❝ De vez en cuando es bueno pecar ❞
PARTE 1. "UN CONTRATO".
Capítulo 1.
—Señor Cassel, ¿es verdad que venderá la constructora?
— ¿Está enfermo, señor Cassel?
— ¡Señor Cassel! ¿Su nieta recibirá el cargo de CEO?
— ¡Natalie! ¡Natalie!
Las preguntas de los periodistas son miles, una tras otra; la brillante luz blanca de las cámaras tomándonos fotografías nos aturden tanto a mí, como al abuelo, mientras caminamos por la alfombra roja que conduce al interior del museo.
—No hay preguntas —concluye firmemente, John, el guardaespaldas del abuelo.
Aprieto el brazo del abuelo que rodea el mío, él me da un palmada en mi fría mano. No me gustan estos eventos, empezando por lo tedioso que es caminar por la alfombra con todas esas luces y gritos que solo sirven para aturdirte y decir tonterías, como la chica de anteojos que extiende un micrófono de TMZ hacia mí y me pregunta si estoy ansiosa por poseer el mando de Cassbuild. En otras palabras, insinúa si ansío que el abuelo muera. Esa gente a veces parece que no tuvieran consciencia.
Jeffrey Cassel, fundador y CEO de la renombrada constructora de Nueva York y el país entero, mi adorado abuelo, está más que acostumbrado a esto. Eso no me impide el querer protegerlo de tanto bullicio, a sus noventa años el tiempo le pasa factura y está un poco débil.
—Le dije que estaría mejor en casa —le riño dulcemente, cuando encontramos la paz dentro del museo de arte.
—Hija mía, este vejestorio necesita salir de esa casa, y qué más satisfactorio que con mi dulce nieta —dice con su temblorosa voz.
Sin pensarlo, mi labio inferior sobresale en un puchero y me invaden las ganas de echarme a llorar. Amo demasiado al abuelo, no sé qué será de mí el día que él... Es mejor no pensarlo. Observo con cariño su perfil, las arrugas en su piel blanca, el brillo de sus ojos verdes; luce cómico con el antifaz azul oscuro.
La temática de la fiesta es de máscaras, la etiqueta de vestimenta del siglo XIX. Mi mejor amiga Clarke eligió un bonito vestido largo color marfil para mí, y una máscara plateada que me encantó y resalta mi verdosa mirada, que heredé del abuelo.
—Vale, pero cuando estés muy cansado me avisas y nos vamos.
—No podría hacerle un feo a Lincoln Carter, hija.
—Eso no es hacerle un feo, abuelo —murmuro, severa.
El museo es espectacular, recién abrió sus puertas la semana pasada a manos de Lincoln Carter, recuerdo haberlo visto en un programa de cotilleos. Lo que no recuerdo es de qué va esta fiesta de máscaras; del brazo del abuelo saludamos a varios conocidos y él entabla largas conversaciones con algunos, yo con la esperanza de que hablen sobre el motivo de la fiesta, cosa que no pasa.
La esposa del ingeniero con el que habla el abuelo lo llama, se disculpa con nosotros y obtengo la oportunidad de salir de dudas.
—Abuelo, ¿por qué la fiesta?
Él voltea a verme con las cejas alzadas, le pide a su asistente que le consiga un vaso con agua y se centra en mí.
—Mi preciosa Natalie, hoy es el aniversario de Industrias Carter, esa que nos provee directamente la comida y artículos de limpieza.
—Lo había olvidado.
—Es lo normal, hija, no te juzgo...
Ruedo los ojos, el pasatiempo favorito del abuelo: burlarse de mi memoria de pez.
La asistente del abuelo aparece con la cara larga que la identifica y le entrega su botellín de agua. Dejando zanjado el tema de los Carter, acompaño al abuelo mientras conversa con muchas personas más. Yo no conozco a nadie. Es decir, sí, pero solo de nombre puesto que algunos son colegas de la familia o accionistas de la constructora. Esta fiesta parece tan animada para los demás y tan aburrida para mí
—Mira estos cuadros. Jo, qué artístico —farfulla el abuelo.
—Sí, qué bonito... No le veo forma pero bueno.
—Es abstracta, Nat.
Apoyo la cabeza en su hombro mirando las estatuas de cerámica detrás de nosotros. La de Miguel Ángel es especialmente hermosa. Mientras que el abuelo prefiere admirar pinturas abstractas, yo me quedo embobada con las esculturas.
Un hombre alto, de quizás casi dos metros, se para en frente de la estatua. Pongo mala cara. De pronto paso de admirar otro tipo de escultura. Su cuerpo. Que estando de espaldas es digno de ver. El traje azul se ajusta a sus piernas, la chaqueta marca una espada ancha. La soltura de sus movimientos al saludar a una mujer que se acerca son atrayentes.
El abuelo me hace dar unos cuantos pasos, pero algo me impide apartar la mirada de ese hombre. Una fuerza letal, intensa, dolorosa. La mano de la mujer se esconde debajo de la chaqueta, y la de él se posa en su espalda baja.
¿Por qué no puedo dejar de mirarlo?
Entonces voltea. Me mira. Y no sé por qué soy incapaz de moverme para evitar la vergüenza de que me pillara mirándolo como acosadora. Si de espaldas es hermoso, de frente es perfecto. Es el hombre más apuesto que he visto en mi vida entera. Mi cerebro no halla las palabras correctas para definirlo, porque simplemente la perfección es imposible de expresar. Él es perfección.
Su celeste mirada intensa a través de la máscara negra me cala hasta los huesos. La forma en la que me mira es intimidante, sexy... Dios, podría morir aquí mismo solo por su mirada.
La comisura de sus labios se eleva, solo un poco, antes de asomar la punta de la lengua humedeciendo sus labios rosados.
¡Suficiente! Con mi rostro ardiendo, le doy la espalda, parándome de manera correcta. Literalmente estoy ardiendo.
—Abuelo...
—Vale, vale. Vamos a por un dulce, lo necesito, y tú también —me pellizca la mejilla—. ¿Por qué estás rojita, Nat?
—Es la falta de azúcar, vamos —le insisto. Todavía puedo sentir una mirada sobre mí. Nunca voy a superar esto.
Nos acercamos a la mesa con distinta variedad de postres y el abuelo me da una trufa. Mientras la degusto no puedo dejar de pensar en su cuerpo, la manera en que me hizo sentir aun lejos de mí. Lo más probable es que no vuelva a verlo con toda la gente que hay.
Pero claramente siempre subestimo las cosas, entre el mar de personas veo sus ojos. Es él, lo sé por la máscara y cómo reacciona mi cuerpo. Pero, ¿qué me pasa? Ese hombre me ha seguido y ahora no aparta su mirada de mí.
—Es hora de que saludemos a los Carter, hija.
— ¿Puedo ir primero al aseo? —Lo freno, con una sonrisa.
Hace una exagerada mueca de fastidio, pero sacude la mano para que vaya. Genial, porque necesito calmarme. El calor que recorre mi cuerpo no es común, nunca me había excitado de una manera tan estúpida, y sobre todo con alguien desconocido.
Afortunadamente cuando entro al baño de damas está vacío. Apoyo las manos en el lavabo, respirando en largos intervalos. El abuelo tenía razón, tengo las mejillas coloradas. Mi piel pálida tiene un color especial.
Vaya momento más vergonzoso estoy pasando.
La puerta es abierta y alguien entra, pero estoy más concentrada en mis uñas recién pintadas de blanco que en la mujer que ha entrado. Frunzo el ceño, ¿qué mujer usa colonia masculina?
Levanto la cabeza y no es precisamente una mujer a la que veo a través del espejo. Me quedo paralizada, mi corazón papiltando con fuerza. Ha vuelto a seguirme, tomándose el atrevimiento de invadir un espacio único y privado para mujeres.
Quiero decirle que es un pasado, que se salga y deje de mirarme como un psicópata obsesionado, pero no consiguo articular ninguna palabra, ningún sonido. Mi cerebro se ha desconectado.
Son cortos los pasos que dan sus largas piernas hasta posicionarse detrás de mí, nuestros cuerpos entran en contacto, ninguno aparta la mirada del otro en el espejo.
Tengo que parar esto.
Pero él tiene otros planes, sus dedos acarician mi nuca.
—De vez en cuando es bueno pecar —susurra sobre mi piel provocándome un estremecimiento.
—No sé quién es usted, pero está siendo insensato —replico, con la poca fuerza que tengo.
Veo el destello de una malévola sonrisa que me hace apretar los dedos en el mármol del lavabo. Ahogo un gemido cuando posa la mano abierta en mi vientre. Todas mis alarmas saltan, nerviosas, este es el tipo de situaciones del que suelo huir pero el magnetismo que desprende de su cuerpo es más fuerte que mi razonamiento.
—Sentí tu mirada a cada momento, algo te llamó de mí, y algo me llama de ti —objeta, su voz ronca es profunda. Su mano libre se mueve por mi cuello y me obliga a sostener su intensa mirada a través del espejo—. Te quiero aquí y ahora.
Trago saliva con dificultad, incapaz de seguir mirándolo, pero su mano aplica más fuerza e impide que se desacate su mandato. La decisión en sus ojos es contundente.
—Sé aceptar un «no». Pídeme que me aleje y lo haré.
—No me acuesto con desconocidos.
—No seas insolente, no lo tolero. —Arrastra un tirante de mi vestido y este cae por mi hombro—. Tú no me conoces, yo no te conozco... Nunca había anhelado tanto algo, a alguien como tú.
Me permito cerrar los ojos, si elimino mi sentido visual tal vez pueda aceptar el hecho de lo que estoy a punto de cometer. El desconocido pasea sus manos por mi cuerpo, tirando del vestido hacia arriba hasta que siento el bulto de tela en mi cintura. Procede a apoyar una mano en mi espalda, me obliga a inclinarme.
—Dime que pare.
—No quiero —confieso, asombrada de mis propias palabras.
Estoy totalmente perdida en su aroma abrumador y el electrizante toque de sus manos en mi tersa piel pálida. Su mano se ubica debajo de mi mandíbula y hace girar mi cabeza, lo próximo que siento es el exótico sabor de sus labios aplastados contra los míos. A pesar de que una voz dentro de mí sigue en contra de esta locura, yo decido ignorarla. Mis fuerzas se han visto aplacadas por ávida lengua que invade mi boca.
Un ronco gemido escapa de mi garganta y me avergüenzo de ello casi al instante, y se nota en el beso, a lo que él se separa pocos centímetros de mí.
—No te contengas, no lo tolero.
—Tú no toleras nada —espeto, sin pensar.
—Claramente no. Tampoco tolero el tono de voz maleducado que has empleado.
Se apodera de mis labios dejándome sin réplica. A simple vista es un hombre dominante que no le gusta que le contradigan, y mi última experiencia con alguien así terminó mal. Sin embargo, por unos minutos puedo olvidarlo, esta locura quedará en el olvido después de que acabe.
Oír el característico ruido de una correa abriéndose me genera un cosquilleo expectante en el vientre. De pronto, me encuentro sumida en este pecado, algo se apodera de mí y dejo todo prejuicio atrás mientras mis besos adquieren más pasión, y él la recibe con gusto. Estoy encantada con la manera en que mueve su boca en la mía, tiene el arte de besar perfeccionado.
—Nos pueden ver —jadeo, recordando el detalle de que cualquiera puede entrar, pero solo lo digo por cortesía. Me importa un rábano que nos vean, ahora quiero acabar lo que empezó.
—Cerré con seguro... —Juega con el lóbulo de mi oreja mientras sus dedos encuentran el tejido de mis bragas. Presa del deseo, observo en el espejo cómo se adentran y la caricia en mi clítoris hace que cierre los ojos—. Y me llamabas insensato... Me complace saber que te has humedecido por mí, me aclara que no te soy indiferente. Tú no me eres indiferente, mare.
De mis labios entreabiertos sale un fuerte gemido en cuanto desliza dentro de mí dos dedos. Lo hace con facilidad, salen y entran como la seda gracias a mi humedad. Es la primera vez que me pasa algo similar.
—Escucha la música, las suaves notas, es maravillosa —murmura entre cortos besos que reparte en mi hombro.
Acato su petición. Presto atención a la pieza de Mozart que suena a través de los parlantes del museo, descubro que ha acertado en decir que es maravilloso, porque lo es. Las delicadas notas en compás de sus dedos, convierten este encuentro aun más erótico.
Profiero un lastimero sonido ante el abandono de sus mágicos dedos, pero se ve reemplazado por un grito ahogado al sentir su enfundada erección penetrar mi cuerpo, sin molestarse en quitarme las bragas. Me he sumergido tanto en la música y el placer que no he percibido lo demás.
Cualquier pensamiento cuerdo se ve borrado de mi mente al recibir una poderosa estocada, muy lejana a la delicadeza de sus dedos. Aprieto con mucha fuerza tanto la encimera como mis labios, reprimo miles de sonoros gemidos producidos por sus rápidas y controladas embestidas. Llego a poner los ojos en blanco sintiendo lo profundo que entra en mí.
La rudeza que emplea en mí amenaza con dejarme envuelta en la locura propia. Es agresivo, pero comedido. Sujeta mis caderas mientras nuestros cuerpos chocan con bestialidad. A través de mi borrosa visión consigo admirar el mar azul de sus ojos, más oscuros que antes. Descubro que no separa la mirada de mi rostro, el ceño fruncido y la seria expresión de su atractivo rostro me desmorona.
Más temprano que tarde me hallo deseando con fervor que este momento dure para siempre, que no abandone mi cuerpo, que me mire así sin descanso. Pero todo lo bueno tiene su final, y los sueños no se hacen realidad.
Si impaciente boca busca la mía y me besa con la misma ferocidad de sus embestidas. Su lengua entrelazada a la mía es el punto final para mí, mis piernas tiemblan y mi cuerpo entero se tensa mientras libero una explosión de placer acumulado en mi vientre, mis músculos internos se aferran a él y no contengo el grito que me provoca. Su orgasmo sucede luego de cuatro golpes más, quedo embelesada mirándolo doblar el cuello y morderse el labio tan sensualmente al correrse dentro de mí.
Es la imagen más excitante que he visto en mis veinticinco años de vida.
Como todo cuento de magia, el hechizo se desvanece cuando retira su miembro de mí. Permanezco quieta, inmóvil, mientras él se deshace del condón. Cierro los ojos para ocultar la vergüenza que se reflejaba, ha sido una experiencia única y peligrosa, pero el sentimiento de culpabilidad se adueña de mí.
¿De verdad yo, Natalie Cassel, he tenido sexo con un desconocido en los baños de un museo?
El remordimiento es mordaz conmigo. La palabra «zorra» se repite sin cesar en mi cabeza. El roce de dos grandes manos en mis hombros me hacen dar un respingo, pero me niego a mirarlo, esperaré que se vaya y entonces podré tener un episodio brutal de culpabilidad.
Lo siento acomodar mi vestido con la misma delicadeza que utilizó en un principio. No es hasta que sujeta mis muñecas cuando me doy cuenta de que sigo apretando con fuerza el mármol. El desconocido suelta mis dedos con facilidad, un pinchazo de dolor me recorre las articulaciones de las manos.
—Abre los ojos —me pide, a la vez que coloca las manos en mis hombros—. Odio repetirme.
— ¿No lo toleras? —musito, tomando el riesgo de abrirlos y perderme otra vez en sus ojos.
—Para nada —dice, con un atisbo de sonrisa—. Fue un placer conocerte, mare... Nunca te voy a olvidar —admite en un suave susurro a mi oído.
— ¿No me vas a decir tu nombre?
—Le quitaría la gracia a lo que ha pasado. Este momento tan gratificante perdurará para toda nuestra vida.
Me mira por última vez a través de la máscara negra y dorada, disfruto de sus carnosos labios en mi cuello como despedida. El desconocido aleja sus manos de mi cuerpo y tan pronto como llegó, se esfuma.
Miro mi reflejo en el espejo. No me reconozco, soy una Natalie diferente con el pelo alborotado, las mejillas encendidas y los ojos más brillantes que nunca. Entre el revoltijo de sentimientos de culpabilidad y remordimiento, se unen la satisfacción y la diversión.
Ni en mis tiempos más locos hice algo como esto.
Salgo del servicio en busca del abuelo, con el misterioso hombre sexy de ojos azules y grandes atributos. Tal como él dijo, perdurará para toda la vida. Me ha hecho sentir viva, despertó lo que creí perdido desde hace tiempo. No puedo recordar la última vez que disfruté del sexo, sin embargo, a pesar de las circunstancias, estar con él ha sido lo mejor.
— ¡Hija! —exclama el abuelo, en el lugar exacto en que lo dejé—. Padre celestial, estaba a punto de mandarte a buscar. ¿Por qué has tardado tanto?
—Problemas estomacales, abuelo. —Hago el ademán de sonreír.
—Oh, mi dulce nieta, te enfermas más que este viejo. Venga, demos las gracias a los anfitriones y nos iremos a casa para que descanses.
—No es para tanto, abuelo...
—Sí, Natalie —dice con los dientes apretados—. Mueve ese trasero y veamos a los Carter.
Mantengo la boca cerrada. A Jeffrey Cassel es imposible decirle que no, y más cuando se pone amenazante.
La estirada de su asistenta nos sigue el paso con notable irritación. Ella fue una de las que se negó a que el abuelo asistiera, pero a él nunca se le puede decir «no».
—Alguien se ha pasado con la colonia, huele a macho —resopla y por instinto me alejo un paso de él.
Al parecer, el desconocido dejó su exquisito aroma impregnado en mí.
—Sí, qué horror...
Cerca de la entrada al salón de reliquias antiguas, el abuelo señala disimuladamente un grupo de hombres ahí reunidos y asegura que se trata de los famosos Carter. Yo no le presto mucha atención, me dedico a seguirle el paso mientras mi mente está en otro lugar. Ese hombre está fijado en mis pensamientos, lo único que hago es pensarlo. Sus besos, sus manos, su olor...
—Jeffrey Cassel, es un honor contar con tu presencia.
—Oh, apreciado Lincoln, gracias por la invitación. El museo está increíble, no podía faltar. Ah, te presento a mi hermosa nieta, Natalie. —Recibo un imperceptible codazo en la cintura que me obliga a volver a pisar tierra y bajar de la luna del amor.
—Ah, sí. Mucho gusto, señor Carter —balbuceo, al ver al hombre de rasgos definidos y barba frente a mí.
—El gusto es mío, jovencita —me sonríe, con amabilidad.
Pienso devolverle la sonrisa pero la tos de un hombre a su lado llama mi atención, y la de los demás. Clavo mis ojos en él y siento que el mundo se me viene abajo al reconocer los ojos azules, la máscara negra y el impecable traje sin arrugas.
Grave, bonito, error.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro