Capítulo 7: Turbulencia antes del despegue
Apenas la pantalla del avión anunció que debían abrocharse los cinturones, las manos de Zack comenzaron a sudar. Ya había viajado unas veinte veces antes, pero nunca se había puesto tan nervioso como ahora. Intentó una y otra vez hacer encajar el cuadrado de metal en la hebilla, mas temblaba con la intensidad de un plato de jalea en medio de un terremoto.
Entra, entra, entra, decía una y otra vez para sus adentros, cada vez con los labios más apretados y los dientes más juntos. Pero su cuerpo no lo ayudaba.
Comenzó a desesperarse.
—Zack, amigo, ¿necesitas ayuda? —le preguntó Kevin con ese tono de preocupación que pocos tenían el privilegio de conocer.
Zack no le respondió; prosiguió con su tarea, cada vez más imposible de completar.
¡Por qué no te encajas!, se regañó mordiéndose la lengua. Sintió dolor, pero ni siquiera eso lo calmó.
—¡Maldición, funcionen! —gritó golpeándose la cabeza con las manos.
Varios pasajeros voltearon, preocupados por la escena.
—¡Zack! Tranquilízate —le pidió Kevin, retirando una mano con suavidad, mas Zack tironeó para evitar que lo sostuviera.
El miedo se lo estaba comiendo vivo, y no podía entender el motivo. Solo podía sentir el aire, cada vez más pesado, cada vez más caliente, quemándole la garganta y aplastándolo en el asiento. Necesitaba bajarse.
Bájate.
NO.
Muerte. Morir, morir, morir, morir, morir, ¡muerte! Sangre, y cuchillos y heridas y cortes...
—¡Cállate! —bramó cerrando los ojos con fuerza. Algunas lágrimas se le escaparon, pero no podía hacer nada al respecto.
Volvió a golpearse la cabeza, pero el problema no radicaba allí, sino más abajo, en su pecho. Cada vez le entraba menos aire a los pulmones. Se estaba ahogando. No podía respirar. Ya todo era difuso; las voces eran ecos incompresibles y sus ojos solo le mostraban un entorno imposible de distinguir, como cuando se ponía unos lentes con aumento y el mundo entero se sentía en baja calidad.
Golpeó su pecho. Respira, bota. Respira, bota. No estaba funcionado, no podía... ¡Aire! ¡Aire! Sintió su propio gemido de ayuda y aquello lo espantó todavía más. Intentó moverse, pero ya ninguna parte de su cuerpo respondía.
Tenía la vista en el suelo, con la cabeza entre los brazos estirados, intentando encontrar soporte en el respaldo del asiento delantero.
Desesperación. Soledad.
Mucho miedo.
Y de pronto, una mano en su hombro.
—Zack, Zack, cálmate. —Distinguió la voz de su amiga—. Aguanta la respiración tres segundos, luego bota. Concéntrate en lo que estoy diciendo, nada más.
Él asintió. Los parpados le tiritaban por la fuerza que ejercía para mantener los ojos cerrados y sus manos pedían clemencia; de seguro estaban rojas por tanto presionar el asiento de cuero de adelante.
—Ahora, intenta no respirar. —Zack fue siguiendo las instrucciones—. Uno, dos, tres. Eso es, ahora bota. Despacio, con calma. Aquí no hay prisa por nada, todo está bien. Vamos a hacerlo una vez más. —Sentía la voz cada vez más cerca, cada vez más segura y cada vez más dulce—. Uno, dos, tres. Ahora, bota el aire. ¡Eso, es perfecto!
—Ayúdame... —logró pronunciar. Alzó la cabeza y se encontró con dos ojos celestes, tan serenos y fuertes que sintió envidia—, ayúdame por favor.
Ella quitó sus manos del asiento y se las apretó con fuerza. Sintió la calidez del contacto y el alivio de liberar las extremidades.
—Una vez más, Zack. —Respondió ella resuelta, sin siquiera titubear—. Uno, dos, tres... —Zack botó el aire—. ¡Perfecto! Piensa en algo bonito. Piensa en... en tu primer beso con Eli. En tu primer concierto.
Pero la mente de Zack viajó un poco más al pasado.
—Pienso en la vez que me ayudaste —admitió controlando la respiración.
Por primera vez, el rostro de Sasha reflejó asombro.
—¿Lo recuerdas? —inquirió con una sonrisa.
—Sí... —de nuevo, la falta de aire.
—¡Zack, Zack, ven, vuelve conmigo! Yo estoy aquí, ¿sí? Mírame a mí. Concéntrate en mí, ¿crees que puedes contarme la historia? —Él asintió—. Muy bien, estamos en esto juntos, ¿lo entiendes?
—Teníamos trece años... —comenzó diciendo entre cortas respiraciones de clara desesperación.
Sasha asintió.
*******
Teníamos trece años.
Amy, Eli y yo habíamos ido a apoyarlos en su último partido de baloncesto. Y, aparte, Amy quería burlarse de las porristas. Recuerdo que era un juego muy importante para ustedes.
Luego nos... nos... cambiaríamos de escuela. Teníamos miedo, yo tenía miedo.
¡Sí, sí! Comenzaríamos la secundaria y, entonces, ustedes serían los novatos; tendrían que volver a ganarse el respeto de los mayores. Era entendible que estuvieras nervioso, era mucha carga para un chico de trece años.
Y... perdimos. Y por mi culpa, ¡fue mi culpa!
Nuestra escuela perdió. Pero no por tu causa, Zack. No encestaste en el último segundo, pero no por eso debes cargar con todo un mal partido sobre tus hombros. No fuiste tú quién los hizo perder, porque ustedes eran un equipo. Y en un equipo, o ganan todos o pierden todos, ¿entiendes?
Pero estaba enojado, muy enojado.
Recuerdo que nos habíamos quedado de juntar afuera de la escuela para hacer nuestra típica noche de películas, pero tú nunca apareciste ahí. Nos preocupamos, Dios, nos preocupamos tanto. Era costumbre que Kevin y tú se demoraran en salir de los vestidores, pero nunca que saliera uno sin el otro. Estábamos tan asustados, Zack. Sabíamos que estabas molesto, pero temimos lo peor.
Lo siento, yo no sabía...
No, no, no te disculpes, está bien. Es parte del trabajo de un amigo preocuparse por el otro. Va en el contrato que firmamos a los ocho años. ¿Recuerdas ese contrato? Todos escribíamos muy mal y terminamos pidiéndole ayuda a tu mamá, pero nos esforzamos en poner las ideas.
Cuéntame... cuéntame más.
Por supuesto.
Recuerdo que nos dividimos para buscarte. En ese tiempo no usábamos mucho el celular y preferíamos andar con un walkie-talkie en el bolsillo; habíamos acordado comunicarnos cada diez minutos. Recuerdo que estábamos emocionados, era casi como una aventura. Si bien nos preocupaba tu paradero desconocido, el sentimiento de aventura infantil iba opacando cada vez más ese miedo. Hasta que en un punto, todo pareció como un juego de detectives... Menos para mí. Sé que tengo fama de exagerar las cosas y de preocuparme demasiado por situaciones que tal vez no son tan riesgosas como yo las veo, pero estaba preocupada, Zack. Tú sabes que no somos chicos normales, por mucho que finjamos que así es, simplemente no podemos llevar la vida de alguien común y corriente. Para nosotros es más peligroso estar solos, porque hay gente mala en el mundo. Que roban mascotas y cobran el rescate. Que secuestran hijos de personas adineradas y se llenan los bolsillos. ¿Y si a ti te había sucedió eso? Y si... ¿y si no te volvía a ver?
Me tragué el pánico y me aventuré en tu búsqueda. Fui a la tienda de vinilos, a la tienda de instrumentos, al teatro, a las tiendas de ropas finas que adoras... no estabas por ninguna parte. Eli, Amy y Kev tampoco te hallaban.
Y fuiste tú... Tú me encontraste.
Estabas en el último lugar en el que creí que estarías: en la biblioteca pública. Fue mi última opción, y ahí, en un rincón, en la sección de películas antiguas, te vi hecho un ovillo. Corrí hacia ti, yendo en contra de todo lo que creía y sigo creyendo: mantener la compostura y no hacer alboroto.
Siempre has sido más alto que yo, pero en ese momento te sentí pequeño y frágil, como un pajarito que cae de su nido y necesita de un par de manos que lo regresan a su hogar. Estabas temblando; presionabas las manos contra tu cabeza de un modo insano, repitiendo frases malhechas. Supe de inmediato que eso no era normal.
Ellas, ellas no se callaban. Pedían más, pedían cosas que yo no podía darle... tenía tanto miedo. ¡No se callaban! ¡NO PODÍA CALLARLAS!
Relájate, Zack. Nadie puede hacerte daño, así que debes temerle a nadie. Yo estoy aquí, ¿lo recuerdas? Estoy justo aquí y no soltaré tus manos hasta que tú lo hagas. Hasta que te sientas seguro. Intentémoslo una vez más. Respira, aguanta, uno, dos, tres... Bota... ¡Excelente! Muy bien, con calma...
Me acerqué a ti y me hinqué para estar a tu altura, mas tú continuaste gimiendo, sin siquiera notar que yo estaba frente a ti. Recuerdo que estaba a punto de decirte que todo estaría bien, cuando lo vi.
Fue estúpido, ya sé que lo fue. Pero no importa lo mucho que me esfuerce por viajar al pasado, simplemente no entiendo por qué... lo hice. Era mi cuerpo, pero no era yo el que lo hacía.
Teníamos trece años. Acostumbrábamos a jugar con balones, trampolines y cartas, no...
No lo digas...
No con cuchillos, Zack. Nunca con cuchillos.
Era mucha sangre. Tenía trece años y estaba en cuclillas sobre el charco de sangre de la persona que más... Tenía miedo y no sabía qué hacer. Estabas herido, estabas balbuceando cosas, estabas... en tu propio mundo. Un mundo inseguro e infeliz, en el que solo puedes lastimarte para apagar la ira. Recuerdo que reprimí las ganas de llorar y te llamé suavemente por tu nombre. Alzaste la cabeza levemente, lo suficiente como para demostrarme que seguías ahí, pero que estabas a la vez atrapado en un foso oscuro. Entonces, tomé tus manos ensangrentadas y te obligué a que las bajaras de tu cabeza. Opusiste resistencia, pero tenías tanto miedo que terminante cediendo. Abrí tu puño, dedo por dedo, hasta que quedó el cuchillo al descubierto y pude arrojarlo lejos. Un artefacto tan inocente, que ocupábamos para cortar cartón en clases de artes, te había hecho eso. Vi tus brazos y supe que eso no era arte.
Pero me fijé en tu cuello y me di cuenta que ya nada sería como antes.
De no ser por ti, Sasha, me habría matado. Es eso lo que siempre me dice mi psiquiatra... Gracias.
Cuando finalmente conseguí tu atención, acaricié la piel de tus brazos que todavía perduraba intacta y te dije que saldríamos adelante, ¿te acuerdas? Pero tú estabas irascible, y en ese pequeño arrebato de lucidez, todo lo que querías hacer era gritar y lastimarte.
Y te quedaste, aun sabiendo que yo podía...
Tú nunca le harías daño a nadie, Zack. Nunca.
Te estiraste lo suficiente como para alcanzar aquello que tanta agonía te produjo, y cuando lo tomaste...
Pusiste tu brazo debajo.
Te dije que prefería que me lastimaras a mí a que volvieras a hacerte daño. Te quedaste helado, debatiendo qué hacer, y entonces aproveché la instancia de quitártelo nuevamente y te abracé lo más fuerte que jamás he vuelto a abrazar a alguien. Grité a todo pulmón por ayuda médica, lo cual, te exaltó un poco, pero terminaste llorando en mi hombro. Me suplicaste que no le contara a nuestros amigos. No querías que Eli lo supiera, porque temías que se alejara, temías perder la oportunidad de enamorarla, temías que no te viera del mismo modo que antes. Y yo acepté, Zack. Aun creyendo que si alguien te ama, debe hacerlo por completo, apoyé tu decisión y nunca le conté la verdad a Eli o a cualquier otra persona.
Dos semanas internado.
Altos niveles de angustia, ataques de euforia, pensamientos suicida, ansiedad. Diagnóstico: Trastorno maniaco-depresivo, tipo 1... Todos estos años, y guardaste silencio.
Desde entonces he viajado en una montaña rusa...
¿Pero no te das cuenta, Zack? Yo estoy aquí, dispuesta a subirme en esa montaña rusa. Te he apoyado siempre y lo seguiré haciendo, porque... porque para eso estamos los amigos. Puedes contar conmigo para lo que sea, yo estaré junto a ti a toda hora y en todo lugar. Tú no estás solo, yo siempre estaré aquí para ti.
*******
Debió hacerles caso a sus amigos y quedarse en la confortabilidad de su hogar. Si bien viajó a Los Ángeles sin muchas ilusiones de encontrar lo que estaba buscando, la esperanza de conseguir su objetivo se mantuvo intacta en su corazón, igual que en el mito de Pandora. Para un científico, no había cabida para algo tan absurdo como la esperanza, pero, técnicamente, él ya no era un científico, por lo que podía permitirse sentimientos más humanitarios que tan reprochados fueron en sus tiempos mozos.
Siguió las instrucciones que tenía frente a él; tomó su ejemplar arrugado de Pedro Páramo y se dispuso a leer. Pensó que sería un viaje tranquilo, como siempre lo eran, pero toda su calma fue perturbada cuando un chico de cabello castaño revuelto llegó corriendo desde primera clase.
—¡Por favor! Mi... mi... él... un ataque, ¡tiene un ataque! ¡Un médico, por favor!
Los pasajeros del avión tomaron interés de inmediato y comenzaron a hablar entre ellos, buscando la solución; el murmullo de pronto pasó a ser bullicio y su corazón le indicó que era su deber.
Se levantó y fue al pasillo.
—¿En qué puedo ayudarte?
El miedo que figuraba en el rostro de ese chico se desvaneció dando paso a una ira pura.
—¿Crees que es muy divertido, imbécil?
—Soy médico —respondió serio.
—Pero tienes como mi edad...
Le sonrió.
—Aprendo rápido —respondió un tanto engreído.
Siguió al pobre chico que parecía haber visto un fantasma, hasta primera clase, en donde dos chicos, también adolecentes, lo esperaban. Uno de ellos, respiraba de forma entrecortada y muy acelerada, mientras que una niña intentaba tranquilizarlo. Reprimió el impulso de quedarse admirando a ese pequeño angelito de cabellos dorados y se vistió con su personalidad de genio.
—¿Padece alguna enfermedad?
—Bipo-bipolaridad —tartamudeó el castaño. Su amiga asintió.
—Claro, es entendible. Continúa hablándole, está funcionando —le ordenó a la chica seriamente—. No tienen de qué preocuparse, por lo que veo está sufriendo un ataque de pánico.
—¡Y dices que no nos preocupemos! —bramó el muchacho.
—¡Kevin! —Lo regañó la chica—. Él sabe lo que dice.
—Tiene síntomas de un ataque de pánico, es frecuente en viajes de avión y más aún en paciente con algún trastorno como es su caso. De ser un ataque bipolar, se necesitaría una inyección inmediata de litio, pero no es grave. Continúa hablándole, hasta que se sienta seguro y su respiración se estabilice.
Se acercó con profesionalismo hacia el afectado; la chica rubia le dio espacio para que lo chequeara, pero el ataque ya se le estaba pasando.
—¿Puedes decirme tu nombre?
—Zack...
—¿Y dónde estamos?
—En un avión...
—Perfecto, Zack.
Oyó los latidos en su pecho; no había rastro de taquicardia, por lo que ya volvería pronto a la normalidad. Ya había llego el mensaje a las glándulas suprarrenales para detener la excesiva producción de adrenalina.
—Estoy... mejor... gracias
—Zack, no puedes viajar así —Kevin lo apretó en un fuerte abrazo; acarició su cabello y comenzó a llorar—. No lo hagas.
—Por supuesto que sí, ¿olvidas todos los museos que habrán allá? ¡No me los pierdo!
—Zack...
—Gracias —intervino la chica; se estaba dirigiendo a él.
—No hay de qué —respondió más relajado, incluso se permitió regalarle una sonrisa—. No tienes por qué preocuparte, Kevin. Zack estará bien. Los ataques de pánico suelen ser comunes.
—Y además, estarás tú, ¿cierto? —Esos ojos celestes, llenos de preocupación... le recordaron a ella. Lo llenaron de recuerdos y alegría. ¿Cómo negarle otra sonrisa?
—Por supuesto que sí —respondió ya volviendo a ser un adolescente como ellos. Le tendió la mano a la chica—. Sam Díaz, a su servicio.
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