
7
Las sombras
Muchas preguntas rondaban por mi mente. El miedo amenazaba con dejarme paralizada en cualquier momento, robándome la libertad de mis propias acciones. Y sin siquiera notarlo, ya estaba inmóvil, con la vista fija en esa señorita, posiblemente perdida, arrebatada de sus padres, viviendo un martirio.
Y yo... Yo le había prometido que la ayudaría.
Miré la cerradura que parecía ser de acero. Maldije en mi mente. No tenía ni la menor idea de cómo ayudarla, y lo que más escalofríos me causaba aún, era la idea de que si realmente ella estaba ahí en contra de su voluntad, siendo víctima de estas personas, o si estaba así porque se lo merecía.
Y nos protegían a todas de ella.
Me alejé de los barrotes gruesos. Busqué algo en los estantes del pasillo oscuro. No sabía qué estaba buscando. Tal vez esa llave. Pero en realidad, no sabía si me atrevería a usarla.
No tenía la seguridad de nada. Y eso me provocaba terror.
Resignada, dejé de buscar y volví hacia los barrotes. Tampoco sé para qué quería volver. Tal vez para verla una última vez, o conversar con ella. Que me cuente su historia, responda mis preguntas. Lo cuál, tampoco sabría si creerle o no. Todo era tan malditamente confuso.
Pero ni siquiera tuve que pensar en eso, porque la mujer ya no estaba ahí.
Reprimiendo un gemido de asombro me percaté de que el cuerpo de aquella misteriosa mujer había desaparecido. Se había movido sin hacer ruido alguno y en poco tiempo, lo cual era absolutamente imposible, debido a que segundos antes había estado amarrada.
No era humanamente posible.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo en cuánto pensé en esto. Y sin pensarlo más, corrí. Corrí sin mirar atrás, pensando en que si lo hiciera, ella estaría ahí. Observándome. Riéndose de mí.
Comencé a orar. Le pedí a Dios que me diera la sabiduría necesaria para la siguiente sucesión de mis actos. Pero no hubo respuesta.
Finalmente, me encontré aún corriendo en el pasillo principal del primer piso. Y por suerte, —o desgracia—, me encontré a Sor Ana. Aún no la conocía del todo, y no había tenido la oportunidad de dirigirle la palabra ya que aún no podía iniciar mi noviciado y ella era la hermana encargada de las lecciones de las novicias junto con Sor Bridget y Sor María, representando a las madres discretas. Y a pesar de no conocerla, sentía una energía extraña en ella que me parecía desagradable. Además, corrían rumores sobre ella, que era una mujer muy pesada, que siempre tenía la razón, y que jamás se le debía discutir.
—¡No corra por los pasillos! —Sor Ana exclamó con sorna, recalcando cada palabra.
Tenía pocas y crecientes arrugas en su rostro blanco. Bajo su griñón se escapaba de forma muy leve un mechón de su cabello rubio. Sus ojos verdes se verían tan hermosos si no fuera por su ceño toscamente fruncido en demostración de permanente enojo.
—Lo siento, Sor Ana. No volverá a suceder.
En serio tenía que quitarme esta costumbre de correr por los pasillos.
Mientras pensaba en esto, pasé por su lado con la cabeza gacha, observando mis zapatos, pensando en que me dejaría ir. Pero no. Sor Ana me toma de la muñeca, sin molestarse en ocultar su fuerza, y a pesar de mi gemido de dolor, no me soltó. Me llevó con ella hacia quién sabe donde mientras le rogaba que me soltara.
—Deje de quejarse, o el castigo será peor.
—¡No! ¡Por favor! ¡Ya le dije que no lo volveré a hacer! ¡Estoy herida, por favor, mire mis heridas! —Intenté causar empatía en ese monstruo uniformado.
Temí lo peor.
Y lo peor estaba a punto de comenzar.
Ingresamos a una gran oficina con luz contrastada de sus ventanales. Cerró la puerta con una llave que colgaba de su cuello rápidamente, mientras me lanzaba a una silla. La mujer era más alta que yo y eso me había pasado muy poco en la vida. Además, su contextura no demostraba qué tan fuerte era, porque lo era demasiado.
Sin darme cuenta, la mujer tomó una cruz de fierro antigua con la que me golpeó en el ojo. Chillé de dolor y supe que me caí al suelo por el impacto de mi espalda contra este. Contuve el aliento un momento, incapaz de procesar todo lo que había pasado, y mientras miraba su fría mirada de furia, quise reincorporarme. Aquella despiadada mujer tomó la cruz y la posicionó frente a mi rostro, suspendida en el aire, mientras recitaba una oración en un idioma que no pude comprender, y que supuse que era muy antiguo.
Mis sentidos comenzaron a decaer, y me sentía sumida en un profundo trance. Estaba perdiendo la concentración de todo a mi alrededor, y eso me aterraba.
¿Qué me está sucediendo?
Sentía poco a poco cómo experimentaba una sensación nueva, extraña, impresionante. Mi cuerpo comenzaba a dejar de ser mío. No podía moverme, ni si quiera un centímetro de músculo me correspondía. Comencé a elevarme con lentitud, sintiendo la suspensión como un pequeño vuelo, provocándome escalofríos en la espalda. Me dejé llevar por esa sensación que me producía calma y libertad.
Y entonces, veo cómo estaba llegando al techo. Vuelvo a mirar hacia abajo, y ahí se encontraba mi cuerpo.
Horrorizada, intenté volver de inmediato, pero antes de que pudiera flagelar mis extremidades, siento unas manos heladas en mis hombros. Y una voz susurrante, proveniente de detrás mío, muy cerca de mi oído me murmuraba:
—No permanezcas mucho tiempo fuera de tu cuerpo. Las sombras están en todos lados, y mueren por volver a sentirse vivas.
Ese "mueren" lo había susurrado de forma irónica, hasta divertida. Su tono me había provocado escalofríos. Era una voz femenina muy serena y gélida al mismo tiempo.
Esa voz parecía provenir desde el más allá. Tal vez yo estaba allí.
Sombras.
¿Qué eran las sombras exactamente?
—¿Quién eres? ¿Por qué no estoy en mi cuerpo? ¿Estoy muerta? ¿Estás muerta?
Ella liberó una risa seca y atractivamente escalofriante.
Me estremecí por completo y al no tener cuerpo, las sensaciones y emociones se expresaban de una manera más extraña, intensa. No sabía cómo describirlo. Tal vez no existían palabras para eso.
Mi alma flageló un poco más hacia arriba, haciendo que roce aún más el alma de esa mujer. Esto era increíblemente loco e intimidante. Algo que nunca pensé experimentar.
Hasta que finalmente nos tocábamos por completo. Ella me impulsó hacia abajo, mientras me sujetaba de la cintura. Parecía experta en esto. Yo no sabía cómo sentirme, estaba tan aterrada de esta escena irreal, como extraída de una película de terror o un libro de misterio.
Quise mirarla, pero temía encontrar un espectro infernal tras de mí, que me sujetaba con fuerza, y me hacía tener sensaciones de contacto físico intenso a pesar de que ninguna tenga cuerpo. Qué extraño era todo esto.
—Soy la mujer a la que prometiste que ayudarías.
La extraña mujer del jardín de rosas blancas.
Por alguna razón, sentí calma.
—Lo haré, pero primero dime... ¿Sigues con vida? ¿Dónde puedo encontrarte?
Ella me impulsaba hacia abajo. Estábamos descendiendo hacia mi cuerpo.
—No permanezcas mucho tiempo fuera de tu cuerpo —comentó otra vez, y me giró con agilidad. Ambas nos quedamos mirando fijamente. Y al contrario de lo que pensé que vería, —algo así como una escena de terror con un fantasma horripilante—, frente a mí, a escasos centímetros, yacía la mujer más hermosa que había visto.
Incluso más que mi profesora de Historia.
Y entonces, me empujó con delicadeza, haciéndome sentir cómo si mi propio cuerpo me estaba absorbiendo. Por un momento, me sentí fallecer por un paro cardíaco. Grité exaltada, con las pupilas desorbitadas, mientras me llevaba una mano al pecho. Luego la otra. Acaricié mi cuerpo. Estaba en mi cuerpo. Era mío, y me sentí viva. Y esa sensación era tan gratificante.
Mi corazón latiendo, mi sangre fluyendo por mis venas, mis pulmones recibiendo el oxígeno para que este mantenga mis funciones vitales. Era absolutamente emocionante y maravilloso.
Y mientras me reía como una loca, Sor Ana me miraba con total asombro. Sus pequeñas arrugas se hicieron un poco más visibles, y se arremolinaban en la parte externa superficial de sus ojos.
Me levanté rápidamente.
—Déjeme salir de aquí. —No fue una súplica, fue una orden.
Si tenía que luchar contra esta mujer, lo haría. De alguna forma, volver a sentirme con vida me hizo sentir fuerte. Una fortaleza que emanaba del propio espíritu, y acariciaba mi campo energético, brindándole todo lo necesario para nutrirlo.
Sor Ana no podía dejar de mirarme con esa expresión de asombro y hasta incluso, pude percibir en ella, algo de temor.
Su temor me hizo sentir que tenía el control. Y eso se sentía increíblemente bien.
Cómo la señora no reaccionaba, acerqué mi mano hacia su cuello, sin apartar mi mirada de ella. Sor Ana se había estremecido intensamente. La pérdida instantánea de su fuerza hizo que la cruz cayera de sus manos al suelo, provocando un estruendo estrepitoso. Continué mirándola ni siquiera desafiante, como diciéndole que no era un desafío, no era una contrincante digna, era simplemente una señora que se estaba haciendo cada vez más vieja, débil y decrépita.
En un movimiento rápido rompí su cadena mientras tiraba la llave con mi mano.
Ella chilló de repentino miedo. Yo sonreí de ferviente malicia.
Entonces tuve deseos casi incontrolables de provocarle mucho daño. En mi mente se alojaron muchas maneras de hacerla gemir de dolor, mientras su cuerpo se retuerce. Ocuparía esa misma cruz con la que me golpeó en el ojo, o tal vez, algo más puntiagudo. Lo metería en su boca hasta hacerla desangrar, mientras me burlaría en su cara diciéndole: Ore, hermana. Ore. Sería divertido porque evidentemente no podría recitar sus oraciones.
Luego, como si hubiese sentido un golpe frío de la realidad, me sentí absolutamente aterrada y asqueada de mis ideas. De mi mísma.
Abrí la puerta y huí. No me sentía yo. Había una oscura maldad en mi corazón difícil de sosegar. Estaba ahí, carcomiéndome las entrañas, envenenando mi ser.
Corrí mientras lloraba, deseando encontrarme a Sor Bridget diciéndome que no corra por los pasillos.
Deseando sentirme yo otra vez.
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