Capítulo 25
Capítulo 25
La luz se reflejaba en las esferas doradas dibujando un extraño abanico de colores que danzaban al son de las sombras, siempre alrededor del portal.
El portal.
Así que era cierto, existía el portal del que Erinia le había hablado.
Fascinante.
Aidur tuvo una extraña sensación de irrealidad al irrumpir en la gran sala del portal. A lo largo de todas y cada una de las horas de viaje, Erinia le había hablado de sus congéneres como seres bondadosos y avanzados cuya único interés en la humanidad era salvar a los pocos que consideraban dignos de una segunda oportunidad. Los Taranios, como él mismo había decidido llamarles, eran una civilización digna de estudio cuya existencia hasta entonces había sido un gran misterio.
Eran seres extraños.
Pero no eran a los Taranios a los que aquella tarde iban a conocer. Más allá del portal que aún permanecía cerrado, los hermanos de Erinia seguían ocultos en su dimensión, al margen de cuanto sucedía allí. Los seres que habitaban aquella cueva, sin embargo, eran otros. ¿Taranios? ¿Humanos? Erinia se los había descrito como una mezcla de ambos, pero lo cierto era que ya no quedaba nada de humanidad en ellos.
Aquellos seres eran máquinas.
Una sensación de amenaza despertó en él al empezar a ver a los primeros guardianes del portal diseminados por la sala. Todos ellos eran seres enormes de metal disfrazados de dorado cuyos rostros, ahora cubiertos por máscaras en forma de felino, le traían extraños recuerdos. Los futuros Taranios, o antiguos habitantes de Mercurio, dependiendo de cómo se viesen, se mostraban recelosos y asustadizos tras sus lanzas. Aquella era, seguramente, la primera vez que veían hombre armados, y era evidente que se sentían intimidados...
¿O quizás solo fuese la fachada?
Fuese cual fuese la respuesta, no tenían motivo para ello. Mientras que Aidur y los suyos no llevaban a la centena, ellos se contaban a miles. Los había tras el portal, ocultos entre las cajas y entre la maquinaria, asomados desde las distintas entradas a los túneles, desde lo alto de los salientes, tras los extraños huevos dorados... No había lugar alguno en el que no hubiese presencia de los curianos desaparecidos.
Y eso no le gustaba.
—¿Por qué se esconden? —preguntó Aidur a Erinia mientras ésta, decidida, les abría paso a través de la gran sala hacia uno de los túneles secundarios—. Esto no me gusta.
—Están asustados, Parente. Seguramente esta sea la primera vez que alguien acude a sus dominios desde que quedasen atrapados entre los dos mundos.
Atravesada media galería, Erinia detuvo al grupo. Procedente de uno de los túneles, casualmente al que parecían dirigirse, un grupo de futuros Taranios surgió de las fauces de la tierra. A la cabeza del grupo, con el rostro descubierto, había un ser de larga cabellera oscura y extraña y artificial expresión cuyos ojos parecían arder entre llamas.
Erinia se adelantó unos pasos. Tras ella, visiblemente inquietos, tanto Aidur como sus hombres no podían evitar que la vista les fuera de un rincón a otro de la galería, alerta ante un posible ataque.
Al menos, pensaba la mayoría a modo de consuelo, ellos llevaban armas automáticas.
—Erinia —exclamó el ser del rostro descubierto. Aunque en su semblante no había sorpresa alguna, pues no podía gesticular, su voz la denotaba—. La espera se ha hecho insoportable, Princesa. Me alegro de volver a veros sana y salva.
—Yo también me alegro, Kaleb. —Erinia volvió la vista atrás—. No vengo sola: estos hombres, con el Parente a la cabeza, han sido mis salvadores. Sin su ayuda aún seguiría encerrada... les debo la vida.
—Y nosotros se lo vamos a agradecer, desde luego. —Kaleb se separó de su grupo para acercarse a Van Kessel—. Caballero...
Kaine Merian y Varick Schmidt se interpusieron en su camino, formando una barrera con sus propios cuerpos entre el ser y el Parente. Ambos, visiblemente inquietos por la situación, no parecían estar dispuestos a que aquel ser, o monstruo, como ellos lo consideraban, se acercase más de lo necesario a su superior.
—Mantengamos las distancias, amigo —respondió Merian, tenso—. Aún no nos conocemos lo suficiente.
Inmune al comentario, al menos en apariencia, O'Hara sintió con la cabeza y retrocedió de nuevo junto a los suyos, comprensivo. Seguidamente, bajo la atenta mirada de Erinia, a la cual parecía haberle ofendido profundamente aquella reacción, Van Kessel se adelantó para quedar entre sus dos hombres, ni por delante ni por detrás. Alzó la mirada hacia el rostro artificial de Kaleb y, durante unos segundos, quedó mudo.
Era realmente impresionante.
Se preguntó si aquel hombre, si es que quedaba algo humano en él, era consciente de en el bizarro monstruo en el que le habían convertido.
—Coincido con mi camarada, Kaleb —dijo al fin, recuperando el aliento—. No nos conocemos lo suficiente. No obstante, precisamente por ello estamos aquí. Mi nombre es Aidur Van Kessel, y tal y como ha comentado ya Erinia, soy un Parente, miembro destacado de Tempestad. El viaje ha sido largo, pero ha valido la pena. Hace décadas que os busco.
—Conocemos su realidad humana, Parente. El planeta ha cambiado mucho desde los años en los que nos pertenecía, pero creemos entender su funcionamiento. —O'Hara hizo una marcada reverencia—. Es un honor que al fin se hayan cruzado nuestros caminos. Al igual que usted, nosotros también le estábamos esperando. Si es tan amable, nuestra Reina le aguarda.
—Entiendo que si Erinia es vuestra Princesa, Lady Bicault es vuestra Reina. ¿Me equivoco?
Kaleb sacudió la cabeza suavemente. Para ser un androide, o al menos gran parte de ello, sus movimientos eran suaves y precisos, como los de un humano.
—En absoluto. Ashdel Bicault, o la Condesa Desaparecida, tal y como ustedes la llaman, lleva mucho tiempo esperándole. Ahora mismo se encuen...
—¿¡Dónde está Tanith!? —interrumpió Murray, incapaz de contenerse durante más tiempo. Hasta entonces había mantenido los labios cerrados, pero su nerviosismo había ido aumentando tanto en los últimos minutos que, llegado a aquel punto, no pudo aguantar más—. ¿¡Dónde la tenéis!? —Empezó a subir el tono de voz—. ¡Tanith! ¡¡Tanith!!
—Calma, calma... —se apresuró a decir Kaleb. A su alrededor, en absolutamente todos los rincones de la galería, sus congéneres empezaron a agitarse con nerviosismo—. Calma, por favor. La señorita Tremaine se encuentra bien. Les aguarda junto a la Reina. Se encontraba en graves problemas cuando la encontramos: estaba siendo perseguida, y dado que sabíamos la importancia que tenía dicha mujer en el Parente, decidimos protegerla... al igual que él había hecho con nuestra Princesa. Quid pro quo.
Aidur asintió ligeramente, perturbado. Según Daryn, su madre no había llegado a salir de su habitáculo. Era como si, de alguna forma, fuese quien fuese que le hubiese capturado la hubiese estado esperando allí. ¿Qué sentido tenía entonces la explicación de Kaleb? ¿Acaso algún agente de Cruz la había estado esperando en su casa y, al intentar escapar, ellos la habían encontrado? Demasiado sospechoso.
Aquello no le gustaba.
Lanzó una mirada a su alrededor. Todo cuanto le rodeaba despertaba extraños sentimientos encontrados en él. Ni confiaba en el entorno, ni en los habitantes de aquella galería. Y mucho menos en el tal O'Hara. Su mirada de fuego le delataba.
Tendrían que ser precavidos.
—Aidur, mi madre nos espera —exclamó Erinia, captando así la atención de Van Kessel—. Deberíamos ir a verla: ella responderá a todas tus preguntas.
—Me parece bien. —Van Kessel se volvió hacia sus hombres—. Merian, tú y el equipo M vendrá conmigo. Murray, tú también. El resto, quedaros aquí, atentos ante cualquier cosa. Schmidt, quedas al mando.
A pesar de las evidentes reticencias que todos sentían por separarse, finalmente Aidur y sus elegidos se adentraron en el túnel lateral a través del cual había aparecido Kaleb. El Parente desconocía qué le aguardaría en la recepción de la Reina, pero sabía que, en caso de ser una trampa, probablemente sería allí donde se la tenderían. Así pues, cuantos más hombres quedasen fuera, preparados para un posible rescate, mejor.
No tardaron demasiado en llegar a la sala del trono. Tras adentrarse por un túnel en el que a lado y lado aguardaban decenas de seres ocultos tras sus máscaras, todos ellos quietos como estatuas con las manos fijas alrededor de sus alabardas, el grupo ascendió las escaleras que daban a la sala de la Reina. Kaleb se adelantó unos pasos para abrir las puertas y, una vez atravesadas, descubrieron el extraño y perturbador espectáculo que allí les aguardaba.
Un espectáculo que jamás olvidarían.
Sentada en lo alto de su trono se encontraba el enorme y corpulento ser dorado en el que se había convertido la Condesa Desaparecida. Alta, fuerte, elegante con sus ropajes aterciopelados y con la determinación iluminando su mirada, la Reina se mostraba como un ser majestuoso y radiante alrededor del cual, como gatos adiestrados, decenas de guardianes permanecían quietos como estatuas, formando círculos a su alrededor. Todos ellos se mostraban serenos y feroces tras sus máscaras felinas, intimidantes...
Como si se tratase de un ejército de androides de batalla.
Y en el fondo, quizás así fuesen.
Al unísono, todos los guardianes hicieron girar las alabardas en sus manos al ponerse su Reina en pie. Las armas giraron todas a su vez, dibujando un círculo perfecto, y volvieron a su posición tras golpear una única vez el suelo con la punta, generando así una profunda e inquietante honda sonora que rebotó por toda la estancia. A continuación, con el silencio de nuevo imperando en la sala, Bicault recorrió la distancia que les separaba de los recién llegados y se detuvo.
Erinia fue la primera en hablar.
—Madre —exclamó. La muchacha acudió al encuentro del extraño ser que en otros tiempos había sido la condesa Bicault y le ofreció la mano para que ésta se la besara, de modo reverencial—. Lamento que la espera se haya alargado tanto.
—Por suerte ha llegado a su fin, Erinia. Me alegra enormemente volver a verte, Princesa, bendito sea Taranis. He rezado por ti todas las noches.
—Y yo por ti.
Mientras madre e hija se reencontraban, Aidur aprovechó para volver la vista a su alrededor en busca de Tanith. Kaleb había dicho que la mujer se encontraría en la sala junto a la Reina, pero por el momento no parecía haber rastro alguno de ella.
¿Sería posible que le hubiese engañado?
Al mirar atrás descubrió en el nerviosismo de Murray que no era el único que empezaba a tener ciertas dudas.
—Debemos dar las gracias al Parente, madre. Él se ha encargado de rescatarme contradiciendo las órdenes de sus superiores. Es un hombre valiente.
—Muy valiente, desde luego, aunque no un hombre... al menos no un simple hombre —corrigió Bicault volviendo la mirada hacia el Parente. La mujer dio un paso al frente y le tendió la mano, la cual, por puro protocolo, Aidur besó—. Es un placer conocerle al fin, Parente. He oído grandes cosas sobre usted.
—Debo admitir que yo también sobre usted, mi señora... Aunque para ser sincero no esperaba conocerla. Son muchos años los que nos separan.
—Son muchos, sí. Imagino que le sorprenderá que, estando viva, nunca haya regresado. Sé que han construido un mito alrededor de mi persona... Lástima que lo hayan creado los mismos que buscaban mi derrota. En mi época era considerada una especie de bruja debido a mis investigaciones. Ahora, sin embargo, soy una especie de heroína... Que gran ironía.
Bicault regresó a su trono en compañía de Erinia, la cual, de pie, se situó a su lado. Kaleb, en cambio, se colocó en el otro lado, pero con la rodilla hincada en el suelo a modo respetuoso. Si bien aquellos dos seres eran su mano derecha e izquierda, no poseían la misma categoría.
—Tengo muchas preguntas, condesa —admitió Aidur sin moverse un paso de su posición, a ciertos metros de distancia del trono—. Muchísimas. Tantas que no sé ni por dónde empezar. Como miembro de Tempestad está en mí deber informar a mis superiores sobre su existencia... Pero creo que ni tan siquiera sabría decir qué es lo que he encontrado. Entiendo que hace años, durante lo que nosotros llamamos el Gran Colapso, tanto usted como su pueblo eran humanos. Ahora, sin embargo, el cambio es evidente.
—Mi antigua vida estuvo volcada en los mismos estudios en los que ahora ustedes trabajan, Parente. La creación de órganos vitales mejorados para la prolongación indefinida de la vida. No nos vamos a engañar, desde tiempos remotos el hombre teme a la muerte. A pesar de ser el destino que nos aguarda a todos, hay muy pocos que la reciben con los brazos abiertos. Eso lo sabe todo el mundo, tanto los antiguos como los futuros hombres; lo sabe usted y, por supuesto, lo sabía yo. El mero hecho de sentir que, día tras día, mi existencia se iba apagando era algo que me obsesionaba. Deseaba alargarla el máximo posible, y creía ser capaz de hacerlo. La ciencia y mis estudios así lo evidenciaban... No obstante, Van Kessel, el conocimiento de los humanos es mucho menor del que seguramente jamás pueda imaginar.
—¿Menor? —intervino Murray—. Dudo mucho que ese sea el término adecuado, condesa. El conocimiento de los hombres es joven y se desarrolla paulatinamente, pero no es inferior a ningún otro. Ni muchísimo menos. Al contrario; en comparación con el del resto de especies conocidas es muchísimo superior.
Merian se movió inquieto. Ciertamente, el conocimiento humano había sido considerado el más desarrollado hasta entonces. Murray estaba en lo cierto. Por cierto sector era conocida la existencia de otras especies inteligentes, pero dado que no se había anunciado públicamente éstas no podían ser comparadas.
Hasta ese punto estaba de acuerdo con su compañero.
No obstante, ahora las circunstancias eran totalmente distintas. Hasta ahora habían sido los que habían ostentado el escalafón más alto de la cadena por el mero hecho de que eran los únicos. Sin embargo, con la aparición de los Taranios, las cosas cambiaban. Teniendo en cuenta lo que ante ellos se presentaba: ¿cómo no plantearse la posibilidad de que, tal y como insinuaba la condesa, no estaban a punto de conocer a una especie mejor?
Los orígenes eran humanos, sí. De eso no le cabía la menor duda... ¿pero acaso no podían ser humanos mejorados? El transcurso del tiempo en la dimensión de Erinia jugaba en su contra.
—¿Y es gracias a ese conocimiento "superior" que ahora sois lo que sois, condesa? —preguntó el Parente con delicadeza, eligiendo cuidadosamente todas y cada una de las palabras.
—Así es... a la unión de ambos conocimientos. El suyo y el mío. Gracias a ello somos lo que somos, Parente. Quizás a simple vista nos asemejemos a simples androides, pero le aseguro que más allá del sacrificio físico nuestros cerebros siguen desarrollándose día tras día, fuertes como el primer día. Es por ello que me resulta complicado responder a su pregunta. ¿Qué somos? ¿Humanos? Quizás en otro tiempo lo fuimos, pero cada día que pasa estamos más lejos de aquella etapa. Entonces, ¿Taranios? Aún no, pero nos preparamos para serlo. Cuanto mayor sea nuestra capacidad cerebral y más conocimiento alberguemos, más cerca estaremos de ellos. Variar nuestra naturaleza no podemos, al menos no hasta el punto deseado, pero sí acercarnos.
—Pero nunca formaréis parte de ellos —reflexionó Murray—. Por mucho que intentéis pareceros...
Bicault dejó escapar una estruendosa carcajada a la que todos los presentes, incluida Erinia, se unieron. Un concepto fácil y claro que para un simple humano como Murray o Van Kessel parecía evidente, para ellos era tal absurdez que no podían más que reír.
—No necesitamos pertenecer a su especie para ser aceptados como tales —explicó al fin Bicault—. Taranis es un Dios bondadoso; ve más allá de la carne y el hueso. —La mujer alzó la mano hacia la cabeza y se señaló la sien—. Esto, amigos míos, es lo que realmente nos diferencia.
Van Kessel y Merian intercambiaron una fugaz mirada. Aquel gesto acababa de despertar un claro y único concepto en la mente de ambos.
Un concepto demasiado evidente como para no poner en duda.
—Condesa, si realmente no hay diferencia entre ustedes y ellos... —se aventuró a decir Van Kessel—, ¿por qué están ustedes fuera y ellos no? ¿Acaso no deberían haber atravesado ya el portal?
La sala entera quedó en silencio ante la pregunta de Van Kessel. Las miradas de todos los presentes, incluida la de Erinia, se volvieron hacia la condesa, repentinamente tensas, a la espera de una respuesta. Tras un intenso intercambio de palabras, habían llegado al punto caliente de la conversación. Un punto que hubiese preferido retrasar un poco más, pero que, dadas las circunstancias, no iba a ignorar. Después de todo, ¿para qué?
Aquel era el auténtico motivo de la presencia de ambos bandos allí.
Bicault ensanchó la sonrisa. Llevaba demasiados años esperando aquel gran momento como para no sonreír.
—Le estábamos esperando, Van Kessel. Sin usted, la transición no habría tenido sentido alguno... —Dio un paso al frente, recortando así peligrosamente la distancia que había entre ellos—. Pero esto es algo que usted ya sabe. Erinia se ha encargado de decírselo, ¿me equivoco?
Merian se llevó la mano a la cintura, allí donde guardaba el arma, y apoyó la mano sobre la culata, acto que provocó que la tensión de la sala se multiplicase al alzarse todas las alabardas a la vez, a modo de advertencia. Asustado, Murray retrocedió varios pasos, buscando la puerta de salida, pero su espalda chocó contra el duro y fuerte pecho metálico de uno de los guardias que, repentinamente, había aparecido tras él. El Doctor lanzó una maldición, giró sobre sí mismo y, comprendiendo al fin que estaban rodeados, desenfundó su pistola.
—Calma, chicos —advirtió Van Kessel sin variar su posición un ápice—. No nos pongamos nerviosos. No hay motivo, ¿verdad?
Bicault le mantuvo la mirada fija durante unos segundos, inexpresiva, pensativa, pero finalmente asintió. Giró sobre sí misma y, recuperando la sonrisa, ordenó a sus hombres que bajasen las armas. Ciertamente, tal y como había dicho Van Kessel, no había motivo para ponerse nerviosos...
Al menos de momento.
Seguidamente hizo un ademán de cabeza hacia O'Hara, el cual, obediente, salió por una de las puertas laterales.
—En absoluto, Parente. Como ya he dicho, hace tiempo mucho tiempo que le esperábamos. Para nosotros, y sobre todo para mí, este es un día muy especial, un día de celebración, por lo que no quisiera que hubiese ningún tipo de mal entendido. Aquí todos somos hermanos... Y como muestra de ello quiero que vea algo. Es un presente que, sin lugar a dudas, le va a gustar...
Aidur sintió como el corazón empezaba a latirle con fuerza al presentir a qué se refería. El hombre dio un paso atrás sintiendo todos los músculos tensarse, y durante unos segundos permaneció totalmente en silencio, con el ceño fruncido. Poco después, precedido de un grupo de cuatro guardias armados, O'Hara regresó a la sala en compañía de uno de los grandes motivos por los que Van Kessel había decidido viajar hasta el corazón del planeta.
Se le encogió el corazón al ver aparecer a la mujer.
—¡¡Tanith!! —gritó Murray al ver a Tremaine aparecer entre el océano de corpulentas armaduras doradas.
El Doctor se adelantó unos pasos para recibirla. Extendió los brazos y, como si de una niña se tratase, ella corrió a su encuentro, dejando a la vista la evidente desmejora que había sufrido durante aquellas semanas de desaparición. Thom la abrazó, logrando con aquel simple gesto que Van Kessel sintiese una profunda rabia crecer en su interior, y durante unos instantes, breves pero intensos, Tremaine mostró al fin la debilidad y el dolor de aquel al que la desesperación le ha llevado hasta el límite.
Van Kessel volvió la mirada hacia Bicault. Sin necesidad de mirar a su alrededor o preguntar ya sabía que, por supuesto, todos los guardias volvían a apuntarles con las armas y que, desde luego, esta vez no iban a bajarlas.
En el fondo, esperaba que sucediese aquello desde que habían llegado.
Sonrió sin humor. A su lado, Kaine Merian miraba de reojo a cuantos le rodeaban, ya con el arma alzada y apuntando directamente hacia la condesa. Sabía que bajo ningún concepto le permitirían realizar el disparo, pues antes de que pudiese presionar el gatillo le atravesarían con las lanzas, pero le reconfortaba.
—Usted ha cuidado de mi hija; ¿qué menos podía hacer? —exclamó Bicault con estridencia—. Espero que le guste mi regalo.
—Todo un detalle, condesa. —Van Kessel extendió el brazo derecho para rodear a Tanith con éste cuando la mujer acudió a su encuentro. Besó su frente con delicadeza, apartando antes los mechones de cabello, y la atrajo contra su pecho. Bajó el tono de voz—. ¿Estás bien?
La mujer asintió con suavidad. Por su expresión y mirada era evidente que estaba confundida y, probablemente, en shock, pero al menos parecía serena. Algo era algo. Además, estaba viva: ¿qué más podía pedir?
—Mátala, Aidur —murmuró Tanith como respuesta—. Si no lo haces tú, lo haré yo.
—Tranquila —susurró con suavidad, esbozando un intento de sonrisa tranquilizadora—. A eso he venido. No estás sola, ¿verdad?
Tanith negó con la cabeza. Ambos sabían que todas las miradas estaban fijos en ellos y que, seguramente, los órganos potenciados de los futuros Taranios les permitirían escuchar la conversación, pero a aquellas alturas ya no importaba.
—Los tienen encerrados ahí fuera. Son cientos... o puede que miles. Todos nifelianos: la gente que desaparecía. Creo que planean sacrificarnos en nombre de su dios... están locos, Aidur. Asquerosamente locos. Esta gente...
—Suficiente.
Van Kessel la apartó con suavidad hacia Merian, el cual, de inmediato, la atrajo contra sí a modo protector, siguiendo las órdenes establecidas previamente. A continuación, dejando en manos de su agente su seguridad, volvió la mirada hacia Bicault, la cual, divertida, contemplaba la escena con una sonrisa en la cara.
Erinia, en cambio, en un segundo plano, se mostraba serena y tranquila, aparentemente indiferente, como el resto de guardias. Por dentro, sin embargo, su mente hervía llena de ideas y dudas.
Empezaron a oírse disparos y gritos procedentes del exterior.
—Vale la pena el sacrificio, Parente —anunció Bicault—. Se lo aseguro. Más allá del portal todo es distinto. Si lo hubiese podido verlo me entendería. Por Taranis, el sacrificio de unos pocos es un pago muy bajo en comparación a lo que esa tierra sagrada nos ofrece. Y créame que lo lamento por usted, pues no tengo nada en su contra, pero no puedo rechazar la oferta. Llevo demasiado tiempo esperando.
—Ayúdeme a entenderla, condesa —respondió Van Kessel—. Dígame: ¿qué es eso tan magnífico que ha visto? ¿Tierras? ¿Montañas? ¿Ciudades? ¿La luz del sol? —Sacudió suavemente la cabeza—. ¿O simplemente son las promesas de su existencia? Es más... dígame una sola cosa, condesa: ¿realmente ha atravesado el portal?
La respuesta de Bicault no se hizo esperar. La mujer recorrió a grandísima velocidad la distancia que les separaba y, con su mano de metal, cruzó la cara del Parente con un fugaz bofetón. Seguidamente, dibujándose ya abiertamente la rabia en su rostro, lanzó una sonora e incomprensible orden al aire por la cual varios de los guardias se abalanzaron sobre Van Kessel.
Aidur logró zafarse de varios. El enemigo era rápido y poderoso, auténticas máquinas de matar diseñadas y entrenadas para aquel momento, pero no estaba dispuesto a ponérselo tan fácil. Golpeó a algunos con el puño y apartó a otros con rápidas patadas y empujones, siempre tratando de evitar los golpes de las alabardas, pero finalmente una potente descarga eléctrica en la cadera le hizo caer al suelo.
Aún con la electricidad recorriendo su anatomía, el Parente intentó incorporarse, a sabiendas de que si no lo hacía estaría perdido, pero una segunda descarga dio al traste con su plan. Varios guardias se abalanzaron sobre él y, rápidamente, le inmovilizaron las manos en la espalda con grilletes electromagnéticos. Seguidamente, empleando otras tantas descargas a modo de advertencia, le levantaron.
Murray trató de ayudarle, abalanzándose sobre él, pero antes incluso de poder llegar a alcanzarle varios guardias le inmovilizaron con relativa facilidad. Trató de zafarse de ellos agitando brazos y piernas, pero lejos de lograr su objetivo lo único que consiguió fue que le arrebataran el arma y empleasen su culata para golpearle la cabeza.
Él nunca había sido un guerrero; ni lo había pretendido ni se había formado para ello... y en aquel entonces, más que nunca, lo demostró.
—¡Aidur...! —gritó presa de la desesperación, pero su voz se perdió junto con su conciencia al ser golpeado.
Kaine y Tanith, por su parte, no sufrieron un destino demasiado mejor. Respondiendo a la bofetada de Bicault a Van Kessel con varios disparos, el agente logró derribar a varios de sus oponentes al alcanzar las balas órganos vitales. No obstante, rápidamente fue derribado desde detrás. El agente cayó al suelo y tras unos segundos de resistencia a base de patadas y golpes al aire, acabó siendo inmovilizado por varios guardias. Tanith, por su parte, optó por lanzarse al suelo y empezar a gatear entre los antiguos curianos. Aquello le permitió alejarse unos cuantos metros, los suficientes como para alcanzar a Bicault y abalanzarse sobre ella, pero poco más. Su intento de estrangulamiento no tuvo éxito alguno. Al contrario. Como respuesta a su ataque la condesa se la arrancó de la espalda tomándola por el tobillo derecho y la estrelló contra el suelo, como si de un muñeco se tratase, sin mostrar esfuerzo alguno. Seguidamente, empleando el pie derecho para ello, le pisó el vientre hasta escuchar el crujido de varias costillas.
Una vez controlada la situación la levantó de un tirón solo para lanzarla en brazos de varios de los guardias.
—Kaleb, ¿está todo preparado?
—Sí, mi señora.
—Entonces no perdamos más el tiempo. Erinia, contacta con los tuyos: ha llegado el momento.
Erinia dudó por un instante. La muchacha lanzó una fugaz mirada hacia Van Kessel, el cual la miraba con los ojos velados, y asintió con la cabeza. Lamentaba ofrecerle aquel final al hombre que había logrado salvarla de la tumba en la que había permanecido encerrada los últimos años, pero no tenía otra opción. Después de tanto tiempo de esperando había llegado el momento de regresar a su auténtico hogar.
A su único hogar.
—Sí, madre.
—Empecemos con la auténtica celebración, Parente. ¡Que se abran las jaulas! ¡Esté donde esté, Taranis tiene que ver lo que Mercurio tiene preparado para él!
Todo había ocurrido muy rápido. Schmidt estaba mirando a su alrededor, concentrado en el misterio que aquellos enormes huevos dorados comportaban, cuando, de repente, alguien había gritado. ¿O quizás habían empezado los disparos antes? Lo desconocía, pues, de repente, todo a su alrededor se había transformado en una batalla campal, pero sabía que ambas cosas habían sucedido muy seguidas.
Tal y como habían imaginado.
Schmidt era consciente de que las cosas se habían complicado. A pesar de haber sido ellos los que habían empezado la batalla gracias a Gabriel Lara, uno de los mejores y más peligrosos pistoleros al servicio de Van Kessel, el cual, alertado por extraños movimientos, había decidido empezar a disparar, había sido el enemigo el que había finalizado el combate. Los disparos habían logrado derribar a bastantes, menos de lo deseado pero más de lo esperado, pero el enemigo contaba con demasiados guerreros como para poder hacerles frente.
No obstante, incluso así, todos los supervivientes, demasiado pocos, se sentían orgullosos de haber podido arrebatar la vida a aquellos bastardos. Era una lástima que ahora apenas pudiesen hacer otra cosa que mirar...
Varick se sentía atrapado en el interior de la jaula dorada. Mientras las observaba desde fuera, al agente le había dado la impresión de que algo se movía en su interior. Inicialmente había querido pensar que se trataba de un simple juego de sombras; que el nerviosismo estaba provocando una ilusión óptica... pero ahora, visto desde dentro, comprendía la auténtica verdad oculta tras aquel misterio.
Schmidt estaba desarmado y atrapado al igual que otros tantos centenares de civiles que, atrapados en el interior de las jaulas circulares, aguardaban con terror su desenlace final.
—Eh, Varick, mira esto —exclamó Arthur, uno de los pocos supervivientes que, al igual que él, había acabado encerrado—. ¿Es lo que creo que es?
Schmidt se encogió de hombros. Anteriormente había estado investigando la maquinaria y los conductos que había bajo el suelo de rejilla donde se encontraban y había llegado, seguramente, a la misma conclusión.
No había duda alguna.
—¡Joder! —prosiguió el agente, visiblemente exaltado—. ¡Nos van a cocinar vivos!
—Eso parece... —respondió Schmidt sin apartar la vista del portal. Desde que fuesen encerrados en la jaula hacía ya casi diez minutos, centenares de engendros habían ido surgiendo de los túneles para reunirse alrededor de la inmensa construcción de piedra y cristal—. Quizás, después de todo, esos tipos del fondo, los que gritan que nos van a comer, no se equivoquen.
—No digáis gilipolleces —advirtió Abdul Hadel desde el lateral, visiblemente pensativo. Junto a él, con la mano derecha presionando la enorme herida en el pecho que una de las alabardas le había abierto, Terry Orensson miraba a un punto fijo en la galería, a la espera—. Esta es una derrota temporal, no definitiva. Saldremos de aquí.
—Eso seguro... —murmuró Arthur por lo bajo—. Otra cosa es que lo hagamos vivos...
—¡Cállate!
Schmidt no pudo evitar que una sonrisa asomase en sus labios. Sabía hacia donde miraba Orensson y a lo que esperaba.
Por supuesto que lo sabía.
Al igual que su veterano compañero, Schmidt también esperaba su inminente llegada... y su ayuda. Aquella operación no tenía sentido alguno sin la otra mitad del equipo. La gran duda ahora era, una vez efectuada la petición de ayuda, ¿habrían respondido a ella?
Aidur les había informado durante el viaje en tren que estaban solos... que nadie acudiría a su rescate. Schmidt, en cambio, aún confiaba en Tempestad. Confiaba en Anderson, en el maestro Schreiber y... bueno, ¿qué demonios? Incluso confiaba en la auditora. Varick confiaba en todos. Después de todo, encerrado tal y como estaba, a la espera de su ejecución, ¿qué otra cosa podía hacer?
Varick no temía a la muerte. En lo más profundo de su ser, el agente creía en la existencia de una segunda vida para aquellos que a base de lucha y esfuerzo se la habían ganado. Gentes que, como él, habían dado todo cuanto tenían por la humanidad... Sin embargo, a pesar de todo, le molestaba morir de aquel modo. Ni era lo que merecía, ni le parecía justo. Teniendo en cuenta su carrera, ¿dónde quedaban los monstruos de tres cabezas y las fieras escupe-fuego? ¿Y las pruebas de valor?
Es más, ¿cómo llorarían las damiselas su muerte una vez hallasen su cuerpo calcinado?
Van Kessel le había prometido que le ofrecería una muerte digna. ¿Acaso le había engañado? ¿Acaso todo había sido mentira?
El mero hecho de llevarles a aquella trampa y exponerles de aquel modo con tal de conseguir su maldito objetivo había sido demasiado cruel.
—¡Eh! ¡Ehhh! —exclamó de repente Hayden, otro de los supervivientes, desde el otro extremo de la jaula. El pistolero contemplaba con los ojos muy abiertos y las manos firmemente sujetas a los barrotes el túnel lateral desde el cual empezó a surgir una gran y ruidosa multitud—. ¡Mirad! ¡¡Maldita sea, mirad!! ¡Ahí están! ¡¡Ahí están!!
Y no se equivocaba.
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