El comienzo
El delicioso aroma a café recién hecho llenaba el ambiente de mi oficina. De pie frente a mi se encontraba Sasha mi nueva asistente, una chica muy dulce y cariñosa quien poseía un hermoso cabello rojizo junto a sus ojos marron claro y sobre sus delicadas manos sostenía una taza de café. Hoy era el primer día de rodaje de mi nueva película Prohibida y Dulce pasión ¿Quien creería que en solo unos meses estaríamos en nuestro primer día de rodaje?. A mis treinta y cinco años, me había convertido en una de las directoras más exitosas del último tiempo, se que el camino hasta aquí no ha sido fácil aunque me considero afortunada por esta gran oportunidad que he tenido.
Revisé una vez más el guion de la película, es una historia compleja, que mezcla la pasión, el control y lo prohibidol, el día del casting había sido meticuloso. Luego de varias actuaciones de muchos talentos actores finalmente había elegido a Daniel Montero para el papel principal masculino, un actor joven, talentoso, y con una intensidad increíble en la pantalla.
El set estaba lleno de una caótica y emocionante energía de un primer día de rodaje. Cámaras, luces, cables… un ejército de profesionales trabajando en perfecta sincronía, o al menos, eso era lo que pretendía. Mi primer encuentro con Daniel fue en medio del caos organizado. Llevaba una camisa blanca arrugada que dejaba ver un poco de sus musculosos brazos y unos vaqueros que le sentaban demasiado bien, y su cabello castaño caía sobre su frente con una naturalidad que me dejó hipnotiza. No era la imagen perfecta del típico galán de cine, pero tenía algo… una intensidad que, como directora, sabía que podía aprovechar.
—Buenos días, Claudia —dijo, su voz grave y profunda, con un ligero acento que me pareció encantador—. Espero no estar interrumpiendo.
—Para nada, Daniel —respondí, tratando de mantener la compostura—. Es un placer conocerte personalmente. Vamos a trabajar duro, pero estoy segura de que el resultado valdrá la pena.
Le di una breve explicación de la escena que íbamos a rodar, una escena de presentación de su personaje, un hombre misterioso y enigmático. Observé cómo absorbía la información, cómo sus ojos oscuros analizaban cada detalle, y sentí un profundo interés. Esa intensidad, esa capacidad de concentración… era lo que había buscado en él.
El primer take fue… correcto. Daniel hizo su trabajo, pero le faltaba algo. Le pedí que lo intentara de nuevo, que explorara la oscuridad de su personaje, que mostrara más vulnerabilidad. Y entonces sucedió. En el segundo take, captó la esencia del personaje, la complejidad de su alma. Fue una actuación cautivadora, una actuación que me dejó sin aliento.
Al final del día, estaba algo exhausta pero satisfecha, miré las tomas. Daniel había superado mis expectativas. Pero había algo más, algo en la intensidad de su mirada, en la forma en que me observaba, que me hacía sentir algo desconcertada. Esa noche, mientras revisaba las tomas una y otra vez, me di cuenta de que dirigir una película tan ambiciosa como está iba a ser mucho más que un trabajo. Iba a ser una verdadera y única experiencia.
Los días siguientes fueron un remolino de ensayos, tomas, y largas jornadas de trabajo. Daniel y yo pasábamos horas juntos, analizando el guion, discutiendo matices, perfeccionando cada escena. Su dedicación era admirable, su talento, innegable. Pero también había una tensión palpable entre nosotros, una electricidad que se sentía en el aire, una energía que iba más allá de la simple dinámica actor-directora.
En una escena en particular, una en la que su personaje debía demostrar toda esa vulnerabilidad que caracteriza a su personaje, su actuación fue tan intensa, tan real, que me conmovió hasta las lágrimas. Al final de la toma, el silencio en el set fue ensordecedor, solo roto por el suave zumbido de las cámaras. Él se acercó a mí, con una sonrisa sobre sus delicados labios y una intensa mirada
— ¿Te gustó cómo quedó?— pregunto con una voz ronca, pero cargada de una intensidad que me dejó sin aliento. Asentí, sin poder articular palabra. En ese momento, la delicada línea entre la ficción y la realidad se volvió borrosa, y la distancia profesional que había mantenido hasta entonces se desmoronó.
Esa noche, después de que el equipo se hubiera ido, nos quedamos solos en el set ajustando algunos detalles de la escena final. El silencio era profundo, solo interrumpido por el suave aire acondicionado. Él se acercó, su mano rozó la mía, y sentí esa descarga eléctrica, esa conexión que había sentido desde ese primer día.
—Fue… intenso, ¿verdad? —dijo, su voz apenas un susurro.
—Sí —respondí, mi voz temblorosa—. Fue… real.
No había necesidad de decir más. En ese momento, en ese silencio cargado de tensión, la atracción entre nosotros era innegable. Era una atracción que iba más allá de la pantalla, una atracción que amenazaba con desdibujar las líneas de nuestra relación profesional, una atracción que me hacía sentir descontrolada, pero de una manera que, por primera vez en mucho tiempo, no me desagradaba. Prohibida y Dulce pasión había comenzado a filmarse, pero era evidente que se estaba desarrollando algo más, algo mucho más personal, algo mucho más… peligroso.
El silencio entre nosotros se hizo eterno, cargado de una electricidad palpable. Sus dedos, todavía rozaban los míos. La tenue luz del set proyectaba algunas sombras sobre sus facciones, acentuando la intensidad de su mirada. No era solo el personaje; era Daniel, el hombre, mirándome con una intensidad que me dejaba sin aliento.
De repente, se inclinó, su aliento cálido rozando mi oído. El aroma a su perfume, el cual encajaba a la perfección con su sudor y el calor que emanada de su cuerpo, me embriagó.
—No fue una simple actuación, Claudia —susurró, su voz ronca y profunda, vibraba contra mi piel—.
Su mano se deslizó por mi brazo, su toque ligero pero firme, enviando escalofríos por todo mi cuerpo . El control que siempre había mantenido, el control que me había definido como directora, comenzaba a desmoronarse. Me sentía vulnerable, expuesta, pero extrañamente excitada.
—Lo sé —susurré, mi voz apenas era audible—. También lo senti.
Sus ojos se encontraron con los míos, una intensa y profunda mirada que me decía todo lo que no podíamos expresar con palabras. En ese momento, el set, las cámaras, la película… todo se desvaneció. Solo quedábamos nosotros dos, perdidos en una vorágine de sensaciones.
Él se acercó aún más, nuestros cuerpos rozándose, la tensión entre nosotros era palpable, electrizante. Su mano bajo lentamente hasta llegar a mi cintura, comenzó a acariciar mi piel con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de su mirada. Sentí un escalofrío recorrerme por completo, un escalofrío lleno de deseo.
De repente, sus labios rozaron los míos, un beso suave, lento, exploratorio. Era un beso que hablaba de una pasión contenida, de una atracción que había estado latente, esperando el momento adecuado para explotar. Fue un beso que traspasó la barrera de la profesionalidad, un beso que nos transportó a un terreno desconocido, peligroso, y excitantemente irresistible.
El beso se profundizó, más apasionado, más urgente. Sus brazos me rodearon, atrayéndome hacia él, y sentí su cuerpo contra el mío, la firmeza de sus músculos, el calor de su piel. En ese momento, no era la directora, ni él era el actor. Éramos solo dos personas, dos seres humanos, cediendo a una atracción irresistible, una atracción que había nacido entre las luces y las sombras de un set de cine, una atracción que prometía ser mucho más que una simple escena de una película. La película, "Prohibida y Dulce pasión", había comenzado a filmarse, pero ahora se estaba desarrollando una historia mucho más apasionada, mucho más real, mucho más… peligrosa.
El beso terminó con un suspiro, un jadeo entrecortado que resonó en el silencio del set. Nos separamos lentamente, nuestras miradas entrelazadas, aún cargadas de la intensidad del momento. El aire entre nosotros vibraba con una energía palpable, una mezcla de deseo y de una excitación que era a la vez aterradora y embriagadora.
Sus manos continuaban en mi cintura, acariciando mi piel con una sutil delicadeza. Sentí el calor de su cuerpo contra el mío, la firmeza de sus músculos, la proximidad de su aliento en mi cuello. Era una sensación embriagadora, una sensación que me hacía sentir viva, despierta, de una manera que nunca antes había experimentado.
—Claudia —dijo en un susurró, su voz ronca por la pasión contenida—. No puedo… no puedo evitarlo.
Sus palabras eran una confesión, una rendición. Y en ese momento, yo también me rendí. Me aferré a él, mis dedos entrelazados en su cabello, sintiendo la suavidad de su piel contra mis manos. El control que siempre me había definido, se desvaneció por completo. Me dejé llevar por la corriente de la pasión, por la intensidad del momento.
Nos besamos nuevamente, un beso más profundo, más apasionado, más urgente. Era un beso que no solo expresaba deseo, sino también una profunda conexión, una complicidad que trasciende lo físico. Era un beso que prometía mucho más que un simple encuentro, un beso que anunciaba el comienzo de algo completamente nuevo, algo desconocido, algo potencialmente peligroso.
La línea entre la ficción y la realidad se había desvanecido por completo. Ya no éramos la solamente la directora y el actor; éramos solo dos personas, dos almas, unidas por una pasión que no podíamos controlar. El set, las cámaras, la película… todo se había desvanecido, reducido a un simple telón de fondo para nuestra propia historia de amor, una historia que comenzaba en la oscuridad de un set de cine, una historia que prometía ser tan intensa, tan apasionada, y tan peligrosa como el deseo silencioso que habíamos retratado en la pantalla. Y en ese momento, en medio de la pasión, me di cuenta de que no quería que terminara nunca.
El sonido de mi propio jadeo se mezclaba con el suyo, un ritmo frenético que marcaba el compás de nuestra pasión. Nos separamos solo por un instante, nuestras respiraciones entrecortadas, nuestras miradas aún enlazadas en una danza silenciosa de deseo. El set, con sus luces tenues y sus sombras alargadas, era un testigo mudo de nuestra entrega, un marco íntimo para un momento que se sentía a la vez prohibido y sublime.
Su mano acarició mi rostro, sus dedos trazando la línea de mi mandíbula, la curva de mi mejilla. La suavidad de su toque contrastaba con la fuerza de su abrazo, creando una tensión deliciosa, una mezcla de ternura y pasión que me dejaba sin aliento.
—Claudia —susurró, su voz ronca y llena de deseo—. Eres increíble.
Sus palabras, simples pero sinceras, resonaron en mi interior, reforzando la intensidad del momento. No era solo la pasión física lo que me conmovía; era la conexión profunda, la complicidad silenciosa, la comprensión mutua que se había establecido entre nosotros. En ese instante, el miedo a las consecuencias, a las posibles repercusiones de nuestra entrega, se desvaneció. Solo importaba el aquí y el ahora, la intensidad de la experiencia, la magia del momento.
Nos besamos de nuevo, un beso lento y profundo, un beso que exploraba cada rincón de nuestra sensibilidad, un beso que nos unía en una danza íntima y apasionada. El tiempo se detuvo, el mundo exterior se desvaneció, y solo quedábamos nosotros dos, perdidos en un universo de sensaciones.
Cuando finalmente nos separamos, fue con una lentitud deliberada, saboreando cada instante, cada contacto, cada mirada. El silencio que siguió fue diferente, más profundo, más significativo. Era el silencio de la complicidad, el silencio de la comprensión, el silencio de dos almas que habían encontrado una conexión inesperada, una conexión que había nacido en el set de una película, pero que prometía trascender la ficción, una conexión que amenazaba con cambiar nuestras vidas para siempre. La película, seguía siendo nuestro proyecto, pero ahora, nuestra propia historia, nuestra propia película de amor, había comenzado a rodarse. Y por primera vez, no estaba segura de querer controlar el guion.
La realidad regresó con la suavidad de una caricia, o quizás con la brusquedad de una bofetada, dependiendo de cómo se mirara. El silencio que nos había envuelto se rompió con el sonido de un teléfono móvil vibrando insistentemente sobre una mesa cercana. Era mi teléfono. La llamada de mi asistente, recordándome que éramos profesionales, que teníamos un trabajo que hacer.
Nos miramos, nuestros ojos reflejando la mezcla de pasión y culpa que nos inundaba. El momento mágico, la intensidad del encuentro, había terminado.
Respondí la llamada, mi voz aún temblorosa por la emoción residual. —Sí, Sasha… Sí, ya voy…
Colgué el teléfono, mirando a Daniel, que me observaba con una mezcla de deseo y preocupación en sus ojos.
—Tenemos que seguir rodando —dije, mi voz apenas un susurro—. Tenemos que terminar la película.
Él asintió, su mirada llena de una intensidad que me hacía sentir un nudo en el estómago.
—Lo sé —respondió, su voz grave—. Pero… ¿qué hacemos con esto?
¿Con qué? La pregunta, aunque tácita, flotaba en el aire, pesada y cargada de significado. ¿Con la pasión que nos ha unido? ¿Con el secreto que ahora compartimos? ¿Con la posibilidad de que todo esto se derrumbe?
No había respuesta fácil, ninguna solución simple. Nuestra relación, nacida en el set de una película, era un territorio desconocido, un camino incierto lleno de peligros y promesas. El resto del rodaje fue una extraña mezcla de profesionalismo y tensión contenida, de miradas furtivas y silencios elocuentes. La película, seguía su curso, pero nuestra propia historia, nuestra propia película de amor, había comenzado a escribirse, una historia que se desarrollaba en secreto, una historia que prometía ser tan apasionada, tan compleja, y tan peligrosa como el deseo silencioso que habíamos retratado en la pantalla.
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