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María Sangrienta

El cuero de la fusta golpeaba mis carnes. Gemía de incontrolable dolor en cada azote ejercido con fuerza. Estaba desnuda en el establo de mi mansión, con mi rostro inflamado y ensangrentado posterior a las golpizas que me había propinado mi padre. Por más que le gritara que se detuviera, él seguía provocándome daño. Las lágrimas de sus ojos me indicaban que también se estaba lastimando a sí mismo.

Y llegó un punto, en el que me posicioné de lado en la paja, permitiendo que el látigo que usaba para domar a los caballos, rompa mi piel. Esa fusta era casi nueva, y nunca pensé que mi padre la usaría en mí.

—¡Alfred, la vas a matar! ¡Por favor, detente, es tu hija!

Sentía la voz temblorosa de mi madre, fuera del establo, golpeando la madera de la gran puerta.

—¡Esta asquerosa sáfica no es mi hija!

Cerré los ojos, aguantando el dolor, la tristeza y desesperación invadiendo mi mente. Sabía que iba a morir ahí, desnuda entre la paja y las heces de los animales.

—¡Déjala, por favor! ¡Internémosla en un convento, ahí la van a corregir! ¡Volverá a ser nuestra hija! ¡Alfred, por favor!





Despierto, sobresaltada.

Fue solo un sueño, solo un sueño...

Un sueño de lo que pasó realmente.

Me cuesta respirar, y sin darme cuenta, las lágrimas corren por mis mejillas al recordar ese momento de mi vida que me hace querer irme al cielo, pero ese lugar no es para personas como yo, claro.

—Hey, tranquila. Está a salvo.

Veo a mi alrededor, disgustada. Me encuentro en una camilla de una habitación sanitaria. Junto a mí hay una mujer de tez muy blanca y cabello castaño oscuro que le llega hasta los hombros. La reconocí, era la mujer que estaba explicando en la iglesia lo que haríamos durante nuestra estadía en Sacred Blood.

Sus ojos ámbar estaban observando mis heridas corporales y hematomas. Al percatarme de que estaba desnuda, me tapé rápidamente con la sábana.

—Señorita Richter, tuvo un desmayo producto de la hemorragia. Durante el examen físico, el médico se sorprendió de sus... heridas, y decidió desnudarla para que hagamos curaciones diarias.

Observé que habían apósitos y vendas cubriendo mis heridas.

Y en este momento, solo podía sentir vergüenza.

Me di la vuelta, esperando que ella se aleje de mí y así volver a dormir, pero en cuánto lo hice, me dio un dolor insoportable en el costado, que me hizo respirar con dificultad.

—Oh, déjeme ayudarle...

—¡No me toque!

Hasta yo me había impresionado del tono de mi grito. Pensé que no tenía las fuerzas suficientes ni para caminar por mi cuenta. Aún que mi actitud fue déspota, la mujer continuaba mirándome con amabilidad, y hasta podía percibir lástima de su parte.

—Está bien, tranquila. Le daré analgésicos si está de acuerdo, harán que su dolor se reduzca.

Mi actitud hostil no provocaban ninguna reacción negativa de su parte.

—Bien.

Mientras me propinaba los medicamentos para el dolor, me explicó algunas cosas sobre el convento que no alcancé a escuchar en la iglesia producto de mi sangriento incidente. Se presentó como Sor Bridget, y era una de las representantes de la abadesa. Luego de eso, me dejó descansar.

La tarde pasó muy lenta, el médico me reevaluó y me preguntó si había tenido incidentes así con mi menstruación antes, a lo cual respondí que no. Mis respuestas eran concretas y limitantes, el analgésico tenía un leve efecto ansiolítico que lograba calmarme y solo quería que nadie me moleste con preguntas.

En cuánto se fue, me paré con dificultad de la camilla y me acerqué a la ventana situada en la pared trasera. Tuve que pararme de puntillas sobre mis pies descalzos para poder observar el paisaje detrás, a pesar de ser de alta estatura.

Pude distinguir que me encontraba en el primer piso del convento, lado izquierdo. Era sumamente grande. Podía ver la iglesia, que se situaba al otro extremo, era una construcción rodeada de rosas, que en el tiempo cuando la construyeron, debió ser definitivamente hermosa. Ahora, lo que quedaba de ella, era lúgubre, viejo y con un toque tenebroso.

Mis ojos se detuvieron en las rosas, y en un reflejo extraño que duró solo unos segundos, pude verlas manchadas de sangre. De mi sangre.

Pero fue solo mi imaginación. Las rosas eran blancas. Blancas, como casi todo en este lugar. Ya me sentía enferma.

Me alejé de la ventana, y me dieron ganas de ir al sanitario. No tenía idea de donde se encontraban mis maletas, y no quería andar desnuda, con solo ropa interior, por los pasillos como una desamparada. Busqué entre los cajones de la sala, y encontré un pijama de hospital que me quedó pequeño, pero algo es algo.

Salí hacia el pasillo. Este era muy oscuro a pesar de tener amplios ventanales que me indicaban que ya estaba anocheciendo.

La lluvia no se había detenido. Caía con gracia y fortaleza, provocando un ruido relajante al chocar contra madera y cemento.

Comenzó a darme mucho frío mientras caminaba buscando un sanitario cercano. Por suerte, encontré uno rápidamente, caminando descalza por el pasillo ya mucho más oscuro.

Eso me había sorprendido. La rapidez con la que se oscurece este lugar. Maldije al no haber traído una lámpara de queroseno conmigo.

Entré a uno de los baños y cerré la puerta. No había luz, estaba completamente oscuro. El efecto ansiolítico ya estaba pasando, y sentía como se me apretaba el pecho.

Unos pasos.

Apreté mi vejiga para reducir el sonido de la orina, pero esta salía con fuerza. Comencé a intentar tranquilizarme, pensando en que podía ser cualquier hermana que venía al sanitario antes de dormir.

Pero entonces, pensé en la posibilidad de que pudiera ser la monja ciega.

Quería dejar de orinar, pero parecía que nunca terminaba. Mis nervios estaban incrementándose, y los pasos cada vez más cerca.

Eran pies descalzos.

Comencé a respirar con dificultad, y una vez terminé de orinar, —gracias a Dios—, me sequé rápidamente y por instinto de protegerme ante un posible ataque, me posicioné al lado del retrete, con las manos tocando la fría pared tras de mí.

No podía escapar. Estaba acorralada.

—¡Aléjate de mí! ¡No te tengo miedo!

Mi cuerpo y voz temblaban.

Sentía que en cualquier momento se reiría de forma macabra, pero en lugar de eso, sentí una risa sincera y jovial, al parecer, sí era una de las hermanas.

—Este lugar sí que es bastante aterrador, ¿verdad?

Esa voz me tranquilizó, pero rápidamente me sentí avergonzada por mi reacción.

Abrí la puerta, y salí.

Se trataba de una joven de más o menos mi misma edad, —entre unos veinte a veinticinco—, que había traído una lámpara, por lo cual, teníamos iluminación y nos podíamos ver.

—Oh... Eres tú... María Sangrienta.

Estaba pasando por su lado, ignorándola para ir a lavarme las manos, cuando escucho cómo me había llamado.

Así que ya tenía un apodo.

Perfecto.

—¿Cómo me llamaste? —Me hice la desentendida, mientras me acercaba a ella de forma amenazante.

—¡Oye, tranquila, rubia! Yo no fui la que lo inventó.

Comenzó a alejarse poco a poco, hasta estampar su espalda contra la pared. Era una mujer menuda, muy risueña y que siempre se movía enérgicamente. Llevaba un pijama largo y anticuado, y su cabello corto se encontraba alborotado.

—Hm...

Comencé a lavarme las manos, quitando mi atención de ella.

—Me llamo Emily, encantada.

Me fui de allí sin decirle nada más, y me dirigí hacia el cuarto sanitario nuevamente. Sentía mucho frío en todo mi cuerpo, y el dolor había vuelto a aparecer. Esa noche comenzó a darme fiebre. Busqué un ansiolítico que me ayudara a dormir, pero no encontré nada.

No dormí hasta ya muy tarde.








Estuve dos días más en esa camilla, ya que me tenían en observación y control de la fiebre. Ya después, pude conocer mi habitación.

Sor Bridget se encargó de llevarme hasta la sala correspondiente. Ella me hacía muchas preguntas, que intentaba evadir a toda costa, o responder de forma sencilla y concreta.

Le agradecí internamente que no preguntara por las heridas y los hematomas.

Todas estaban en el comedor desayunando, así que nadie se encontraba en la habitación compartida en este momento, lo cual también agradecí. Preparé mis cosas de la maleta, depositándolas en los cajones de mi estante, situado al lado de mi cama. Luego, entré al baño de al lado, para asearme y vestirme.

Las candidatas podíamos ocupar nuestra ropa hasta el momento que dejáramos de serlo; es decir, hasta que se cumplan los tres días.

Al volver, noté algo bizarro, que me hizo quedar quieta en el lugar en el que me encontraba. En la ropa del colchón, se hallaba una rosa blanca manchada con sangre seca.

Mi sangre.

Tenía una nota que leí con curiosidad.

"Una bonita rosa para una bonita María Sangrienta" era el mensaje estampado con tinta negra, salpicado con algo que parecía ser sangre.

Qué creativa.

La tomé con mi mano dejando que la ira aumentando me domine, y con la otra mano la apreté con fuerza hasta romperla. Abrí la ventana para votar los pétalos, cuando veo a una mujer a lo lejos, haciendo algo que capta mi atención. Estaba acariciando las rosas blancas, al parecer.

Pero lo que más me llamó la atención, no fue lo que estaba haciendo. Si no, que su piel era tan blanca como las rosas.

Parecía un espectro fantasmal.

La contemplé con fascinación, curiosidad y algo de miedo. Todo en ella era... extraño. Llevaba un vestido blanco, no un hábito monástico, o vestimenta de novicia. Su cabello era negro, tan oscuro, que contrastaba la blancura de su piel.

Y entonces, ella me miró.

A la distancia no le pude distinguir su rostro, pero solo la miré unos segundos, hasta que me aparté de la ventana.

Escuché los latidos de mi corazón un poco desenfrenados por un momento. Pero luego entré en razón, y volví a acercarme a la ventana, asegurándome a mí misma, que ella no era un fantasma, era una persona normal haciendo actividades de jardinería.

Estaba dispuesta a botar los pétalos remojados en el sudor de mi mano, cuando se me caen de la misma, debido al impacto de volver a ver hacia la ventana, y que ya no se encontraba esa extraña y pálida mujer.

Busqué y busqué con la mirada hacia todos lados.

Y no estaba en ninguno.

Simplemente, ella había desaparecido.





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