Capítulo 6
El comedor de las Keller seguía siendo el mismo de siempre: la mesa de seis comensales, de factura antigua, con un mantel de lino blanco que perteneció a la madre de Elizabeth y que estaba tan inmaculado como cuando se compró. La vajilla antigua, la cubertería de plata, y ese ambiente acogedor que solo se halla en un verdadero hogar, por pequeño que fuese.
—Me hace feliz que estés aquí —le dijo Elizabeth mientras colocaba un puesto más en la mesa, justo al frente del de Amy.
—A mí también —respondió él en voz baja—. Usted siempre creyó en mí, incluso en las peores circunstancias.
Elizabeth le acarició la mejilla por un instante. Por más grados científicos que tuviera, para ella seguía siendo el mismo adolescente al que le preparaba merienda en las tardes.
—¿No crees que en algún momento deberías decirle toda la verdad?
—Tal vez debí haberlo hecho —admitió—, pero me hirió mucho que ella no confiara en mí.
La conversación se interrumpió cuando Amy regresó del baño. Elizabeth intentó esbozar una sonrisa, para aligerar el ambiente luego de la tensa charla. Recordar el pasado no era bueno si como consecuencia de ello, se afectaba el ánimo de todos.
—Iré a buscar el asado, quédense aquí —les dijo la anfitriona antes de dirigirse a la cocina.
—¿Te molesta que me quede a cenar? —Eric se acercó a ella, y la miró de una manera inquietante.
—No —contestó ella, rehuyendo su mirada y aparentando frialdad. Lo cierto es que su presencia la ponía muy nerviosa.
—Nada ha cambiado.
Amy lo miró desconcertada, no sabía a qué se refería, y por un momento creyó que hacía referencia a sus sentimientos. Eric la entendió y sonrió, disfrutando de su confusión.
—Me refería a que nada ha cambiado en la casa —se explicó mejor—. Todo está como la primera vez que cené aquí mismo como tu novio. ¿Lo recuerdas? Elizabeth invitó a sus primas, a sus hijos… Decía que todo el mundo tenía que conocerme.
Amy no lo había olvidado, pero eran de esos recuerdos que eran dolorosos, ya que esa relación tan bonita que una vez celebraron, se había truncado de la peor manera.
—¿Puedo pedirte un favor? —le dijo ella un tanto incómoda—. No hablemos del pasado, te lo ruego.
Iba a marcharse cuando él la detuvo tomándola por el brazo.
—¿Eso significa que pondremos una piedra sobre todo lo que sucedió? ¿Que puedo acercarme a ti, sin importar si en el pasado me odiaste?
—Nunca te odié, Eric.
—Pero sí me quisiste —repuso él.
Ella iba a replicar cuando apareció su madre con la fuente del asado. Eric corrió a auxiliarla. La conversación era cada vez más inquietante, y Amy tenía las mejillas enrojecidas sin siquiera probar un sorbo de vino. Su madre había tomado de un gabinete una botella de tinto, y ella debía controlarse, pues una sola copa podría bastar para caer en los brazos de Eric y hablarle de amor. Un amor que debía estar en el pasado, escondido tras la cortina de su decepción y tristeza.
La comida resultó exquisita, y Eric elogió varias veces a la cocinera. Elizabeth estaba encantada con él en la mesa, pero Amy estaba más callada. Una pregunta sobre sus estudios llevó al joven investigador a hablar sobre su decisión de estudiar Ingeniería en Biomedicina, y luego en hacer su doctorado de manera acelerada para lograr su propósito de ser líder de un equipo de investigación a los treinta años.
—¿Y por qué Ingeniería biomédica? —preguntó Elizabeth.
—Comencé a leer más sobre el tema luego de haber reparado la prótesis de Amy en el colegio —admitió.
Amy enrojeció más aún al recordar el beso en la enfermería. Eric no le había dicho nada de sus deseos de dedicarse a ese campo, al parecer lo había llevado en secreto.
—Una vez en la Universidad —continuó él—, comprendí que no me equivocaba y que me apasionaba sobre todo el mundo de la neurociencia.
—¿El que Amy esté en el ensayo clínico es una casualidad? —volvió a preguntar la mujer, luego de llevarse la servilleta a los labios.
—¡Mamá! —exclamó Amy avergonzada.
El propio Eric se ruborizó un poco, pero no tardó en responder, en lo que Amy se terminaba su segunda copa de vino, para ahogar su vergüenza.
—Se supone que la ciencia sea objetiva, —respondió Eric—, y que no prime el amor en decisiones de esa naturaleza, como en la planificación de un ensayo clínico. Sin embargo, le estaría mintiendo si le dijera que se debió a obra del azar. Amy sabe que pensé en ella desde el primer momento. Reunía todos los requisitos, pero de cualquier manera debía ser la primera, porque es, en definitiva, la inspiradora de mi trabajo.
Amy bajó la cabeza, conmovida con sus palabras en las que incluso había hablado de amor. Elizabeth, por su parte, sintió que llegaban lágrimas a sus ojos.
—¡Gracias, Eric! —exclamó—. ¿Qué les parece si voy a por el postre?
La dama no esperó contestación y ella misma se levantó para ir en busca de la mitad de una tarta de chocolate blanco.
—La hizo Amy hace dos días, y todavía queda —le explicó al joven, mientras cortaba un generoso trozo para él.
—Este es un talento oculto —comentó Eric con una sonrisa, mirando a la repostera. Cuando estaban juntos Amy no cocinaba absolutamente nada.
—Las personas cambian —fue su respuesta. Estaba a la defensiva, pero Eric lo entendía hasta cierto punto.
—No cambian tanto —replicó, llevándose la cucharilla a la boca—. ¡Está delicioso!
—Gracias —contestó ella para luego terminarse su porción en silencio.
La charla demoró unos minutos más, pero era Elizabeth quien más hablaba, haciéndole preguntas sobre su trabajo, el que consideraba fascinante. Un poco después, Eric creyó que era tiempo de marcharse.
—Yo también me despido, mamá —Amy estaba algo cansada y somnolienta a causa del vino.
—¿Te marchas? —Eric estaba sorprendido.
—Hace unos años que tengo mi propia casa, cerca de aquí.
—En ese caso te acompaño, Amy —se ofreció galante.
—Es muy cerca, Eric, no quiero molestarte. No tiene sentido que conduzcas por apenas unos metros.
—¿Quién habló de conducir? He venido andando hasta acá, y pretendo acompañarte hasta tu casa si me lo permites.
Ella asintió, incapaz de negarse por educación, aunque no le hacía ninguna gracia ir con él. Ahora sabría dónde vivía, y el cerco se cerraba a su alrededor, sin saber cómo escapar de él. ¿Acaso eso era lo que deseaba? ¿Huir de nuevo?
—Vayan con cuidado, hijos —les pidió Elizabeth, quien besó a cada uno y los despidió desde el umbral de la puerta, escoltada por el viejo Mike.
La casa tenía una pequeña escalera de tres peldaños para bajar al jardín. Amy por lo general lo hacía bien, aunque despacio, pero en esta ocasión estuvo a punto de resbalar cuando franqueó el último.
—Toma mi brazo, por favor —le solicitó Eric.
—No. Estoy bien.
—Amy, no estás bien —refutó—. No seas tan obstinada, hazlo si no quieres que te tome en mis brazos y te lleve cargada hasta tu casa.
Amy protestó, pero finalmente tomó el brazo de él. Caminaron juntos, en silencio, las tres calles que faltaban para llegar a su casa, un edifico moderno de fachada gris.
—Aquí es —le informó ella.
—Bonito lugar. ¿No me invitas a pasar?
—No —respondió—. No estoy embriagada hasta ese punto —añadió con una sonrisa.
Para llegar a la entrada del edificio, debía subir otras escaleras, en esta ocasión una de cinco peldaños. También había una rampa para personas con discapacidad, pero Amy prefería forzarse a subir las escaleras para mantenerse entrenada. Para personas con su tipo de prótesis, el ejercicio de subir era más complicado y demorado que el de bajar. En circunstancias normales no hubiese sucedido nada, pero una vez más Amy tropezó, a punto casi de caer, esta vez con el primero de los peldaños.
Eric no iba a permitir que ella terminara en el suelo, con un brazo roto, así que sin pedirle permiso, la tomó en sus brazos como si fuese una pluma.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella desconcertada, contra su pecho.
—Llevarte —respondió él con tranquilidad.
—Buenas noches señorita, Keller. Buenas noches, señor —saludó el portero cuando les abrió la puerta, intentando tomar la situación con mucha normalidad.
—Buenas noches —dijo Amy apenada.
Jamás había llegado con un hombre a su edificio, y menos en aquellas bochornosas circunstancias.
—Ya puedes bajarme —se quejó Amy cuando entraron al edificio—. Mi departamento es en el primer piso.
—Hasta allí te llevaré —afirmó Eric quien subió otra pequeña escalera hasta llegar a una puerta marrón donde rezaba el apellido de la joven—. ¡Listo! —dijo dejándola en el suelo contra la pared, con la mayor delicadeza.
—¿Crees que era necesario? —Amy lo miró a los ojos, pero no estaba molesta.
—Por supuesto, tomaste dos copas y media de vino.
—Podía haber subido perfectamente sin tu ayuda —se quejó.
—Puede ser, —reconoció—, tal vez era yo quien necesitaba recordar qué se sentía llevarte en brazos otra vez…
La voz de Eric era ronca, y la miraba con una intensidad que la puso nerviosa. Amy recordaba cada detalle de esa primera vez cuando él la levantó en sus brazos, y temblaba tan solo de evocar lo que sucedió después.
—Eric… —susurró.
—Necesito que confíes en mí, Amy —le suplicó, enmarcándole el rostro con sus manos—. Te quiero y sé que tú también me quieres. Seguimos siendo los mismos…
Ella no sabía qué responder, levantó la mano y acarició su barba castaña, y sonrió.
—Sí has cambiado, ahora llevas barba…
Eric también sonrió y, más esperanzado, desapareció el espacio que había entre sus rostros, feliz de que Amy al fin hubiese bajado la guardia.
—Te quiero —le repitió contra sus labios—. Te quiero…
La respuesta de Amy fue un beso, un beso largo y apasionado que lo dejó sin aliento, y que correspondió anhelante y febril, como quien ha esperado por ese momento durante mucho tiempo. Amy se separó lentamente, y se detuvo unos instantes después, con la respiración entrecortada, aunque en sus labios se dibujaba una sonrisa de felicidad que nada tenía que ver con la embriaguez del vino, y sí con el amor que todavía anidaba en su corazón.
Tomó las llaves de su bolso y abrió la puerta.
—Hasta pronto, Eric —se despidió.
Esa sola frase bastó para que él supiera que aún no tenía permiso para pasar. Se inclinó para darle un corto beso en los labios y se marchó con la sonrisa más radiante que le hubiese visto desde que se conocían.
Amy entró a su departamento, tenía las manos temblorosas y se dejó caer sobre el diván. En su cuerpo sentía aún las caricias de Eric, la fortaleza de sus brazos, y en sus labios el dulce sabor que no había olvidado en más de una década de separación.
Estaban en casa de Eric, haciendo una tarea. Sus padres la habían invitado a cenar, así que pasarían toda la tarde y parte de la noche juntos. Se habían quedado a solas, pues Simone había salido con un novio y los padres de Eric aún no retornaban del trabajo ese día.
Aunque intentaban concentrarse, la atmósfera de intimidad los seducía más de lo que quisieran admitir. Se hallaban en el comedor de la casa, sentados en la mesa; Eric en ocasiones le tomaba una mano o le robaba un beso. Amy hacía todo lo posible por mantenerse serena, pero cuando terminaron el trabajo de Ciencias, se miraron a los ojos, anhelando más de lo que hasta entonces habían tenido.
—Quiero conocer tu habitación —soltó Amy de pronto.
Eric la miró: se veía muy hermosa con su cabello dorado, y aquellos labios rojos que amaba. Su petición era normal, pero no sabía si era lo más sensato.
—¿Estás segura? —preguntó él.
—¿Por qué? —ella se ruborizó y se hizo la desentendida—. Ya conoces el mío; también me gustaría ver el tuyo.
—Estamos solos, Amy —consideró él en voz alta—. En tu casa siempre está tu madre y…
Por más que quiso convencerla de que aquello era peligroso Amy, al parecer, quería tentar al peligro. Eric la acompañó hasta la escalera que conducía al primer piso de la vivienda, pero Amy, en esta ocasión, se sintió sin fuerzas. Era bastante alta, y sus nervios la traicionarían… Eric, sin pensarlo dos veces, la tomó en sus brazos, haciéndola reír.
—¡Bájame! —exigió ella con una carcajada.
—Luego de que subamos —contestó él.
El esfuerzo no era poco, pero Amy era bien delgada y Eric había ganado más masa muscular desde que estaba oficialmente en el equipo de fútbol del colegio.
Con sumo cuidado, subió los peldaños hasta el piso superior. Dejó a Amy sobre el suelo, y la joven se recompuso el vestido de invierno que llevaba, de paño de color burdeos.
—¿Cuál es tu habitación? —preguntó Amy mirando las puertas blancas perfectamente cerradas.
—Descúbrelo —rio él.
Amy caminó por el pasillo indecisa; abrió una puerta y, por el mobiliario y sobriedad, dedujo que era la de los padres.
—Aquí no es —le susurró él a su oído, haciéndole estremecer.
Amy dio con la indicada cuando abrió la puerta siguiente. La habitación pintada en tonos azules con pósters en las paredes de bandas de rock, definitivamente debía ser la suya.
—¡Bienvenida! —exclamó Eric.
Amy entró y echó un vistazo: una cama cerca de la ventana; un estante con libros de ciencia; y un escritorio con una esfera terrestre y una fotografía de ellos de su primera cita; en el suelo, las piezas de un LEGO a medio armar.
—Ten cuidado —le advirtió él, quien corrió a apilar las piezas a un costado de la alfombra para que ella no tropezara—. Y bien, ¿qué te parece?
—Muy linda —Amy le sonrió.
—¿Adivina qué? ¡Tengo un escondite secreto para mis barras de chocolate! Simone es todo un peligro y debo cuidarme de ella. Sin embargo, si tú lo encuentras, prometo compartirlos contigo.
Amy se rio, la oferta era tentadora, y para su buena suerte, encontró el famoso escondite en una caja de zapatos debajo de la cama. Le fue un poco difícil agacharse, pero una vez dar con ella, se dejó caer sobre la mullida alfombra con el botín en las manos.
—¡Eres peor que mi hermana! —se quejó él, aunque en realidad estaba feliz de que las hubiese hallado.
Eric se tendió a su lado, riendo, pero cuando se miraron a los ojos, ambos corazones comenzaron a latir aprisa. Eric le acarició la mejilla, y se inclinó sobre ella para darle un beso, que valía más para él que todo el chocolate del mundo.
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