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Sangre sagrada
El canto gregoriano y la quejumbrosa lluvia era lo único que se escuchaba en la iglesia de desgastadas y viejas paredes blancas del convento Sacred Blood. El sonido sordo y retumbante entraba a mis oídos provocándome un escalofrío insoportable por todo mi cuerpo. Miraba a las demás candidatas, y parecían igual de absortas. Hasta que una monja ciega entra a la sala religiosa, y esta queda en completo silencio.
Siento mi corazón trabajando de forma más acelerada. La monja que venía entrando a pasos lentos, descalza, vestida con su hábito monástico totalmente negro, era la Abadesa Ruth. Nuestra Madre superiora.
Solo había una regla primordial con respecto a ella: Nunca le dirijas la palabra, la mirada o el tacto.
Su vida devota era de total y solemne clausura, dedicada a la labor de constante oración para la eterna salvación de todos. Solo podía comunicarse con sus representantes, y en asuntos de carácter importante.
En cuanto se posicionó en la parte central, frente a la enorme cruz de madera, todas las hermanas bajaron la mirada. A excepción de nosotras las candidatas —, mujeres que debíamos ser corregidas e instauradas en el camino de nuestro Señor—, que debíamos mirarla menos de dos segundos, para identificar quién era nuestra Madre superiora. Este era el único momento que estaba permitido, ya después, nunca más.
Miré a las demás candidatas, antes de conocer a la Madre superiora. Tenía cierta curiosidad latente, pero al mismo tiempo un frío temor angustiante.
Hasta que finalmente la miré.
Ella se había destapado el rostro, apartando el velo negro. Su piel era pálida, con ojeras marcadas y una delgada capa blanquecina cubría sus ojos, impidiéndole la visión. La gran cantidad de arrugas indicaba la gran cantidad de años de vida.
—Estimadas candidatas y novicias, nuestra Abadesa Ruth les da la bienvenida —habló una de sus representantes, Sor Bridget.
Comenzó a explicarnos las reglas del lugar, con los respectivos horarios y actividades correspondientes, pero mi mente estaba desconectada de todo lo que decía, sumida en un deseo incontrolable.
El recuerdo repentino de los senos desnudos de mi profesora particular de Historia, rozando los míos con vehemencia, no me dejaba concentrarme. Podía sentir los latidos desenfrenados de su corazón, y sus gemidos cerca de mi oído.
—Serán mujeres devotas, comunicarán y harán el bien. Algunas de ustedes puede elegir la vida de clausura, o tener una vocación activa de oración y servicio a los más necesitados, pobres, sin educación y enfermos.
Su lengua húmeda en mi cuello, caricias en mi piel desnuda. Comienzo a sudar y sentir una ola de calor en mi cuerpo. Su calor.
Su calor era tan malditamente gratificante.
Cierro mis párpados con fuerza dos veces, creyendo que mis pensamientos no estaban siendo algo normal. Comienzo a sentirme sofocada. Ansiaba más de sus caricias en mi mente, sus besos, y su zona íntima húmeda rozándome mientras acomodo sus piernas para embestirla.
Oh, Eleonor...
Su dulce voz en mis pensamientos despertaba en mí, sentimientos de lujuria y excitación.
—Aprenderán sobre las escrituras sagradas, y prácticas religiosas. Las candidatas que no sientan el llamado de nuestro Señor para ser monjas y dar los votos monásticos, se les educará sobre ser buenas esposas que servirán a sus futuros esposos y cuidarán de sus hijos, para finalmente, poder retirarse de Sacred Blood.
Introduzco mis dedos por su jugosa cavidad vaginal, mientras recorro sus pezones con mi lengua, increíblemente excitada.
Comienzo a sentir calor. Luego frío. Esta sensación se mezcla provocándome debilidad y temblores corporales.
¿Qué me está pasando?
Siento mi vagina húmeda, y también un dolor uterino insoportable. Me muerdo el labio inferior para evitar gemir. La incomodidad y el dolor se transformaron en sufrimiento. Sentía que mi carne se desgarraba hasta romperse, y grité con fuerza, para después tapar mi boca.
La mirada de todas las presentes se posaron en mí, luego debajo de mi cintura. Vi como algunas chicas cubrieron sus bocas con su mano, con una expresión de sorpresa.
—Estás menstruando —susurró la candidata al lado mío.
Miro hacia abajo, y evidentemente estaba sangrando. Sangre espesa y oscura había manchado mi ropa, y seguía escurriendo más.
—Vaya a asearse. Ahora. —Una de las representantes que estaba más cerca de mí, susurró fuertemente con evidente molestia.
—Sí. Lo siento.
Fue lo único que respondí.
De tantos nervios por haber sido vista por todas, en una situación que consideré como vergonzosa, ya que era imposible que esta cantidad tan abundante de sangre fuera normal, cometí un error fatal que me hizo quedar estática en mi lugar. Volví a mirar a la Abadesa.
Ella también me estaba mirando.
No podía moverme. Los segundos fueron eternos y parecía que en ese momento, me iba a ir directo al infierno.
Y esto no sé si fue real, o producto de mi traicionera imaginación por el miedo ocasionado, pero vi en su rostro, una maquiavélica sonrisa que denotaba maldad pura y siniestra.
Ella podía saber lo que estaba pensando. Me castigó haciendo que me desangrara y ahora se está burlando de mí.
Desperté de mi trance, dejé de mirarla, y salí casi corriendo, a tropezones, de la iglesia. Mis pisadas aceleradas hicieron que me cayera en el jardín de rosas, situado frente a la misma. Y las rosas blancas se mancharon del rojo oscuro de la sangre. Las espinas atravesaron mis piernas, quedando incrustadas en mi piel.
Chillé de dolor, pensando en que todo esto era una pesadilla. Un castigo divino por lo sucedido esa vez en mi salón de estudio. Esa acción que hizo a mis padres sentirse asqueados de mí, haciendo que tomaran la decisión de enviarme a este extraño convento.
Cierro los ojos.
Eleonor...
Eleonor...
Una voz desconocida que sentía casi vívidamente, se apoderó de mi razón. La voz de una mujer joven, perdida, que solo podía percibir cuando cerraba los ojos.
Hay algo doloroso en el placer, y placentero en el dolor, Eleonor...
Todo se vuelve negro. Ya no puedo responder, mi cuerpo pesado no me pertenecía. La sangre salía rápidamente, y poco a poco, pierdo mi vitalidad y me sumerjo en un profundo sueño.
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