuelo, mientras entramos al salón del club.

—Las gracias a Drew. Ha sido cosa de él.

Cómo no.

—Pues muchas gracias, muchacho —Le palmea la espalda—. La hemos pasado de maravilla, ¿a que sí, Nat?

—Sí —contesto, distraída y evitando contacto visual—. Gracias.

—No hay de qué. Siempre es un placer compartir con usted, y ahora que se ha sumado su nieta, mucho más.

— ¡Maravilloso! Oye, muchacho... Qué buena colonia usas.

—Bueno, es de Ralph Lauren —responde él, medio confundido.

—Ya veo, es intensa... —murmura mirándome de reojo y yo bajo la mirada—. Nos gustaría invitarlos a almorzar como muestra de agradecimiento por la invitación.

Le gustaría a él, porque a mí no. El juego ya ha sido suficiente como para seguir compartiendo tiempo con ellos, pero no, aún queda más.

Albatros: cuando se completa el hoyo con tres golpes por debajo del par. Por ejemplo: embocar la bola en dos tiros en un par 5.

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