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5
















Lindas tetas

Entro al convento, corriendo a mi habitación compartida y me doy cuenta que apenas entré, estaban todas preparándose para dormir. Al interrumpir ese momento de calma, con total frenesí y exaltación, logré perturbarles su paz. Me miraron extrañadas por llegar así. Supuse que mis ojos estaban desorbitados, y mi rostro más pálido de lo que ya era. Mi aspecto no me ayudaba mucho, debido a los múltiples apósitos que cubrían heridas, y sobretodo mi querido apodo. Obviamente, ya era la loca del convento.

—Lo siento.

Fue lo único que dije, para finalmente entrar como si nada.

Escuché los murmullos, pero en este momento no tenían importancia. Nada lograba tener más importancia que lo acontecido minutos atrás. Mi corazón bailaba frenético, sentía que podía detenerse en cualquier momento, y estallar.

Me dirigí a mi cama, esperando no encontrar sorpresas de mis compañeras. Noto que una de ellas me observaba con detenimiento, como si con sus ojos me llamara. Me volteo hacia ella, seria, para que no se atreva a decirme nada.

—Hola. ¿Estás bien?

Era Emily, la chica que me encontré en el baño el primer día. Llevaba su cabello castaño trenzado, y su piel era tan fina y brillante como su pijama de seda.

—Sí. Gracias.

—Quería disculparme por llamarte así el otro día. Toma, son con mucha canela —me entregó unas galletas con una sonrisa en su rostro. Sus dientes eran irrealmente blancos, y brillaban notoriamente.

—Oh, muchas gracias, Emily.

Tal vez necesitaba amigas para soportar este lugar. Y Emily se veía una chica muy amable, aún que sus actitudes infantiles como el tono fingido de voz podía sacarme de quicio fácilmente.

Le acepté las galletas, y me preparé para dormir.










Me remuevo en la cama, incómoda. La ventana tenía una cortina gruesa que evitaba a toda costa que entre la tenue luz de la luna. La habitación estaba tan oscura que ni siquiera podía ver mis manos. Mis párpados pesaban, y se cerraban involuntariamente, presa de un sueño profundo.

Por alguna razón, ese sueño profundo, no era el suficiente para dormir. Había algo que no me dejaba conciliarlo.

Intenté dormir por un rato más, que se transformó en horas insoportables. Estaba cansada, pero había dejado de tener sueño. Solo pereza y sin sueño. Una mezcla que hace tu vida miserable.

Decidí levantarme y ponerme las pantuflas. Las habitaciones se encontraban en el segundo piso del convento, tendría que bajar al primero para dirigirme a la enfermería y encontrar medicamentos para conciliar el sueño. Estaba todo oscuro y solitario, caminaba a pasos acelerados solo acompañada del frío acariciando mi espalda.

Al terminar de recorrer el gran y sombrío pasillo y llegar a la habitación de enfermería, tuve esa incesante sensación otra vez.

Me observan.

Intento revisar entre los cajones blancos que guardaban medicina, pero estos estaban cerrados. Maldije en mis adentros, ni siquiera tenía cigarillos que acompañen mi insomnio. Estaba dispuesta a retirarme de esta lúgubre sala, hasta que se me ocurre enfocar mi vista en la ventana del frente. Me asomo para ver el jardín de rosas blancas, como si ese lugar me llamara de alguna forma. La estatua del ángel que llora se encuentra tan lejos y rodeado de arbustos frondosos, que de aquí no se podía ver. Tal vez no existía en realidad.

Me relajé un momento, hasta pensé que lo que me había sucedido, solo había sido un momento de sugestión.

Me di la vuelta para marcharme. Grave error.

Mi alma pareció abandonar mi cuerpo en cuánto esa aparición sobrenatural en el jardín de rosas blancas se hallaba justo a un metro de mí. Su rostro, con una expresión sombría y mirada fija a mis ojos. Había algo en su exquisita belleza inusual que me advertía que no era humana. No había una pizca de humanidad en ella. Pero se veía tan igual a una de nosotras, a excepción que su cuerpo no habitaba en nuestra dimensión. Solo flotaba, sumergida en un mundo extraño y frío, que la envolvía por toda la eternidad.

—Ayúdame. Eres la única que puede verme y escucharme.

Su voz, tan misteriosamente etérea, súbita, repentina, hizo que me saliera del impacto, y entrara a otro.

Avanzó hacia mí, y tocó mi rostro con una de sus manos. En realidad, no podía tocarme, pero lo sentía como una agradable y fría caricia del viento durante la noche gélida.

—Lo haré. Lo prometo.

En cuánto dije estas santas palabras, la aparición se apaciguó. Relajó su expresión facial, y luego se disipó como humo de cigarrillo.

Me recosté en la camilla y pude conciliar el sueño de inmediato, como si se hubiese drenado gran parte de mi energía. Energía que ella había llevado consigo.

De alguna extraña forma, me sentía parte de ella.

Había amanecido y sentía que no dormí más de dos horas. Aún estaba muy cansada e iba a ser un día nublado, por lo que mi sueño incrementaría durante la tarde. Corrí hacia mi habitación antes de que alguna hermana pudiera encontrarme y hacerme preguntas. Pero los pasillos no son tan oscuros en la mañana, y mi silueta se logró ver entre las sombras.

—Señorita Richter, ¿qué hace aquí? —Para mi suerte, se trataba de Sor Bridget.

—Buenos días, Sor Bridget. Tenía tanto dolor que quería un analgésico. Disculpe.

—Avíseme cuando sea así. No puede medicarse por usted misma —su tono de voz era severo, pero su actitud reflejaba calma. En ningún momento dejó de enfocar su mirada algo gélida sobre mí—. Y justo la estaba buscando. Hoy tiene visita de sus padres, a medio día.

En cuánto escuché la última oración sentí aún más el frío de la habitación, y este casi podía atravesar mi piel, lastimándome. Quemándome.

—Está bien, Sor Bridget.

Pasé por su lado con prisa, antes de que ella pudiera responder.

Me sudaban las manos, y solo quería llegar a mi habitación temporal. Definitivamente no estaba lista para hacerle frente a esta situación.

Tomé mis cosas para dirigirme al baño contiguo, que pertenecía a todas las que estábamos en la habitación. Al entrar, con bastante ruido, logré hacer que la vista de las novicias se enfocaran en mí.

—Lo siento. —Volví a repetir las mismas palabras que anoche, lamentando que entrar de esa forma se me estaba haciendo una escandalosa costumbre.

Me percaté de que todas estaban semidesnudas, lo cual me hizo sentir extrañamente incómoda.

Esta acción provocó arrebol en mis mejillas, por lo que intenté pasar hacia la zona de las duchas rápidamente. Mientras iba avanzando a pasos apresurados, noto como una de las chicas se tapa sus senos con las manos, visiblemente incomodada por mi presencia.

Suspiro, pensando en lo peor.

Ellas lo saben.

Conocen tu pecado.

Conocen tu fascinación por cometer conductas sexuales aberrantes e inapropiadas.

—Espera... María, ¿eres tú, no?

Una mujer alta, pero no más que yo, me detiene a medio camino. Ella se mostraba completamente desnuda, sin ningún tipo de escrúpulos.

—No me llamo así. Con permiso.

Intenté apartarme, pero ella me tomó de un brazo. Su agarre no fue tan fuerte, pero sí lo suficiente para incomodarme. Las demás novicias nos observaban con curiosidad.

Y ahí estaban nuevamente... los malditos murmullos.

—Discúlpame, es que quiero hacerte solo una pregunta sencilla.

Aléjate de ahí. Di que tienes mucha prisa.

Mi mente, más que ayudarme, me aterraba aún más. Sentía una profunda ansiedad atormentándome horriblemente, pensando en esa pregunta. Esa maldita pregunta.

Tal vez no. Tal vez es... Solo una pregunta sencilla.

Ellas lo saben.

¡Ellas lo saben!

Saben que eres un asco.

—¿Sí? ¿Cuál?

La mujer con pecas frente a mí se alejó un poco, con una sonrisa que ocultaba malas intenciones, y entonces, hizo algo que me revolvió el estómago, provocándome náuseas. Comenzó a masajear sus senos, a la vista de todas nosotras, y mientras lo hacía, me miraba con lascivia.

Sus senos eran de una coloración más clara que sus brazos. Eran redondos y parecían ser suaves al estar bañados en crema. Mientras los tocaba, resonaba el ruido del producto al contacto con su piel.

Recordé el dulce sabor de vainilla que tenían los senos de mi profesora, e instantáneamente quise eliminar ese recuerdo de mi cabeza.

—Yo quería preguntar... ¿Crees que tengo lindas tetas?

Risas de fondo.

Tuve que contener mi deseo de llorar amargamente.

No.

Basta.

No permitas que te vean llorar. Te creerán débil. Demuéstrales que eres fuerte aúnque no lo seas.

—Mh... No quiero ser grosera, hermana, pero son algo diminutos. Y eso no los hace adecuados para la lactancia materna, si es que decides dejar de ser novicia y dedicarte a la vida de crianza, claro.

Las risas se habían acabado. En su lugar, emergió un silencio consolador. Me disculpé educadamente, y me acerqué a las duchas. En cuánto ingresé a una, me abracé a mi soledad. Era completamente suya. Una sensación agradable, de que nadie podría hacerme daño. Nadie podría juzgarme.

El agua helada cubrió mi cuerpo poco a poco, haciéndome temblar.

Cierro los ojos, y la veo.

Mi profesora. La mujer que amaba que le sirviera el café cargado y sin azucar. Y a mí me encantaba servirle. Imaginé su dulce sabor a vainilla, una loción que inocentemente pasaba por su hermosa y suave piel blanca. La imaginé duchándose. Duchándose conmigo.

Y el agua dejó de sentirse tan helada.

Ella siempre me decía que odiaba que su marido la tocara. Sus manos ásperas y su tacto bruto y algo torpe no le provocaban nada. No como mis manos, mis dedos, mis caricias suaves y apasionadas.

La imaginé haciendo lo mismo que la hermana pecosa había hecho antes. Pasar sus manos suave y lentamente por sus senos de amplio tamaño. Y sin darme cuenta, comencé a tocarme, mientras me dejaba llevar por una sensación indescriptiblemente pecaminosa y placentera.

Y es que el pecado siempre va de la mano junto al placer.

Se sentía tan malditamente bien.

El pecado, poderoso y violento, que golpea sin dañar, hasta que ya es demasiado tarde.

"—No debes decirle sobre esto a nadie."

Eran sus palabras.

"—Sí, Elizabeth."

Eran las mías.

Pero de repente, no era Elizabeth la que estaba en mis pensamientos.

Visualicé a esa mujer. Ese espectro angelical y demoniaco al mismo tiempo.

El agua de la ducha volvió a sentirse fría. Tan fría que tuve que cerrar el grifo de la ducha. Me estaba congelando. Temblaba incesantemente. Me acerqué a mis piernas agachándome y las abracé, mientras me sentía asquerosa. Me permití llorar amargamente, mientras quería dejar de sentir esto que envenenaba mi alma, me debilitaba y enfermaba.

Ya no podía soportarlo. El frío era sobrenatural. Y el pecado, terrenal.

Esa idea de que en la soledad no podían hacerme daño ni juzgarme se esfumó rápidamente de mis dolorosos pensamientos. Ya que la persona que más me dañaba y juzgaba... Era yo misma.









Aún no era novicia, ya que aún no había podido pasar mi periodo de candidata, por lo que me presenté a mi madre con ropa normal, de mi pertenencia. El día continuaba nublado y eso incrementaba el aspecto lúgubre de Sacred Blood.

Y cómo lo había supuesto, mi padre no había venido.

No sé si eso me calmaba o aterraba.

Ya no sabía qué sentir.

—Hola, mamá.

—Eleonor —mi madre se acercó a mí. Supe que su primera intención había sido abrazarme, pero rápidamente se retractó, como si eso la volvería débil, o como si directamente se avergonzara de que yo fuera su hija y le daba asco hasta darme afecto materno físico—. ¿Cómo has estado?

Solo tengo ganas de morir, pero esa acción me llevaría al infierno.

—Bien, gracias. ¿Y tú?

Ya estás en el infierno.

—Bien también —dijo nerviosa, pero disimulando sus nervios con una sonrisa amplia—. Te tengo buenas noticias. ¡Tu prima está embarazada por tercera vez! ¿Puedes creerlo? Su marido debe ser un hombre muy feliz.

—Oh... Eso es bueno. Salúdala de mi parte, y dile que estoy feliz por ella, y le deseo lo mejor.

Qué terrible noticia.

Su marido es un hombre alcohólico que le propina golpizas cuando el piso no está lo suficientemente limpio, o la comida no lo suficientemente caliente.

Al pensarlo, quise gritarlo. Pero me contuve.

Al menos es un hombre.

Dijo mi mente, recriminándome como cada que tiene la ocasión de hacerlo.

—Hija mía... Eso no es todo lo que quiero decirte —sus ojos marrones me miraron brillando con orgullo—. Tu padre piensa que no necesitas este convento para que sanes tu desviación.

—¡¿En serio?!

—¡Sí! Ahora piensa que necesitas un marido también. ¡Eleonor, te arreglará un matrimonio! Sanarás esa desviación, hija. ¡Estoy tan feliz que un hombre te instruya al buen camino de la familia y el hogar! ¡Oh, ven aquí! ¡Tu padre y yo estaremos muy orgullosos de ti!

En ese momento, ella se levanta del asiento, para abrazarme. Extrañaba tanto el abrazo de mi madre pero este no se sintió nada reconfortante. Al contrario, me estaba asfixiando.

Casarme... Esto era inaceptable.

¡No! ¡Definitivamente no!

Evité llorar por segunda vez en el día, —y eso que aún era medio día—, y simulé una hermosa sonrisa comprometida, mientras me sumergía más y más a una absoluta ambivalencia. Si me casaba, mis padres se sentirían orgullosos, pero yo... No quería casarme.

—Mamá, yo...

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