Capítulo 6
Cosechando inquietudes
Bastian
En todo el viaje en tren no pude dejar de pensar en la cadena con el dije alrededor de mi cuello, no supe si eran cosas mías, pero tenía la sensación de que la prenda ajena pesaba más que horas atrás.
Y era que sentía algo de culpa por no haberla devuelto a su dueño a pesar de haber tenido más de una oportunidad para hacerlo. Sin embargo, lo cierto era que el egoísmo pudo más que el sentido del deber, al conservar la prenda tenía una excusa para volver a buscar a Pawel.
Mientras me apresuraba por el costado de la casa, esforzándome por pasar desapercibido ante cualquiera que estuviese de casualidad mirando hacia la calle desde una de las ventanas, la angustia dio paso a una sonrisita bobalicona que distendió mis labios al recordar mi encuentro con Pawel Norwalk.
Justo cuando llegué frente a la puerta que daba directo a la cocina, antes de colocar la mano en el picaporte, se me ocurrió que a esa hora era más que probable que estuviese cerrada. A esas horas la cocinera ya estaría de camino a su hogar y Olga, el ama de llaves, en su habitación detrás del pequeño comedor para el servicio.
Cuando la puerta se abrió, poco falto para que perdiera el balance y fuera a dar entre medio del sendero asfaltado y el pequeño rosal de mamá, al retroceder con la vista fija en la oscuridad del interior de la casa.
El rostro redondo y pecoso de Hanna, mi hermana, se asomó.
—Otra vez en la calle y llegando a deshoras, Bastian.
El reclamo fue hecho en voz baja, casi un murmullo, pero yo no tuve dificultad para entenderle.
—No te quedes ahí parado como bobo, entra de una vez antes de que Olga te vea, o peor aún, el tio Andreas.
De inmediato hice lo que me pedía. Era evidente que mi hermana había estado esperando por mi, quizás todo ese tiempo estuvo en la cocina. Hanna hizo señas para que la siguiera después de asegurarse de que la puerta trasera estuviese bien cerrada.
Nos fuimos escaleras arriba sin perder tiempo, sin hacer más ruido del necesario, cuidando de no tropezar y caer, pues no podíamos pensar en encender alguna de las lámparas del pasillo. Cuando llegamos al segundo piso Hanna casi me empujo a su habitación, antes de comenzar su perorata.
—El tío otra vez se ausento a cenar y su esposa no pudo disimular su disgusto. Gracias a mi ingenio nadie se dio cuenta de que no habías regresado pues le dije a todos que te sentías indispuesto y que no bajarías a cenar. ¿Se puede saber que es lo que te mantiene en la calle hasta estas horas, hermanito? ¿No me digas que estas enamorado?
Solté un bufido antes de moverme por el cuarto. La habitación de Hanna era igual de amplia que la mía, decorada en tonos pasteles, y lo más sobresaliente eran sus dos muebles tablilleros donde reposaban innumerables muñecas de porcelana, vestidas con finas sedas y encajes y, en ocasiones perturbadores, ojos de cristal.
Hanna cerró la puerta y me echó una prolongada mirada con sus manos en la cintura. De todo lo que mencionó, lo último resonó en mi mente, quizás por lo absurdo.
Ante su postura a duras penas contuve las carcajadas, mientras Hanna buscaba mirarme a los ojos.
¿Qué diría Hanna si supiera de mis andanzas por uno de los barrios más pobres y peligrosos de Nueva York? Ese lugar que no quedaba lejos de nuestro antiguo apartamento.
¿Qué pensaría sobre esa sensación de curiosidad que me llevó hasta allá? y que a pesar del mal rato que pasé, aún me tienta a volver. ¿Qué pensaría mi hermana sobre el atractivo chico de cabellos oscuros y ojos azules, llamado Pawel?
Me pasó por la mente, veloz como un rayo, la interrogante sobre si Hanna encontraría a Pawel igual de atrayente como lo encontraba yo, y ante aquel pensamiento una nueva inquietud se anido en el centro de mi pecho.
Inquietud que eché a un lado, imposibilitado por esos días de enfrentarme a mis sentimientos, aunque sabia inconscientemente que ya la duda estaba sembrada.
—Me extravié, eso fue todo.
Con esa frase deshice el camino hacia la puerta.
—Gracias por tu ayuda, hermanita.
Me desplace con rapidez, agarré el picaporte, lo giré y estaba apunto de salir de la habitación de Hanna cuando oi los pasos de alguien subiendo la escalera, muy cerca de llegar al rellano del segundo piso. Estuve seguro de que se trataba del tío Andreas y lo menos que deseaba era que me viera. Con un solo vistazo a mi apariencia se daría cuenta de que ni siquiera me había bañado, algo sumamente extraño a esas horas.
Con sumo cuidado volví a colocar la puerta en su lugar, Hanna se arrimo a mi.
—¿Llegó el tío?
Movi la cabeza lentamente de arriba, abajo.
—Me preguntó dónde pasara casi todas las tardes...—añadió mi hermana muy intrigada y hasta maliciosa. En mi caso no era algo en lo que pensara, incluso para mi las ausencias del tío Andreas a cenar habían sido favorecedoras a mis escapadas.
Me alcé de hombros prestándole mucha atención al sonido de los pasos de Andreas que advertí algo desiguales y vacilantes, me pregunté si vendría ebrio.
—Annette ya no puede disimular su disgusto, la pobre...seguramente pensó que su vida al lado del tío seria más emocionante que pasar todo el día pululando como alma en pena por los pasillos y en la biblioteca, cuando no está en su habitación.
Volví a alzarme de hombros despreocupado. Si no pensaba sobre las ausencias del tío, mucho menos pensaba en su esposa.
—Da igual...solo espero que tus salidas no sean con personas...
—Sabes que no tengo amigos, Hanna. Solo me voy a caminar por ahí, sin rumbo.
—Solo mantente lejos de los problemas, madre no está para disgustos.
En eso tenia razón, nuestra madre llevaba años en un sube y baja emocional que había dado paso a sus crisis mentales cada vez más frecuentes. Lo menos que deseaba era darle un disgusto.
Con la promesa de que no buscaría problemas, aunque eso no significaba que me quedaría en casa por el resto del verano, me fui a mi habitación. Mientras tomaba un baño pensaba, entre otras cosas, en bajar a buscar algo ligero de comer en el refrigerador porque mi estómago estaba resintiendo las horas de ayuno.
En mi rápido viaje a la cocina me hice con dos hogazas de pan, un poco duro y frío, algo de queso y mortadela italiana, además de un litro de leche helada, recuerdo que en aquellos años la leche fresa se distribuía en envases de cristal.
En tanto disfrutaba de mi frugal comida sentado sobre el rellano de una de las dos ventanas de mi habitación, con la mirada perdida en la vasta oscuridad casi sin estrellas del cielo, distraído en ocasiones por el vaivén de las hojas mecidas por la brisa, tuve la seguridad de que volvería por el barrio de Pawel, porque, entre otras cosas, aun tenia que devolverle la cadena con el dije. Ya no tendría ningún encontronazo con las pandillas porque la próxima vez regresaría vestido de manera apropiada, no como un privilegiado, como me llamó el chico.
Esa noche aun no era el momento de atreverme a tomar conciencia y mucho menos aceptar la atracción que sentía por el chico de ojos azules.
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Lo primero que tuve presente en la mañana fue conseguir alguna ropa usada, de preferencia ropa de telas toscas y baratas. Nada en mi guardarropa me servía, pues todo era relativamente nuevo, en buen estado y más que nada, ropa confeccionada con telas finas, prendas elegantes escogidas por el tío, hasta algunos de mis pantalones cortos para salir a hacer deportes habían sido ordenados al sastre personal de Andreas.
Después de mucho pensar decidí darme una vuelta por la habitación de Olga, antes me aseguré de que Hanna no estuviese despierta, pues conociéndola seguramente le encantaría perder un poco de su preciado tiempo espiándome. Yo sabía que el único hijo de Olga, Rafaello, un chico algunos dos o tres años mayor que yo, y que estaba recién casado, había dejado alguna ropa en el armario del cuarto de su madre. Olga lo comentó con una de las muchachas que la ayudaba con los quehaceres de la casa, incluso mencionó que si Rafaello no volvía a buscarla ella misma la llevaría a una tienda de segunda mano.
Mi idea era hacerme con la dichosa ropa y usarla para volver por el barrio donde vivía Pawel. El solo hecho de meterme a hurtadillas en el cuarto del ama de llaves elevo la adrenalina en mi sistema, el miedo a ser descubierto allí, junto al pensamiento de volver a ver al chico de cabellos oscuros, eso último jamás lo acepté en aquellos primeros días, provocaron una sensación de vacío en mi estómago.
Olga se encontraba en algún lugar de la enorme propiedad de mi tío, mientras yo husmeaba en su armario con los ojos puestos en la ropa, tratando de dejar todo como lo había encontrado, pero afanado por encontrar lo que buscaba, en tanto mis oídos estaban pendientes a cualquier ruido, atento a algún movimiento fuera del cuarto indicativo de que la mujer regresaba a sus aposentos.
Con prisa, con las manos temblorosas y húmedas fui buscando entre las cosas de la buena mujer. Hubo un momento en que me detuve, frustrado y algo arrepentido de estar allí, pero solo fue por unos segundos y hasta que di con la primera camisa de algodón deslucido en un azul muy claro y un pantalón largo algo ancho en tela oscura, a esas prendas le siguió el hallazgo de dos camisas más y un pantalón corto bastante raído en las costuras y el ruedo, pero que a mi me parecieron geniales.
No podía irme sin llevarme algún calzado que el muchacho hubiese dejado olvidado, aunque no estaba seguro de hallarlo, después de todo su madre solo mencionó ropa vieja.
Sin embargo, tuve mucha suerte y más cuando de solo mirarlos supe que aquellos botines eran solo un poco más grandes que mi talla, aunque nada que unas medias gruesas no pudieran resolver.
Salí como perro con dos colas, y con mucho cuidado, de la habitación del ama de llaves llevando ocultas entre mi ropa la ropa de Rafaello, el calzado decidí dejarlo oculto al fondo de uno de los gabinetes de la cocina ya que eran más difíciles de ocultar.
Casi euforico inicié el camino hacia mi habitación rogando no encontrarme con Olga, pero jamás me imaginé que casi me llevaría de frente al tío Andreas que bajaba las escaleras seguido de Annette, su joven esposa.
Al detenerme de pronto sentí como el bulto de ropa que llevaba pillado entre el elástico de la cintura de mi pantalón de dormir y mi estómago cedia un poco y tuve miedo que se deslizara y fuera a dar al suelo.
—Muchacho, que prisa llevas...
Mi tío era un hombre altísimo y delgado, de abundantes cabellos rubios casi platinos, igual que mamá, igual que yo, y penetrantes ojos grises. El parecido físico entre él y yo era más que evidente.
Andreas era un hombre elegante, de buena postura y siempre iba perfumado con fragancias costosas y se jactaba de no llevar nunca el cabello despeinado, en eso no nos parecíamos, pues el mio casi siempre parecía un nido de pájaros.
—Ve a cambiarte, me encantaría que desayunemos juntos.
Andreas me recorrió con la mirada y me dio la impresión por absurdo que fuese, que sabía en que andaba.
Ante su petición, que era más que nada una orden, solo atiné a afirmar con un movimiento de cabeza, aunque lo menos que deseaba era sentarme a la mesa con él y Annette. Yo tenía otros planes.
La mujer, que por lo general se mantenía dos pasos detrás de mi tío y con la mirada baja me sorprendió con una rápida mirada de sus ojos oscuros que me desestabilizó casi igual que la petición de Andreas.
Por primera vez creí ver en ella un atisbo de interés, más allá de la atención que por compromiso usualmente mostraba. Lejos estaba de saber que aquella fugaz mirada sería el comienzo de algunos desencuentros entre nosotros.
—Te espero abajo, hijo.
Me apresure no solo a lavarme el rostro y alistarme, sino a dejar la ropa que había hurtado dentro de una de las valijas que usaba para acomodar mi ropa cuando viajaba, debajo de la cama.
Cuando arribe al enorme comedor mi tío ya disfrutaba de su primera taza de café, mientras que Annette endulzaba su efusión mañanera, ella no toleraba el café. La esposa de mi tío no volvió a dedicarme una mirada y yo me sentí extrañamente aliviado aunque no sabia porque.
Una de las muchachas que ayudaban a Olga trajo el chocolate caliente que casi siempre bebía en las mañanas y me dispuse a servirme algo de pan.
Andreas, luego de dar varios pequeños sorbos a su bebida y dejar la taza sobre su platillo, acomodó su postura y sacudió una de las largas hojas del periódico antes de doblarlo a la mitad y dejarlo a su derecha.
Como siempre eso era indicativo de que tenia deseos de hablar y sobre todo que contaba con tiempo, esa mañana no parecía tener prisa, probablemente ni siquiera iría a la oficina del almacén.
Pronto comprobé todo lo anterior y algo más, ese día mis planes de volver por el Bronx tendrían que ser aplazados hasta la próxima semana, y todo aquello me puso de muy mal humor.
—Las vacaciones de verano pronto terminaran y cuando menos te lo esperes estarás a nada de enviar tu solicitud de admisión a Harvard y preparándote para la prueba de admisión.
Con una plástica sonrisita oí todo aquello que Andreas quisiera decir sobre la universidad que el había escogido para mi, mientras su mujer no dejaba de ponerme de los nervios moviendo con la pequeña cuchara, inecesariamente, el té que apenas había probado, siempre con la mirada baja.
La idea de ir a la prestigiosa universidad nunca me había desagradado antes, pero en ese momento al escuchar sobre los planes armados por mi tío una sensación de incomodidad se alojo en mi pecho. De pronto ya no sabia si eso era lo que quería, irme lejos a Massachusetts ya no me parecía tan atractivo.
—¿Bastian?
Ni siquiera me había dado cuenta de lo perdido que estaba hasta que Andreas llamó mi nombre y me percaté que hasta el molesto tintineo de la cuchara contra la loza se había perdido.
Alcé la mirada directo para encontrarme con el gris oscuro de la mirada de mi tío.
—Si, tío.
—Te pregunté si no estabas entusiasmado con la idea de la universidad...según recuerdo parecías estarlo antes.
Por unos segundos me quede como bobo porque realmente no se me ocurrió nada que decir, mi mente quedo en blanco.
—En fin...ya es algo que está decidido, ¿no? Después de todo eres un Müller e ir a Harvard es lo que te corresponde.
Pude decir que mi apellido no era Müller, sino Schneider. Sembrar la duda sobre mis deseos en mi tío, pero no lo hice.
Por aquellos días todavía pensaba que todo lo que decía Andreas era ley. Creía que después de todo el siempre sabía lo que era mejor para nuestra familia, y que no valía la pena ni siquiera alzar la voz por lo que verdaderamente deseabas.
Mi tio era el que tenia el control y nosotros, por nuestro bien, debíamos tener siempre un si como respuesta a sus designios.
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