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23

Dahyun apretó el teléfono con manos temblorosas, tratando de armarse de valor para marcar el número de su madre. Su mente aún estaba nublada por el dolor de haber dejado a Sana, pero sabía que necesitaba reconectar con la única persona que había sido un pilar en su vida, su madre. Cuando finalmente presionó el botón de llamada, su corazón latía con fuerza.

Después de un par de tonos, escuchó la voz familiar del otro lado de la línea.

—¿Dahyun? —La voz de su madre era suave, llena de una mezcla de sorpresa y preocupación.

—Mamá… —Las lágrimas ya estaban brotando antes de que pudiera decir otra palabra—. Mamá, necesito verte.

—Cariño, ¿estás bien? —preguntó su madre, con una urgencia palpable en su tono—. ¿Dónde estás?

Dahyun se limpió las lágrimas con la manga, aunque sabía que era inútil.

—Podemos encontrarnos en la cafetería cerca de la casa. Por favor… necesito verte.

—Voy para allá en cuanto cuelgue, mi amor. —El consuelo en la voz de su madre la calmó, aunque fuera solo un poco.

Cortó la llamada y, con el corazón roto en mil pedazos, se dirigió hacia la cafetería. El aire frío del otoño le golpeaba el rostro, pero apenas lo sentía. Lo único que llenaba su mente era la mezcla de dolor por haber dejado a Sana y la ansiedad de ver a su madre después de tanto tiempo.

Cuando llegó, se detuvo en la puerta, su mirada perdida entre las luces suaves del lugar y la figura de su madre sentada en una mesa al fondo. Su cabello oscuro estaba algo encanecido, y llevaba el mismo abrigo que Dahyun recordaba de cuando era niña. Esa visión la hizo tambalearse, y sus pies casi no querían moverse.

Pero cuando su madre levantó la vista y sus ojos se encontraron, Dahyun sintió cómo la represa de emociones que había estado conteniendo se rompía.

Caminó hacia ella con pasos rápidos, y antes de que pudiera decir una sola palabra, su madre ya estaba de pie, rodeándola con sus brazos cálidos, aquellos mismos brazos que la habían sostenido tantas veces cuando era niña.

—Oh, Dahyun… mi pequeña —susurró su madre, con la voz quebrada por la emoción.

Dahyun rompió a llorar, su cuerpo sacudido por sollozos tan intensos que le dolían en el pecho. Todo el peso de los últimos días, de las decisiones, del amor y del dolor se derramó en esas lágrimas que había estado conteniendo por tanto tiempo.

—Lo siento tanto, mamá… —sollozó Dahyun, aferrándose a su madre como si fuera su ancla en medio de una tormenta—. Lo siento por no haberte buscado… por no haber estado contigo… Lo siento tanto…

Su madre la abrazó más fuerte, sin decir una palabra, dejando que las lágrimas de Dahyun empaparan su abrigo. Sus propias lágrimas caían en silencio, resbalando por sus mejillas mientras sostenía a su hija, tan frágil, tan rota.

—Shh… no tienes que disculparte por nada, mi amor —susurró su madre, acariciando el cabello de Dahyun—. Estoy aquí ahora. Estoy aquí, y nunca más te voy a dejar.

Se quedaron así, abrazadas en medio de la pequeña cafetería, como si el resto del mundo se hubiera desvanecido. La gente alrededor apenas las notaba, pero para Dahyun, en ese instante, lo único que importaba era el abrazo de su madre.

Sentía tanto alivio como dolor. Alivio por estar de vuelta con la única persona que siempre había querido lo mejor para ella, pero un dolor punzante en su pecho por haber dejado a Sana. Su mente se inundaba de recuerdos de los momentos felices con ella, los besos robados, las miradas cómplices, pero también del peso de los secretos y las mentiras. Ahora todo eso quedaba atrás, pero el vacío que dejaba Sana en su corazón no desaparecía.

—La voy a extrañar… —murmuró Dahyun entre sollozos—. La voy a extrañar tanto, mamá…

Su madre, sin saber exactamente a quién se refería Dahyun, solo la sostuvo más fuerte.

—Cariño, va a estar bien… sea lo que sea, va a estar bien —dijo su madre, tratando de calmarla, aunque sus propias lágrimas caían sin cesar—. Estás conmigo ahora, y no tienes que cargar con todo tú sola.

Después de lo que parecieron horas, Dahyun finalmente levantó la mirada, sus ojos enrojecidos y su rostro bañado en lágrimas. Su madre sonrió, con ternura, y tomó su mano.

—Vámonos a casa, cariño —dijo suavemente—. Sé que no es mucho, pero tenemos un lugar donde estar juntas.

El trayecto hasta el pequeño departamento de su madre fue silencioso, pero ese silencio no se sentía incómodo. Era un silencio lleno de comprensión, de amor no dicho, pero profundamente sentido. Dahyun observaba las calles pasar, sintiendo una mezcla de tristeza y consuelo. La casa de su madre era pequeña, modesta, pero tan llena de calidez. Cada rincón tenía la marca de alguien que había luchado por mantenerse a flote, por crear un hogar, y ahora ese hogar era también para Dahyun.

Cuando llegaron, Dahyun entró al pequeño departamento y respiró hondo. Era humilde, sí, pero se sentía más como un hogar que la fría mansión de su padre, donde nunca había sentido que pertenecía. Aquí, las paredes hablaban de lucha y amor. De sacrificios. De una vida que, aunque dura, estaba llena de significado.

—Es pequeño, pero es todo nuestro —dijo su madre, mirando a Dahyun con una sonrisa—. Y mientras estemos juntas, será suficiente.

Dahyun se dejó caer en el pequeño sofá, mirando alrededor. Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez, pero esta vez no solo de tristeza, sino también de una extraña mezcla de paz y dolor. Estaba donde debía estar, con su madre. Pero no podía evitar extrañar a Sana. No podía evitar pensar en lo que había dejado atrás.

Aún así, mientras su madre se sentaba a su lado y la abrazaba, supo que había tomado la decisión correcta. Aunque doliera, aunque su corazón estuviera dividido, estaba finalmente donde debía estar.

Mientras tanto, en la mansión Kim, el sonido de la puerta principal abriéndose resonó por toda la casa. El padre de Dahyun regresaba del trabajo, como de costumbre, con su porte serio y la rutina marcada en cada uno de sus pasos. Sana, sentada sola en el comedor, apenas levantó la mirada al escuchar el sonido. El eco de los recuerdos de Dahyun aún llenaba el espacio, y la ausencia de la joven hacía que la casa se sintiera más vacía de lo normal.

El hombre se quitó la chaqueta y se dirigió al comedor, esperando ver a Dahyun preparándose para la cena, como solía hacerlo.

—Sana, dile a Dahyun que venga a cenar —dijo con voz firme mientras se acomodaba en la silla, sin siquiera mirarla directamente.

Sana titubeó, sus manos temblando levemente al escuchar su nombre. Tragó saliva, sabiendo que lo que iba a decir provocaría una reacción que temía desde el día que Dahyun se había marchado.

—Ella… no está aquí —murmuró con voz apenas audible.

El hombre frunció el ceño, confundido.

—¿Cómo que no está aquí? ¿A dónde fue?

Sana desvió la mirada hacia sus manos, que estaban inquietas en su regazo. Las palabras se le atoraban en la garganta. Sabía que no había forma de suavizar la noticia, y cada segundo de silencio solo hacía que su ansiedad creciera.

—Se… se fue con su madre —finalmente dijo, su voz temblando mientras pronunciaba cada palabra con cautela.

El hombre se quedó en silencio por un momento, como si las palabras no hubieran llegado a él. Luego, se levantó bruscamente de la silla, con los ojos llenos de ira y confusión.

—¿Qué dijiste? —preguntó, su voz ahora cargada de un tono que hizo a Sana encogerse ligeramente—. ¿Cómo que se fue con su madre? ¿Por qué no me lo dijiste?

Sana respiró hondo, luchando por mantener la calma, pero la presión en su pecho era abrumadora. Sabía que no había una buena respuesta para esa pregunta. No había querido encender la ira de su esposo, y mucho menos empeorar las cosas entre él y Dahyun. Pero ahora, frente a él, no podía encontrar las palabras para justificarse.

—Yo… yo pensé que… era lo mejor… —intentó explicar, su voz apagada y temblorosa.

—¿¡Lo mejor!? —gritó el hombre, su rostro completamente enrojecido por la furia. Se acercó a Sana, su presencia imponente y amenazante llenando la habitación—. ¿Y cuándo pensabas decirme que mi hija me había abandonado? ¿Crees que no merezco saberlo? ¡Es mi hija!

Sana dio un paso hacia atrás, encogiéndose más aún, incapaz de sostener su mirada. El miedo que sentía se hacía palpable en cada fibra de su cuerpo. Las manos le temblaban y un nudo en la garganta le impedía hablar. Las palabras se desvanecían antes de que pudieran formarse.

El hombre respiraba con fuerza, sus ojos inyectados de ira. Golpeó la mesa con el puño, haciendo que Sana diera un respingo.

—¿También tú vas a abandonarme? —le espetó con un tono que sonaba más a una acusación que a una pregunta.

Sana, con la cabeza gacha y los ojos al borde de las lágrimas, negó lentamente.

—No… yo… yo no voy a irme… —murmuró, apenas pudiendo pronunciar las palabras por el miedo que la atenazaba.

Él la miró, aún furioso, sin dar crédito a lo que estaba escuchando.

—¡No me mientas! —gritó, acercándose más, invadiendo su espacio personal—. ¿También me vas a dejar como ellas? ¿Vas a salir por esa puerta y no volver nunca más?

Sana, con el cuerpo encorvado y las manos apretadas contra su pecho, negó con más fuerza esta vez, sus palabras sofocadas por el miedo.

—No… no lo haré… no te dejaré… —repetía una y otra vez, como si esas palabras pudieran calmarlo, pero lo único que sentía era el peso de su sumisión.

El hombre la miró durante unos segundos que parecieron eternos. Luego, soltó un resoplido, todavía lleno de rabia, pero algo más en su expresión revelaba el profundo dolor que sentía. Dolor por haber perdido a su hija. Dolor por sentir que su mundo, ese que había construido bajo su control, se desmoronaba poco a poco.

Sana permaneció quieta, con los ojos fijos en el suelo, temblando por dentro, esperando a que la ira de su eposo se disipara o al menos se alejara lo suficiente como para poder respirar sin miedo. No podía mover un músculo, no podía decir más. Sabía que cualquier cosa que dijera solo lo enfurecería más.

Finalmente, el hombre se giró, caminando hacia la ventana, con las manos apretadas en puños, tratando de contener la furia que hervía en su interior.

Sana se quedó ahí, quieta como una estatua, con el miedo aún latente en su cuerpo, deseando desaparecer, deseando que todo esto hubiera sido diferente. Pero lo único que podía hacer era asentir y seguir negando, siguiendo el ciclo interminable de miedo y sumisión.

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