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Luna menguante

Dedicado a Clara Castellanos: que supo hacerse una casa en mi corazón.  

...

Conocida como "luna creciente menguante" o "Luna vieja".

Es sólo posible verla hacia el este.

Por encima de la aurora o el alba

y antes de que salga el Sol.

Tiene apariencia de pequeña guadaña.


Sentada junto al quicio de la ventana, me pierdo contemplado esta gran plaza en pleno y febril trajín. Caminan y caminan mujeres y hombres. Desde aquí, parecen una columna interminable de hormigas.

Detrás de este cristal frío, decidí ser la luna de todas ellas. Ninguna lo sabe. Ninguna se ha detenido una sola vez a mirar arriba. Imagino que una de ellas, así sin más, se detuviera. Se diera vuelta en redondo, voltear la vista hacia arriba y me hiciera una señal.

Pero soy la luna de medio día. A esa, quizás, a veces, la miras extrañado de que el sol la deje estar. Siento lo mismo; nadie me mira. Sin embargo, no me siento extraña de ser ella.

Necesito ser esta luna, para mirarme sin juicio. Quiero creer que esto que miro, es en realidad el torrente circulatorio de cualquier cosa que la vida sea. Miro a todos andar presurosos por las tantas ramificaciones que se bifurcan cada poco. Los observo, esperando o preocupados o enojados o tristes, pero vivos. Recuerdo que a éstos pertenezco. Aunque hoy me sienta extraña y absolutamente dispersa.

Otra vez me asaltan estas lágrimas. Insisten en hacerme borrones todo lo que miro. Será por eso, que prefiero estar aquí, frente a esta fría luz azul, de día sin sol y niebla, que mirando adentro. Donde la vida se me está haciendo girones.

Comienza a llover... Veo las gotas perlarse en el cristal. Me tranquilizan; me siento protegida por ellas. Si volteo y miro adentro, pienso y pienso demasiado. Prefiero mirar afuera. En donde el bregar imparable de todos esos puntos caminantes, me dan la sensación de que debe haber un sentido. Aunque yo no lo entienda.



Recuerdo ahora, frente a la paz de este mudo trajín, mis ocho años perdidos. Esos de vivir con uno que es, como cualquiera de estos tantos miles de hombre hormiga, a los que veo transitar por esta calle. Pero vino precisamente éste, con quien no debí ni tomar un café.

Lo dejé invadir mi cama, mi mesa, ¡mis fotos!... Lo dejé estar en mi familia, en mis sueños, en mis libros y en los miles de abrazos que perdí por no darlos... Lo dejé marcar mi vida.

Lo despedí, hoy; sin lágrimas ni nostalgia. Hui de él, por lo mismo, por lo que no debí ni saludarlo nunca. Me deja, con un retrato de ocho siglos, de colores: malva cobarde, verde comodino, azul rústico, magenta petulante y rojo necio... Sola; me quedo con los ocho milenos que tardé en darme cuenta; que me debí haber dado por vencida sin prestar ni la primera batalla.

—¿Sabes?, debo decirte algo —le dije.

—Ahora no —así me respondió. Así, como siempre me respondió: "Ahora no". Por supuesto, sin mirarme. ¿Sabrá de qué color tengo los ojos? ¿Habrá notado que el día que se fue, corté mi cabello?

—¿Qué cosa? —exigió saber, hecho un remedo de valentón.

Fría, desde esta luna en que me envolví; dije gritando, yo, que nunca grito; y mirando al cielo, yo que odio lo teatral:

—¿Desde cuándo dejé de tener nombre? ¿Desde cuándo olvidé que me importa que me miren? ¡Se acabó!

Fue punto, grito y final. No hubo ni una palabra más; ni agreste ni fría; ni yerma, ni en cólera.

Me di la vuelta llevándome conmigo el final de esta historia estúpida; en la que me dejé eclipsar, avasallar y condenar. Así, perdí 8 años o 104 meses, o miles de horas o todos mis miles de millones de segundos... Todos.

Uno, entre todos esos millones de instantes, decidí que fuera el último y paré de desperdiciarlos. Y en uno, en uno sólo; por fin elegí decir en voz alta lo que por dentro supe cientos de miles de segundos antes: "¡Se acabó!"

Lo dije, y al segundo que elegí, todavía le sobraron varias décimas.




Trato de recobrar la calma fijándome en todas esas laboriosas hormigas, allá abajo. Se parecen tanto a los miles de millones de segundos que me han tocado vivir. Son como un río interminable de tiempos brevísimos, en que pasa de todo.

Unas andando, sólo pasan. Otras traen cargando una hojilla, una brizna, una migaja, mis mejores recuerdos o algunas otras —a traición— lo que nadie les pidió.

Esas hormigas, malditos segundos, han llegado siempre puntuales. Me han hecho tajos en los sueños y las he tenido que recibir en la puerta, antes de que me la echaran abajo.

¿Cuántos segundos cuentan? Los que añoro, ¿son la prueba de que en ellos sí viví? O los que odio, ¿son la prueba de en qué, no debí gastarlos?

Ahora, por mi memoria corren todas las briznas de tiempo mezcladas. Las siento viajando por mis venas, por mis lágrimas, por mis manos, por mis oídos, por mis coyunturas, por mis tobillos; por la Patagonia de mis dedos, por el Ecuador de mi ombligo, o por el norte, ahora breve; de mi cabello mutilado.




Confieso, que en lo que más pienso hoy —de entre todo lo que perdí en mis ríos de hormigas cargando segundos—, es que desde la niña que fui, tuve el cabello largo y negro. En una de esas migas de tiempo, una de estas hormigas cambio segundo. Me avisó que era tiempo de cortarlo. ¿Soy la misma, si no tengo el mismo cabello negrísimo y largo? O ¿seré menos yo, porque en una de esos hormiga decide segundo, comencé a ser otra con cabello ralo?

También recuerdo cuando tantas de esas hormigas, disfrazadas de mis segundos, decidieron que debía ser "arquitecta". Sin dudar, todas se fueron a raudales detrás de cada dibujo, proyecto, clase, libro, museo, edificio o maestro que se les puso enfrente. Todas, convertidas en ladrillos, se me hicieron cantera y acero. Y me formaron cimiento, orgullo y altura. Una de ellas, la veo casi llegar; traerá ligera su carga y alguien me dirá: "Felicidades Arquitecta" y habrá una placa en un gran edificio. Constará desde ahí, lo que esa hormiga cumbre segundo, trajo para siempre.

¿Le dará tiempo?

Otras hormigas aviso segundo, me dicen; que soy lo que llevarán las hormigas dolor segundo, para quien más me quiere.

Mi madre...

¡Dios! ¡Cuántas hormigas dolor hija segundo, están por llegarle! ¿Cómo podría yo detenerlas?




Y es que hoy, me refugié en esta luna; porque una de todas estas millones de hormigas segundo, una, que venía caminando desde que mis padres se conocieron, una de todas estas —¡la más maldita!—, traía con ella a quién me dijo, así nomás, el muy cabrón: "Paula, tienes cáncer".

Me quedé mirándola alejarse torpe y espesa. Hasta que se me perdió en un horizonte que sigo viendo sordo y ciego. No entendí cuando mi futuro se mudó de horizonte... Así que sigo esperando aquí; a que regrese ese segundo y me diga: "Me equivoqué".


En esta ventana fría,

desde el instante en que decidí

volverme luna impenetrable;

se me arrasan los ojos

sin sollozo.

Sin saber;

si la vida ya decidió cercano,

el segundo que traerá

la última hormiga.

La que me llevará

a ser la luna de verdad.

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