Capítulo 29
El peor dolor no es el que te mata, sino el que te quita las ganas de vivir.
Narra Candy.
No soy consciente de nada de lo que está pasando, porque ya me he mentalizado de que si me desconecto del mundo, voy a olvidar lo que José está haciendo con mi cuerpo.
Cuando siento como rompe la última prenda que me quedaba de ropa, la puerta se abre de un solo golpe. Segundos después, ya José no está sobre mi cuerpo. Enfoco la vista en la esquina de la habitación. Unos oficiales intentan separar a Gideón de José. Va a matarlo. En el fondo, estoy animándolo como las porristas, para que lo haga.
Los oficiales logran separarlos. José yace tirado en el suelo con sangre saliendo de diferentes partes de su rostro.
—¡Te advertí que te mataría si llegabas a ponerle una mano encima! —vocifera Gideón, señalando con la mano a José. Desde el suelo, aún ensangrentado, José sonríe maquiavélico.
—Mátame entonces, porque le puse más que una mano encima. —Uno de los oficiales lo agarra del cuello, ahorcándolo. Es uno de sus compañeros quien le recuerda la situación. El hombre afloja el agarre. José tose descontrolado, recuperando el aire perdido.
Al mismo tiempo que los hombre se llevan a José esposado, Gideón se acerca a mí. Por estar esposado no puedo alejarme de su tacto, pero si me hago un ovillo en el mismo sitio. Sus ojos se tornan dolidos. Yo también lo estoy.
—No me toques —suplico, llorando. Gideón cierra los ojos, unas cuantas lágrimas se escapan de sus preciosos ojos.
—Lo siento mucho, Caperucita, viviré lo que me queda de vida intentando que olvides esto. —Escucharlo llamarme como llaman a todas, me destroza. Lloro más fuerte.
—No me toques —repito, cuando intenta acercarse nuevamente.
—Necesito sacarte de aquí y cubrirte. —Está llorando igual de descontrolado que yo—. Mírame, Caperucita, soy yo, te amo, no volveré a dejar que esto te pase. —Jadeo de dolor.
—No me digas así —pido entre el llanto. Me mira confundido. Señalo con la cabeza el vídeo pausado. Imagino que no ha detallado nada. Su mirada cambia.
—Puedo explicarlo. —Niego con la cabeza. No me interesan sus excusas. No quiero escucharlas. No ahora.
—No quiero —murmuro bajito. Una mujer con uniforme de enfermera entra a la habitación. A ella si le permito que me quite las esposas y me cubra con una manta. Traen una camilla para acostarme en ella. Gideón intenta cargarme, pero me niego pidiéndole que se vaya.
—No voy a dejarte —sentencia, sin dejar de llorar.
—No quiero verte —confieso. Se arrodilla a mi lado junto a la camilla y toma mi mano.
—No voy a irme de tu vida. No vas a apartarme, voy a estar contigo siempre. —Dos guardias lo levantan, alejándolo de mí—. ¡Siempre, Candy, siempre! —grita, desde afuera. Cierro los ojos llorando como nunca pensé hacerlo.
Lo que más deseo es estar refugiándome en sus brazos, pero no puedo. El dolor punzante en mi pecho me impide respirar con normalidad. Mi mente está tan nublada que aún no sé si sigo drogada o si todo lo que está pasando es real.
Cubro mi rostro con mi mano al salir a la calle y el sol darme de frente. Veo a Gideón a un lado con varios oficiales hablando con él.
La última mirada que me dedica es de dolor. Sé que él también está sufriendo, que me ama y no quería que esto sucediera, pero ¿cómo saco de mi mente todo lo vivido? ¿Cómo puedo estar con la persona causante de todo el dolor qur estoy sintiendo ahora? ¿Qué hubiera pasado si no llegan a tiempo? ¿José me hubiese violado? ¿Por qué? ¿Por un estúpido juego que se les salió de las manos?
No lo merezco.
Durante el camino al hospital, la mujer va chequeando mi cuerpo a simple vista.
—¿Te hizo algo que deba saber? —inquiere. Sé a lo que se refiere. Intento regularizar mi llanto, antes de responderle.
—No tuvo tiempo de hacerlo —confieso. Mi labio arde, supongo que me rompió. La enfermera asiente. Me mide la tensión, revisa mis ojos, boca, oídos.
—¿Crees que te dio algo para drogarte? —Asiento, recordando el trapo que uso para cubrir mi rostro al verlo en el aeropuerto—. Bien. Cuando lleguemos al hospital te haré un examen completo —avisa. Asiento.
—Cuando te sientas mejor, deberás dar una declaración a los oficiales —explica el policía que va con nosotros en la ambulancia. Asiento.
Cierro los ojos el resto del camino. Al llegar, vuelven a bajarme. Veo a Gideón en la puerta del hospital. Una parte de mí, se alegra de que permanezca conmigo aún cuando le pedí que se fuera, la otra, quiere golpearlo.
Paso por su lado en la camilla, volteo el rostro para no verlo. Una vez en la habitación, me dejan sola un momento, al siguiente, ya entra la misma mujer que me ha atendido, junto a dos personas más, una chica y un chico.
—Sin hombres —pido, desviando la vista del chico.
La enfermera asiente, pidiéndole que se retire. Quedan solo las dos mujeres. No pierden tiempo y comienzan a revisarme de manera más profunda. Mientras una conecta una sonda en mi brazo para conectarme al suero, la otra me saca sangre del otro brazo.
—¿Te duele algo? —pregunta una. Solo el alma, nada físico. Niego con la cabeza. Ni siquiera las muñecas me duelen por haber estado sujetas tanto tiempo a las esposas—. Voy a pedir que te traigan algo de comida —avisa la misma chica, retirándose.
Cierro los ojos cuando me dejan solas. Las lágrimas vuelven a aparecer con el recuerdo de Gideón, llorando hace un rato.
Lo amo, pero no puedo estar con él ahora. No puedo verlo sin recordar todo lo que vi.
No sé en qué momento me quedo dormida, despierto por el sonido de la puerta siendo abierta.
Una de las enfermeras de hace un rato, entra con una sonrisa de oreja a oreja.
—Eres muy fuerte —halaga—. Te mantendremos en observación toda la noche, dependiendo de tu evolución, podrás irte mañana. —Respiro con tranquilidad.
Una buena noticia entre todo lo malo.
—Por cierto —susurra bajo—. Ese chico no ha movido un pie lejos de la puerta, ¿quieres que pase? —Sé a quién se refiere. Trago saliva. Debo hablar con él. Asiento. Ella sonríe, saliendo al mismo tiempo que invita a Gideón a entrar.
Sus ojos están rojos, los míos rápidamente se llenan de lágrimas. La enfermera cierra la puerta, dejándonos solos.
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