Capítulo 11
Cómo cuando tu mirada chocó con la mía y el tiempo no supo si seguir avanzando o colapsar.
-Jaime Sabines.
Presente.
La alarma suena avisando que son las 07:00 hrs. Sin embargo, yo sigo sin pegar un ojo, he pasado la noche en vela pensando en lo que puede que llegue a pasar hoy. Sí, no es seguro que venga. Quizás Andrea decidió no contarle a su hijo donde vivo. ¿Qué ganaría con eso? Por supuesto que nada.
Más, no estoy segura de eso.
No estoy segura de nada.
Arrastro mi cuerpo hasta el baño, me ducho y me coloco una falda de jean hasta la rodilla, un body color mostaza con un brazo descubierto. Me calzo unos tacones también mostaza y de accesorios, solo me coloco un reloj dorado y unos aretes a juego. Recojo mi cabello del lado del hombro que no está descubierto y listo. Un labial rojo que decido no aplicarme aún para desayunar primero y salgo tomando una cartera igual de color mostaza.
Me he dado cuenta que tengo muchas cosas de ese color y que aparte de eso, me luce como me queda. Llego a la cocina y Moni no está por ningún lado. Preparo el desayuno viendo constantemente a la puerta. Siento que en cualquier momento tocarán y me tendré que enfrentar a Sebastián. Suspiro.
Sirvo el desayuno y como tranquila guardando el de Moni en el microondas. Respiro aliviada cuando se hace la hora de irme y no han tocado a la puerta. Cierro la puerta del apartamento y aún siento que llegará.
Me meto en el ascensor apresurada, llego a planta baja y veo a los lados. Saludo al conserje y me despido del vigilante. Boto el aire contenido una vez estando afuera. Un auto se detiene frente a mí, escucho claramente el sonido de mi corazón latiendo detrás de mis oídos. El alma me vuelve al cuerpo cuando una mujer baja de él y entra en el edificio.
Por mera precaución comienzo a caminar alejándome, necesito coger rápido un taxi. Detengo a uno justo cuando otro auto se detiene atrás. Le doy la dirección y me la paso todo el camino viendo si nos están siguiendo. Es obvio que si no quiero que Sebastián sepa donde vivo, mucho menos quiero que conozca donde trabajo. El taxi estaciona al frente. Pago y bajo. Veo a todos lados antes de entrar y tropiezo al hacerlo por no estar viendo hacia adelante.
—¡Hey! ¿Qué sucede preciosa? —Un hombre rubio me sostiene por los hombros. Arrugo el entrecejo.
—Lo siento. —Doy un paso hacia un lado y él también lo da.
—Tranquila, puedes chocar contra mí las veces que quieras —comenta coqueto. No sonrío, solo asiento y vuelvo hacerme a un lado. Repite mis pasos, empiezo a desesperarme.
—Debo irme —hablo calmada. Intenta colocar una mano en mi hombro y se lo impido echándome a un lado.
—Vale, pero antes dame aunque sea tu nombre. —Sigue de coqueto.
—Alejandra —responde Gideón de forma dominante, coloca una mano en mi espalda pegándome a su costado.
—Y es mi esposa —añade Sebastián detrás. Me paralizo. Veo a Gideón asustada, no quiero dar vuelta. Además, su mano en mi espalda y el tenerme sujeta a su cuerpo le va a dar a entender a Sebastián que le mentí cuando le dije que no lo dejaba por Gideón.
Gideón me mira tranquilo, pero en su mirada noto también la preocupación. El hombre rubio alza ambas cejas.
—Creo que mejor hablamos luego —dice el rubio. Nadie le responde.
—¿Me darás la cara o seguirán ignorándome? —No quiero que las personas nos miren. Bastante espectáculo dimos ayer. No necesito otro hoy.
Giro soltándome del agarre de Gideón, también da vuelta. Por ley es más alto que Sebastián, con más cuerpo, Sebastián no parece importarle y da un paso adelante retador. Me coloco entre los dos.
—Hablemos en otro lugar, Sebastián —pido apoyando mis manos en su pecho cuando tiene el ademán de seguir avanzando. Sebastian me mira. Tiene los ojos irritados y ya no brillan. Cierro los míos.
—No voy a dejar que vayas con él sola a ninguna parte —replica Gideón. Quiero golpearlo. Sebastián empuña sus manos.
—Es mi esposa, debería estar conmigo —contraataca Sebastián. Siento a Gideón pegarse a mi espalda y sujetarme de los hombros. No está haciendo que dejen de vernos.
—Sigue siendo tu esposa porque te niegas a firmar el divorcio, no porque ella quiera seguir siéndolo. —Sebastián se libera fácilmente de mi agarre y camina decidido contra Gideón.
—Basta, no van a armar una escena acá. Te dije que habláramos en otro lugar, y tú, Gideón, calla, solo estás empeorado las cosas. Te veré al volver —sentencio, tomo a Sebastián del brazo y lo arrastro hacia afuera. Veo a Gideón pasando las manos por su cabello. Suspiro—. Vamos a tomar algo y a hablar como personas adultas —aclaro. Sebastián asiente señalando su auto. Niego. No puedo subir, necesito seguir sintiendo la libertad de irme cuando quiera—. No, iremos caminando —declaro.
No se opone y comienzo a caminar hasta el Starbucks que me llevó Gideón ayer. No conozco esta área, necesito mantenerme en zona neutral que pueda manejar. Busco una mesa alejada y me siento. Rápidamente llegan a tomar nuestra orden, pido café solamente. Sebastián igual.
—Dijiste que no me dejabas por él —reclama apenas se va la chica. Asiento.
—Eso es cierto. —Tuerzo mis dedos por debajo de la mesa. Estoy nerviosa. Hace ya más de un mes que no lo veía y no se ve bien.
—Estás con él, te dejas tocar de él, así que discúlpame si no te creo. —Respiro. Se acomoda en el asiento.
—Cuando te dejé, también lo dejé a él —confieso—. Volví a verlo hace unos días, me consiguió empleo y no tenemos una relación. —Me apresuro a aclarar cuando tiene la intención de interrumpirme.
—No tienes la necesidad de trabajar, eres mi esposa —me recuerda. Asiento.
—Lo sé, pero sabes que ya no quiero serlo. —Bajo la voz, siento que así tal vez no lo lastime tanto. Sebastián cierra los ojos—. Además, disfruto trabajar. Me gusta ser libre, Sebastián, decidir qué vestir, qué comer, a dónde ir y con quién. —La mesera llega con nuestros cafés, lo acomoda en la mesa y se retira después de ambos agradecerle.
—No creí que detestaras tanto el ser mi esposa. —Su voz suena derrotada.
—No detesto ser tu esposa, solo —digo, pero callo buscando las palabras adecuadas—. Era feliz contigo, no sabía que extrañaba ser libre —explico. Tomo aire—. Solo quiero que firmes el divorcio y seas feliz con alguien que te valore. —Veo cuando Gideón atraviesa las puertas del Starbucks, me mira y se sienta cerca de la puerta. Mantiene su vista en nosotros, agradezco que Sebastián esté de espaldas. Respiro.
—No quiero a alguien más, te quiero a ti. Quiero seguir durmiendo contigo, amaneciendo a tu lado, quiero seguir siendo feliz con quien amo, y esa eres tú. —Intenta tomar mi mano, la aparto. Suelta aire fuerte y vuelve a tirarse contra el asiento. —No entiendo qué pasó. No entiendo cómo de la noche a la mañana todo cambió. Una semana, Alejandra, una semana fue lo que me ausente. ¿Cómo pudiste cambiar nuestro matrimonio en una semana? —Cierro los ojos con fuerza. No quiero llorar. Tiene tanta razón.
—No sé, me di cuenta de muchas cosas durante esa semana. —Abro los ojos, los de él no ocultan las lágrimas que tiene retenidas.
—¿De qué cosas? —insiste.
—No preguntes cosas que te lastimarán.
—Necesito escucharlas.
—No necesitas lastimarte más, solo dame el divorcio. Fírmalo y deshazte de mí. No quiero tu dinero, no quiero nada, solo dame el divorcio —suplico. Sebastián frota su rostro desesperado. Observo a Gideón que no separa su vista de mí.
—No es tan fácil, me pides que te dé el divorcio. Eso es lo único fácil; firmar. Pero, ¿qué hay después de eso? ¿Qué haré con la presión que no me permite respirar bien de saber que ya no estás a mi lado y no quieres estarlo? —No me da tiempo de pensar en una respuesta porque continúa hablando—. Te di todo, Alejandra. —Asiento—. No te faltó nada conmigo, mucho menos amor. ¿Qué fue entonces? ¿El sexo? —La parte sincera de mí quiere reconocer que sí fue eso, pero la parte cuerda me obliga a permanecer callada—. Di algo, maldición. —Es la primera vez desde que lo conozco que lo escucho maldecir.
—No fue solo el sexo, me di cuenta que lo que sentía por ti no era tan fuerte. ¿Qué puedes esperar de mí si te engañé con un hombre que conocí esa misma semana? —Las palabras salen como dardos de mi boca. Si debo ser dura para convencerlo, lo haré—. Sebastián, durante el tiempo que estuve contigo, no creí necesitar nada porque no conocía más nada que no fueras tú. Gideón me demostró la otra cara de la moneda y...
—¿Por qué te dio más orgasmos? —interrumpe. Suspiro.
—Sí, porque me dio más orgasmos y ninguno fue fingido. No tuve que fingir, fueron orgasmos sinceros que... —Vuelve a interrumpirme, esta vez es con una bofetada que me hace voltear la cara.
Todo pasa en cámara lenta, para cuando vuelvo a ver bien, Gideón tiene a Sebastián contra la mesa mientras golpea su rostro.
—Basta. —Tomo a Gideón por el brazo, intentando separarlo. Dos hombres me ayudan para lograrlo—. Quieto los dos. —Respiro agitada, no sé si por el esfuerzo de intentar separarlos o por la conmoción de haber sido abofeteada por Sebastián.
—No quise hacerlo, pequeña, perdóname —pide Sebastián intentando acercarse. Gideón me toma del brazo, pegándome a su cuerpo.
—Ni se te ocurra tocarla —advierte. A Sebastián le sangra la nariz manchando su perfecta camisa azul cielo. Lo mira mal.
—Es mi esposa —le recuerda.
—No lo será por mucho y eso no te da derecho de golpearla. —Sigo sin hablar. Las lágrimas pican en mis ojos queriendo salir. Me duele ver lo que ocasioné. Nunca quise que esto pasara.
—Disculpen, voy a pedirles que se retiren por favor. —Un chico se nos acerca señalando la puerta. Habían tardado en corrernos. Gideón no me suelta mientras toma mi cartera y me empuja hacia afuera.
—¡No te comportes como si fuera tu esposa, no lo es! No eres más que el que calienta su cama —espeta Sebastián una vez estamos afuera. Miro a los lados desesperada. Quiero que esto acabe.
—Al menos yo si logro calentar su cama, tú ni eso pudiste hacer. —Me coloco en medio de los dos cuando tienen la intención de enfrentarse nuevamente.
—Basta, no quiero ver a ninguno de los dos. Tú, Sebastián, espero que firmes el divorcio antes del lunes y tú, Gideón, deja de empeorar las cosas —hablo decidida.
Olvido quitarle mi cartera a Gideón y comienzo a caminar de regreso al edificio. No perderé mi primer día de trabajo por culpa de esos idiotas. Tal como fue ayer, siento la mirada de todos posarse en mí apenas atravieso las puertas. No deparo en ellas y sigo derecho hasta el elevador. Ya en el piso de arriba, puedo respirar tranquila. Camino hasta encontrar un baño.
Me entran ganas de llorar al verme. Sobre mi mejilla izquierda resalta un enorme morado que se extiende hasta la comisura de mis labios. ¿Cómo cubriré eso? No lo resisto más y lloro.
De seguro ya no podré seguir trabajando hasta que baje el moretón y no puedo esperar a que eso suceda. José se dará cuenta que no me necesita y contratará a alguien más. Jamás creí que Sebastián se atreviera a golpearme.
—Caramelo —Gideón habla a través de la puerta del baño. No respondo y sigo llorando en silencio—. Sé que estás ahí, solo dime que estás bien —pide. Me mantengo sin responder. Sorbo mi nariz sin respeto alguno y lo escucho gruñir—. No llores, Alejandra, no lo vale. Sal, déjame verte —súplica. Me miro al espejo, ahora no solo está roja mi mejilla, sino también mis ojos. Horrible.
—Quiero irme —respondo con la voz entrecortada. Espero que lo haya escuchado, no quiero repetirlo.
—Te llevaré a casa, sal —insiste. Lavo mi rostro y lo seco con las toallas. Abro, quitándole el seguro a la puerta—. Voy a matarlo —asegura tomando mi rostro entre sus manos—. Lo mataré —repite decidido.
—Déjalo, yo no debí decir lo que dije. —Tengo la necesidad de defender a Sebastián. ¿Por qué? Porque fui yo quién le jodió la vida y de paso tuve el descaro de reconocerle en su cara que nuestros órganos eran forzados y los de Gideón no. Soy una perra.
—No importa lo que le hayas dicho, no tiene derecho de tocarte y menos de esta manera —argumenta.
—Quiero irme —repito para que ya se le pase su enojo. Gideón asiente y sostiene mi mano, noto que aún lleva puesta mi cartera. Me da gracia como le luce, pero no estoy de ánimos como para reír.
El trayecto del ascensor a la puerta de salida es una tortura. Mantengo mi vista en mis tacones de aguja y Gideón me sostiene con fuerza contra su costado.
Salimos y Gideón camina una calle más, conmigo sujeta, entramos en un estacionamiento subterráneo y no puedo evitar recordar nuestro primer encuentro. Él también lo recuerda por como acaricia mi cintura. Llegamos a su auto, pero no abre, me presiona contra este.
—No me importa que seas su esposa, no me importó en un principio, mucho menos ahora, no me importa si quieres volver con él, tampoco me importa si no quieres estar conmigo, solo quiero dejar de verte llorar por esa familia. No lo valen.
Clavo mi vista en su cuello, en el tatuaje de marciano que queda a la vista.
—Mírame —pide. Dudo en hacerlo. No quiero que vea de nuevo mi mejilla así—. Caperucita, mírame —insiste. Lo hago. Aún puedo ver al lobo en su mirada y recordar sus palabras de aquel día. Reconoció que era vulnerable ante mí—. Quiero verte feliz —confiesa. Asiento.
Acaricia mi mejilla lastimada a medida que se va acercando, lo dejo. Une nuestros labios en un beso diferente a los anteriores, este no tiene prisa, no se siente el deseo vibrante, pero sí la dulzura. Lo abrazo contra mi cuerpo. Al separarnos abre la puerta del auto para que entre, le sonrío y lo hago. Rodea el auto para ingresar por la puerta del conductor. En todo el camino no cruzamos palabras, escuchamos tranquilos las canciones de música country que suenan por la emisora.
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