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Perras santurronas

Al entrar al comedor comencé a tener la amarga sensación de ser observada. Sensación que se hizo más realista al escuchar murmullos de las chicas. Al parecer, algunas se habían ido al cumplir su periodo de candidatas al haber pasado los tres días, y quedaban pocas. Las pocas que quedaban, de seguro eran las que estaban obligadas a permanecer aquí, para ser corregidas. Y solo dos o tres, deben tener la vocación.

Todas con su vestimenta de novicia, menos yo.

Busqué mi bandeja y me senté en unos de los asientos vacíos que se situaba en la última mesa al lado de la ventana.

Quise comer rápido, tenía tanta hambre por la restricción alimenticia que había indicado el doctor, que comencé a devorar mi desayuno con velocidad. Nunca pensé que me iba a gustar tanto la avena.

—¡Ups, no te vi!

Siento un líquido gelatinoso impactar contra mis muslos, mojando mi ropa. Todas comenzaron a reírse. Me habían lanzado mermelada de frutos rojos en mi ingle, simulando el incidente menstrual del primer día.

No lo pensé demasiado, solo me levanté rápido de mi asiento, tomo del cuello a la mujer causante de esto, y estampo su cara contra la mesa, arrepintiéndome al instante.

Las risas dejaron de escucharse.

Unas hermanas religiosas se acercaron, viendo el desastre de mermelada y un poco de sangre salpicada de mi compañera. Se le había formado un pequeño tajo en la frente, al caer justo en el borde.

No hice ningún tipo de resistencia. Solo escuchaba sus gritos acalorados, y sentía cómo me llevaban apretando mis brazos con fuerza. Yo no podía casi escuchar, mucho menos responder. Es como si mi mente se encontrara en otro lugar.

¿Qué me estaba pasando?

Era irónico, pero el lugar que más debería convertirme en una buena persona, estaba sacando ese lado oscuro y siniestro en mí que ni yo conocía del todo.

Ni siquiera pregunté a dónde me llevaban.

Me adentraron en una habitación anticuada, polvorienta, donde solo había una ventana a gran altura de la pared. Me posicionaron de rodillas, y me ordenaron que repitiera una oración en voz alta. No conocía a estas hermanas, eran más viejas, y mucho menos amables que Sor Bridget, aún que por lo ocurrido, estoy segura que no merezco amabilidad.

Me relajé. El castigo iba a ser solo una larga y aburrida oración.

Las hermanas comenzaron a recitar, deteniéndose en cada frase, para que yo también lo hiciera.

Me detuve en seco cuando rompieron mis prendas de vestir.

El chasquido del látigo llegó primero que el golpe. Se me escapó un gemido de insoportable dolor al sentir nuevamente un castigo en mis piernas que ya se encontraban golpeadas y con heridas por todas partes, ocasionadas por mi padre aquella vez.

—¡¿Qué mierda les sucede?!

Intenté escapar, pero me percaté de que dos criadas me retenían fuertemente de los brazos. Forcejeé para liberarme, pero intuí que al hacer esta barbaridad tantas veces, ya habían adquirido la fuerza necesaria para evitar que ninguna se les escapase.

Grité muy fuerte pidiendo ayuda, esperando que alguien pudiera escucharme y venir a salvarme. Era dolor sobre más dolor, casi no podía soportarlo. Había perdido la fuerza de mis piernas y estas dolían hasta los huesos al contacto con el piso del duro cemento.

Comencé a llorar de pánico, miedo, angustia y sufrimiento. No podía creer todo lo que me estaba pasando últimamente. Había venido a parar en el mismo infierno.

Dolor sobre dolor.

Hay algo doloroso en el placer, y placentero en el dolor, Eleonor...

Recordé esas palabras de una voz femenina desconocida, que parecía vivir solo en mi cabeza.

—Es suficiente.

Esa voz, parecía ser el eco de un ángel. Un hermoso ser celestial capaz de acabar con todo mi sufrimiento. Había logrado que esos monstruos disfrazados de uniforme devoto dejaran de golpearme sobre mi ya afectado cuerpo. Esa voz era de Sor Bridget.

—Aún no termina de recitar las oraciones.

—Hermana, vea sus apósitos. Estamos curando sus heridas recientes. No permitiré que la sigan castigando —dijo firmemente Sor Bridget.

Las demás se retiraron no tan convencidas.

Al dejar de sostenerme, caigo contra el cemento, exclamando un gemido desde mis entrañas sangrantes. Posiciono mi cuerpo azotado y amoratado, de lado, acercando mis piernas a mi pecho, mientras no dejaba de llorar como una niña asustada.

Sor Bridget le indica algo a una de las criadas antes de retirarse, que no pude escuchar. Pero luego, me percaté de que había traído una camilla de movilización con algo parecido a una sábana muy sucia, o de un color beige, con la cual, la hermana cubrió mi cuerpo.

Luego, me ayudó a recostarme en esa camilla. Fue una tarea sumamente laboriosa, y en mi caso, dolorosa.

La hermana no decía nada, mientras le hacía preguntas sobre lo sucedido. Su mirada estaba intacta, imperturbable, como si estuviese acostumbrada a ver este tipo de castigo por parte de las hermanas.

Solo comenzó a curarme las heridas, con sumo cuidado de lastimarme. Quitó los vendajes anteriores, que tenían suciedad mezclada con sangre. Limpió con un líquido que parecía ser suero casero, y luego, agregó otros vendajes nuevos.

—Evite cualquier acto de violencia. Usted aún se encuentra en el periodo de candidatura, debido a que no ha podido completar las lecciones por su inoportuno estado de salud. Le daré las clases correspondientes de oración y estudio bíblico yo, pero necesito que me prometa que evitará cualquier acto de violencia.

Supe que ella no me contestaría las preguntas que martiriaban mi cabeza. Aún así, no me quedaba de otra que obedecerle. Ella parecía ser una buena mujer.

Además, me quedaba claro que no me convenía realizar actos de violencia.

—Lo prometo, Sor Bridget. —En cuánto dije esto, ella asintió y se preparaba para marcharse—. Disculpe, me gustaría... Acercarme al jardín, si no hay inconveniente. ¿Le parece que las clases fueran allí, en el jardín de rosas blancas?

Ella me había dado la espalda. Su sotana se veía impecable cayendo con gracia hasta sus pies.

Y sin voltearse, respondió:

—El jardín de rosas blancas. ¿Hay alguna razón por la que quiera ir allí?

El aire de misterio que lanzó en sus palabras me llamó la atención. Es como si ella supiera que algo me llamaba desde ese lugar, y pensé que aún no podía confiárselo. Ella parecía un ángel en este infierno, pero no sabía hasta qué punto poder descansar mi confianza. Al fin y al cabo, era una de ellas.

—Me relaja. Es bonito, y creo que puedo practicar mi paz interior.

Se volteó hasta mirarme y me dedicó una tierna sonrisa.

—Me parece bien, señorita Richter. La llevaré en cuánto empecemos las clases prácticas. Pero ahora quiero pedirle que converse con la señorita Bernard sobre lo sucedido.

Antes de que pudiera preguntarle quién era, hizo una seña para que la susodicha entrara. Una joven mujer de piel pálida y vestido ancho de estameña blanco entró a la habitación. Tenía un velo del mismo color, y el griñón bajo de este. Un apósito cubría una parte de su frente, y supe de quién se trataba.

—Buenas tardes, hermana María.

—No me llamo María —espeté en un tono despectivo.

Ella tenía una expresión de indiferencia—. Perdón, es que todas le llaman así.

—Soy Eleonor.

Sor Bridget salió de la habitación. Parecía muy segura de sí misma que yo evitaría cualquier acto de violencia. Y en ese momento, solo podía pensar en su actitud tensa cuando le pregunté lo del jardín de rosas blancas, como si ese lugar tuviera algo extraño.

Un fantasma.

¿También la habrá visto?

—Hermana Eleonor —respondió disgustada—. Yo Ester. Ester Bernard.

Estrechó su mano, y la tomé por cortesía más que por gusto.

—Discúlpeme, hermana Ester. Mi actitud hacia usted no fue cortés. Pero la suya tampoco, y espero que entienda que no lo volveré a hacer, si usted tampoco lo hace.

—Está bien, hermana Eleonor. Yo también me disculpo por mi actitud incoherente con su comodidad —miró hacia atrás, y luego me volvió a mirar a mí, sacando lo que parecía ser unos cigarrillos de su corpiño—. Vamos afuera, le invito.

Sus ojos marrones me miraban como si el acto de fumar fuera lo más normal y permitido aquí en el convento.

—¿Usted no piensa en las consecuencias de sus actos, hermana Ester?

—Usted tampoco lo hace, hermana Eleonor.

La miré unos segundos, sin decir nada, hasta que comencé a levantarme de la vieja camilla, y ella me ayudó.

La hermana Ester se encargó de indicarle a Sor Bridget donde íbamos a estar. Se supone que era la hora de oración divina para ella, por lo que su excusa fue decirle que me enseñaría a rezar. Me llevó a la torre superior izquierda, que se conectaba al convento a través de un puente estructural antiguo en el cuarto y último piso. Estaba maravillada con la estructura. El aspecto antiguo y lúgubre podía tener cierta belleza escondida.

—¿Y? ¿Por qué estás aquí?

Me sentí incómoda cuando me había tuteado. Estábamos fumando dentro de la torre. Tenía algunos libros de enseñanza bíblica en cajones de piedra. Lámparas y muchas velas. Ester encendió los cigarrillos con las velas de oración.

—Eso no te importa.

Ella permaneció en silencio, pensante, mirando la hermosa y desolada vista que nos brindaba la torre.

—La señorita reservada –comentó con una leve suspicacia—, yo estoy aquí porque soy una prostituta.

—No puedes ser monja si ya no eres virgen —respondí, ocultando mi nerviosismo de que haga esa pregunta.

—¿Eres virgen?

Sí. Según mi madre, haberme acostado con una mujer no cuenta.

—Sí.

Ester comenzó a reírse de manera escandalosa, atragantándose con el humo del cigarrillo.

—Todas aquí son unas santurronas.

—Ester... Te recuerdo que estás en un convento de monjas.

Agregué, como algo muy obvio.

Ella solo mostró indiferencia ante mi comentario, y siempre hacía expresiones toscas cuando hablaba conmigo. Al principio me lo había tomado personal, pero después entendí que así es ella.

—Entonces quieres ser una monja —concluyó, sacando otro cigarrillo y lo acercaba a la llama vivaz de la vela.

Mi idea al llegar aquí era solo pasar el periodo de candidata. Elegir el camino de ser una buena esposa, para evitar entrar al noviciado, y después huir de mis padres, aún que me pese el alma. Esta idea se intensificó en cuánto las hermanas me castigaron con un látigo. Estas perras santurronas en realidad son bastante sádicas.

Sin embargo, creo que ya no es la idea que tengo en mente.

Tengo cierta curiosidad por conocer quién es esa extraña mujer que vi en el jardín de rosas blancas.

—Sí.

Acabé el cigarrillo, y rechacé el siguiente.

Seguimos conversando hasta que ya tuve el deseo de retirarme. Me despedí de ella y comencé a caminar por el puente que conectaba con el cuarto piso.

—¡Oye, oye! ¡¿Estás loca?! ¿No ves que llegamos aquí subiendo la torre y no por el cuarto piso?

—Sí, pero... No quiero volver a atravesar el jardín.

—El cuarto piso está prohibido, Eleonor. Recuerda que es el piso en el que habita la Abadesa en absoluta concentración, conexión divina y clausura.

Apenas al nombrarla, en mi mente apareció su viva imagen, atormentándome completamente. Sus ojos tenebrosos, su extraña mirada siniestra, y esa sonrisa que solo me dirigió a mí. Casi podía jurar que pudo mirarme, no solo mi rostro, si no también, mi alma. Y mis oscuros pensamientos.

—No tenía idea, gracias.

—Si con solo nombrarla te pusiste helada —se rio—. Todas pensamos que no pasarías la noche en cuánto tu menstruación interrumpió la ceremonia, señorita María sangrienta.

—Es algo normal y fisiológico.

Pero no fue algo normal. Estaba segura de ello.

Esa extraña mujer me castigó.

Miré el alargado puente de piedra que se situaba frente a mí, y que conectaba con el cuarto piso. Algo dentro de mí me pedía a gritos que jamás entrara ahí, que estaba advertida. Pero muy en el fondo, sentía que algo me llamaba. No podía explicarlo.














Se escuchaba desde lejos, el canto gregoriano de las hermanas en la iglesia. Me encontraba junto a Sor Bridget en el jardín de las rosas blancas, practicando una lectura autónoma de la biblia. Estar en este lugar me propinaba una inquietante calma, y una tranquila desesperación. Las rosas blancas, tan blancas como la piel de esa extraña aparición, parecían brillar de santidad y pulcritud.

—Continúe, señorita Richter. Yo vendré enseguida.

Sor Bridget se alejó rumbo hacia las extremidades del jardín. Me pareció algo extraño, ya que no encontraba la razón de porqué ir allí. Además, había un muro que rodeaba todo el convento, e impedía que nos escapáramos. El lugar era lo suficientemente amplio y repleto de naturaleza, no había nada más hacia esa dirección.

¿O sí?

Continué leyendo, a pesar de mi latente curiosidad después de que su cuerpo se perdía entre los arbustos. Y en el momento en que cambié de página, sentí una intensa mirada que me hizo voltear mi rostro para ver de quién se trataba.

Por error miré a la única persona que jamás debía mirar.

La abadesa, con túnica y velo negro, me miraba desde el piso más alto. Si es que lo podría mencionar así, debido a su condición de invidencia.

Mi cuerpo comenzó a moverse de manera involuntaria. Temblores corporales gobernaron mis actos. Parecía... poseída por una extraña fuerza que emanaba de la abadesa, quién me miraba con un semblante serio y sombrío.

—Eleonor... ¡Eleonor, qué estás haciendo!

Sor Bridget zarandeó mis hombros. Su voz delataba que estaba aterrada por mi comportamiento. En cuánto vi lo que había hecho, me quedé helada en mi sitio.

La biblia en mis manos estaba hecha pedazos.

En mi ataque había arrancado las hojas, y se encontraban dispersas por todas partes. Mis manos temblaron. Volví a mirar hacia la misma dirección en donde se encontraba la abadesa, y ya no estaba.

Este desastre no fue mi culpa, pero no tenía cómo demostrar mi inocencia.

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