Inmaculada
Las campanas anunciaban con su grandioso sonido vehemente, el inicio de la ceremonia de transición. A diferencia de mi primer día en este convento, frío y tenebroso, este resplandecía con los rayos de sol adentrándose a la iglesia por las ventanas de vidrios coloridos, formando figuras religiosas iluminadas.
El sonido de la música ópera alegre rápidamente se hacía presente. Tanto yo, que me había retrasado, junto con otras muchachas que habían superado los días de candidatas al instaurarse más tarde en Sacred Blood, esperábamos el día del término de nuestra candidatura, y el inicio de nuestro noviciado.
Durante mi candidatura solo podía pensar en que el camino que había elegido por mí misma, no era un llamado de Dios.
Ni siquiera comprendía lo que era el auténtico llamado de Dios. Solo sabía que esto era mi escape de un matrimonio forzado, en el cuál, no quería estar. Pero ser monja, definitivamente tampoco era algo que quisiera. Aún así, había hecho una promesa en este lugar. Tenía que rescatar a esa extraña mujer que habitaba en las penumbras.
Esa extraña y hermosa mujer...
Por alguna razón, no podía dejar de pensar en ella. Parecía ser un espectro del mismo infierno, o tal vez el más bello ángel. Podía ser ambas cosas. Podía no ser ninguna de ellas. Podía estar viva, escondida en algún lugar de Sacred Blood, o podía estar... Tal vez ella ya no era habitante del mundo de los vivos.
Durante los tres días de candidatura ya cumplidos, después del incidente con Sor Ana, no la he vuelto a ver.
A Sor Ana sí. La mujer parece temerme ahora, ya que su ceño fruncido se aligera un poco cuando paso por su lado, intentando evadir que nuestras miradas se entrecrucen. Ella había visto algo en mí, algo malévolo. Lo sé, por que yo también lo ví. Lo sentí. Y me dio escalofríos.
Las rosas blancas, oh, sus pétalos caen...
Se desparraman a los pies de María.
Oh, madre de la esperanza, gracia y benevolencia...
Blanco es el amor que tu les entregarías.
Era uno de los rezos cantados. Era una ceremonia bastante rápida. Entregaban la ropa de novicia, y debías aceptar el llamado para entregarte a Dios. Aceptar el celibato, la obediencia, la pobreza. No podía dejar de temblar ante la idea de que yo no recibí ese llamado, solo quería ser monja para evitar casarme con un hombre.
Si no es con una mujer, que sea con Dios.
El miedo prontamente comenzó a gobernarme. Esa sensación de ansiedad recorriéndome, mientras la abadesa me otorgaba su bendición y por lo tanto, obtuve mi grado de novicia al fin. Esta vez no la miré, hasta evité respirar cuando ella se me acercó. Sentía que a pesar de su ceguera, me miraba. Era algo extraño. No me miraba con los ojos, si no con su alma. No me miraba mi cuerpo, si no, mi alma. Mis verdaderas intenciones. Las conocía.
Se repudiaba de mí.
Podía entender ese sentimiento bastante a menudo.
Luego de que todo por fin había terminado, comenzamos a reunirnos en grupo para favorecer la lectura bíblica. Fue bastante entretenido. Bueno, tal vez esa no sea la palabra, pero al menos pude obtener una sensación de calma ante tanto martirio interno. Ester Bernard nos leía en susurros rápidos, con la cabeza gacha, concentrada en las pequeñas escrituras antiguas. Ella ya había obtenido su grado de novicia, y se puede decir que era más experimentada que nosotras las nuevas.
En cuánto terminamos, agradecimos a las hermanas y nos dejaron la tarde libre para establecer oraciones personales y descanso físico. Cuando llegué a los aposentos, lo primero que hice fue quitarme el velo blanco, y después el griñón.
—Qué lindo cabello tienes, María.
Escuché una voz chillona a lo lejos, pero cada vez más cerca.
—No soy María, Emily.
Emily estaba con su uniforme completo de novicia. Lucía impecable. Su túnica planchada y sedosa, al igual que su escapulario. Su cofia y velo apretados y a una medida prolija, que no dejaban escapar ningún mechón rebelde de su cabello.
Estaba acompañada de más hermanas novicias. Las más altas se situaban en ambos extremos. Las miré con disimulo. Además de grandes hacia arriba, también eran grandes hacia al lado. Luego volví a posar mi mirada en Emily. Su voz parecía muy inocente, pero su actitud de forzosa puerilidad revelaba sus macabras intenciones.
—Chicas, creo que tengo una duda —dijo, ignorándome. Su actitud cínica comenzó a hacerme sentir incómoda. Tan solo su presencia infantil me provocaba esa desagradable sensación—. ¿Se puede ser novicia siendo sáfica? Es que en la biblia aparece que los homosexuales se irán al infierno.
Intenté contener mis emociones. Siempre fui mala en eso, pero si quería sobrevivir en este convento, debía aprender rápido.
Me aparté de ahí velozmente, como si el viento me hubiese empujado. Pero Emily, a pesar de su corta estatura y aspecto delgado, me tomó fuertemente de la muñeca, y me obligó a mirarla.
—Realmente no entiendo de qué estás hablando.
En mi mente se crearon muchas formas de hacerle daño a Emily. Mi corazón palpitaba fuerte. Era casi el único sonido que se escuchaba por encima de todos.
Sangre.
Sangre en la habitación. La imagen de todas las novicias ensangrentadas se formó instantáneamente en mi cabeza y lancé una exclamación de sorpresa, miedo y pesar. Sangre contrastando el blanco monacal. Luego, silencio.
Concéntrate. Tú eres más que eso.
—Lo siento. No me siento bien —dije como excusa para retirarme.
Todas permanecieron en silencio mientras se miraban las unas a las otras con notoria incomodidad. Apenas me retiré de la habitación, dejé que las lágrimas me deshidrataran.
Perdóname, señor.
Perdóname por ser así.
Perdona mis pecados.
—Señorita Richter, qué bueno que la encuentro. Tiene visita de su tía —dijo Sor Bridget mientras caminaba lentamente por el pasillo, meciendo su túnica negra con gracia y elegancia.
Ella había ignorado mis lágrimas y no preguntó nada sobre eso. Se lo agradecí internamente.
No sé a cuál de mis tías se refería, y tampoco me incomodaba la idea de que me viera llorando. Ya se me ocurriría alguna historia, y de todas formas, no le importaría mucho.
—Y por cierto, señorita Richter...
—¿Sí?
—Póngase el velo blanco. Ahora es una novicia, debe presentarse como tal. Y recuerde, es una mujer fuerte que sirve a Dios, no tema mal alguno.
—¡Oh, sí! Perdón... Disculpe —le sonreí.
Ella me devolvió la sonrisa. Volví a agradecerle internamente por ese gesto tan bonito. Se necesitan más sonrisas. Y de preferencia, que sean sinceras.
La visita iba a ser en la gran sala del primer piso, torre izquierda. Un hermoso salón que brillaba en pulcritud y limpieza se hizo presente ante mis ojos. A pesar de la notoria antigüedad, se apreciaba bastante cómodo y presentable. Sillones de cuero marrones a sus costados, y mesas por todas partes. Algunas de ellas tenían un cesto con frutas.
Frente al ventanal, que daba una cálida imágen del medio día, se encontraba una mujer con un abrigo negro largo, y botas del mismo color. No era necesario que se voltee a verme para saber de quién se trataba. Bastaba con mirar su cabello castaño caramelo cayendo sedosa y enroscadamente sobre su abrigo de cuero grueso.
Elizabeth.
Mi querida profesora de Historia.
—Disculpe la demora —dijo Sor Bridget, quién me había acompañado para indicarme dónde se encontraba esperando "mi tía".
Mis nervios incrementaron y sentí que no podía permanecer mucho tiempo de pie, ya que mis rodillas se tambaleaban.
Elizabeth estaba tomando su típico café muy amargo y sin azúcar. Observé con detenimiento el sombreado carmín de la tasa de porcelana blanca, aquel que sus labios habían creado mientras se deleitaba con el café.
Ella volteó ante las palabras de Sor Bridget. Intenté no mirarla, pero mis impulsos me ganaron. La mujer frente a mí, lucía su encantador color rojo en sus delicados labios. Ese color que tanto incomodó a Sor Bridget, —quién no ocultó su expresión facial—, y que tanto me enamoró a mí.
Desde que la ví, ese color era parte de sus hermosos y finos labios.
—No se preocupe, hermana. Muchas gracias por permitirme ver a Eleonor.
Mi nombre en su boca, con su maravillosa voz. Mis manos comenzaron a sudar. Sobretodo cuando Elizabeth dirigió su mirada hacia mí. Limpié mi sudor excesivo entre mis mangas.
—Recuerde que las visitas no duran más de treinta minutos. Ahora sí, las dejo para que puedan platicar.
No.
No me deje sola.
No sabía cómo sentirme. Solo sabía que estaba sintiendo todo al mismo tiempo.
—Eleonor, te ves... inmaculada.
Sus ojos. Sus bellos ojos marrones observándome como si fuera su café cargado. Deseosos, sedientos.
¿Qué se supone que debería responder ante eso?
—Por favor, vayamos a dar un paseo —dijo, al no obtener respuesta de mi parte. Agradeció a una de las criadas que estaban al servicio del convento por servirle café, y luego comenzamos a caminar, dirigiéndonos al inmenso jardín delantero.
Mientras nos desplazábamos se formó un terrible silencio. Sentía su mirada con bastante intensidad. En mí. En mi ropa.
Al estar fuera, unas criadas nos miraban con curiosidad. Sin embargo, no dijeron nada. Yo no sabía hacia donde nos dirigíamos. A penas el viento soplaba en nuestros cuerpos, y sentía el frío intentando atravesar mi túnica blanca, Elizabeth encendió un cigarrillo y comenzó a fumarlo a mí lado.
—¿Qué está haciendo? No puedo inhalar esa sustancia tóxica.
Ella volteó a mirarme y exhaló todo el humo restante frente a mi rostro.
—¿Desde cuándo me tratas de usted? Sabes que puedes tutearme.
Esa marca de sus labios rojos en el filtro del cigarrillo. Esa actitud desafiante, rebelde y libre. Todo en ella me estaba hechizando a cada segundo con un poco más de potencia.
No respondí. Me limité a mirarla, recordando que por nuestra insensatez había acabado en este lugar.
Seguimos caminando entre los arbustos empinados que separaban el jardín del camino principal. Y luego me percaté hacia dónde me llevaba, a su auto. Bueno, más bien, al auto de su esposo.
Que Elizabeth condujera un auto, usara pantalones y fumara un cigarrillo no era coincidencia. Estaba comenzando a participar en la época de la mujer moderna. Y me atraía, vaya que lo hacía. Me sentía totalmente inmaculada —así como ella misma me había nombrado—, al compararme con ella. Mis ropas blancas, símbolo de la uniformidad y renuncia de la vanidad.
Llegamos al estacionamiento. Era un espacio pequeño situado al lado de la gran puerta central hecha de barrotes de metal, como si se tratase de una cárcel en vez de un convento. La seguí. No sé porqué la seguía. Era como si me llamara su magnetismo femenino, su toque pecador después de tanta exigencia en la pulcridad y benevolencia.
Ingresamos a su auto, ambas en el asiento trasero.
—Has estado menos de una semana aquí y ya te lavaron el cerebro —comentó despectivamente, acariciándome la pierna que rozaba la suya, que solo las separaban la tela de la túnica y las medias.
—¿Qué estás haciendo?
—Mírame, Eleonor.
Había subido el tono de su voz y se había quitado el abrigo. Hice lo que me ordenó al instante, con cierta complejidad de mantener la vista en sus ojos.
—Sé que estás enojada conmigo por haber mentido y haber dicho que tú me acosaste. Lo entiendo. Pero vengo a enmendar mi error y voy a sacarte de aquí.
—¡No! No estoy enojada por eso. Tenías una reputación que salvar. Y no quiero irme de este lugar.
—Ay, Dios... ¡Reacciona! —Llevó su mano a mi mandíbula y la apretó con fuerza, obligándome a mantener mi mirada en ella. Y luego, como si nada, me besó.
—Debes... parar... —dije entre el beso y los jadeos.
No podía negarlo, esto me gustaba. No. Me encantaba. Quería tenerla, y que haga lo que quisiera conmigo. Que su lengua toque la mía, y otras partes de mi cuerpo. Pero así cómo me gustaba, también me asqueaba de mí misma.
Elizabeth tomó una de mis manos y la dejó en sus senos, bajo la ropa. Contacto piel y piel. Hizo que apretara uno de ellos, con bastante fuerza y gimió, estremeciéndome completamente. Pero entonces, la aparté con brusquedad. Yo seguía siendo más alta y con más fuerza que ella, a pesar de que ella era mayor.
Ella me miró, atónita.
—Eleonor, basta. Tú no eres así. ¡No eres una puta monja!
—No digas blasfemias. Y no, aún no. Hasta el momento solo soy una novicia.
Elizabeth, en un movimiento rápido, extrajo algo de su bolso que tardé poco después en darme cuenta de que eran esposas. Ella me había esposado ágilmente. La miré con consternación y duda. Era factible que pudiera tener objetos así y estar familiarizada con ellos debido a que su esposo era policía.
—Te salvaré de este lugar a cómo de lugar.
—¡No! Este lugar me está salvando de ti...
Un golpe en mi mejilla no me permitió terminar lo que estaba diciendo. Su mano extendida y la rabia en sus ojos la estaban haciendo actuar de esa manera, y yo decidí perdonarla, antes de que ella me pidiera perdón a mí. Y le seguí el beso a pesar de la sangre en mi boca. Y dejé que me desvistiera, me apartara de mis prendas monacales, mientras me miraba con deseo y lujuria.
Reprimí mi llanto, y solo me dejé llevar.
—Yo... No puedo hacerlo. Estoy casada. —Murmuré tan bajo, que no sé si pudo escucharme.
—Yo también estoy casada y eso nunca te detuvo —me respondió con malicia, seducción, y entendí que sí me había podido escuchar.
Acarició mis senos en cuánto me recostó en el asiento y me había quitado la túnica. Me sentí totalmente expuesta a su pecado, y lo peor es que yo lo estaba permitiendo con gusto. Ella vio mis hematomas y costras de las heridas pasadas, producto del daño ocasionado por mi padre y algunas hermanas del convento. Comenzó a lamer cada una de ellas, sin preguntarme nada. Algo en mí me decía que ella también sería capaz de provocarme ese dolor. Se inclinó hacia mí para pasar su lengua por mis pezones. Lancé leves gemidos que intenté reprimir. No quería que esto me gustara. Me asqueaba que esto me gustara tanto.
—Pero yo... no estoy casada con cualquier hombre. Estoy casada con Dios.
Murmurar eso fue algo totalmente desagradable para ella, logrando que se apartara de mí rápidamente y se volviera su vista al frente.
—Te voy a salvar de esto, pero necesitas tiempo —agregó totalmente asqueada, sin atreverse a volver a verme.
Se posicionó en el asiento del piloto y condujo hasta la puerta del estacionamiento. Comencé a gritar pero entonces, me ordenó que me callara y así lo hice.
Lo siguiente, no puedo describir cómo me sentí con lo que había hecho. Extrajo una pistola de su bolso, —cortesía de su marido también—, y con una actitud desesperada, tosca y hostil, obligó al guardia a abrir las puertas, excusándose que era policía. Algo innecesario, debido a que el hombre le obedeció en cuánto lo había apuntado con el arma.
Comencé a llorar amargamente mientras aún estaba desnuda ante ella, en alma y cuerpo, mostrando mis heridas que no quería que nadie viera, y sintiéndome vulnerada por ella. Las esposas me apretaban con fuerza, lastimando mi piel. Escuchaba el sonido del motor, y sentía la velocidad con la que conducía. Estaba con prisas, pude distinguir su desesperación al volante. Tal vez arrepentida, tal vez extasiada.
Solo pude pensar en algo en ese momento, no iba a poder cumplir mi promesa de ayudar a aquella mujer. La distancia se hacía cada vez más larga entre nosotras.
Comenzó a dolerme el pecho de repente, sin saber qué significaba. Luego, tuve una visión espantosa. El auto volcado, y Elizabeth bañada en sangre. Sangre que purifica.
—Elizabeth... reduce la velocidad.
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