Capítulo 21
Capítulo 21
Hubo un suave destello en la oscuridad. Primero suave, casi indetectable al ojo humano. Después fue creciendo. Primero poco, después más, siempre poco a poco, hasta acabar convirtiéndose en una brecha en la noche.
La luz empezó a parpadear. La gama de colores que lo conformaban viajaba desde los tonos azules hasta los rojizos, pasando por los magentas y los verdes, pero siempre ignorando el blanco. Allí no había cabida para la blancura ni la pureza que ésta simbolizaba. Tampoco había ruido alguno. ¿O quizás sí? En un inicio había creído que no, que todo cuanto había a su alrededor era silencio y paz. No obstante, con la llegada de la luz, el sonido empezó a martillearle la cabeza. Primero susurros, después siseos, golpes, sacudidas y, finalmente, gritos. Miles de gritos que, por fin, tras largas jornadas de inconsciencia, al fin lograron hacerla despertar.
—¿Daryn...?
La penumbra fue la única al responder a su llamada. Tanith abrió los ojos lentamente, sintiendo el cansancio de siglos en los párpados, y volvió la vista a su alrededor. No entendía dónde se encontraba. Tampoco comprendía cuanto tiempo llevaba tumbada en aquella dura cama de piedra donde yacía cubierta por una sucia sábana de lo que parecía ser esparto.
Todo era tan oscuro... y tan ruidoso...
Se llevó las manos a la cabeza. El ruido iba y venía en oleadas. En realidad, como pronto descubriría, era su mente quien provocaba aquella sensación puesto que el sonido, aquel infernal e insoportable ruido, siempre estaba presente. Y al igual que el ruido, la oscuridad, el frío y el altísimo nivel de humedad.
Confundida y con un latente dolor de cabeza palpitando tras los ojos, Tanith apoyó las manos sobre las orejas en un intento desesperado por escapar del ruido. Sus ojos se iban adaptando poco a poco a la penumbra que la rodeaba. En ella podía ver paredes de piedra, un cubo de lo que parecía ser agua en el suelo y, más allá de su cama de piedra, unos barrotes.
Poco a poco, el sonido volvió a cesar. Tanith aprovechó entonces para estirar los brazos y comprobar su estado. Además de heridas cosidas y alguna que otra venda, no había nada fuera de lo normal. Eso sí, le habían crecido las uñas. No demasiado, pero sí lo suficiente como para saber que llevaba bastante tiempo inconsciente. Después de todo, ¿acaso las había llevado tan largas alguna vez?
Poco a poco, asimilando la información que sus ojos le proporcionaban, Tanith desvió la mirada hacia la manta y la apartó de un tirón. Cualquier movimiento le resultaba agotador, pero tenía que intentarlo. Si cerraba los ojos volvería a dormirse, y aunque era lo que en cierto modo deseaba, tenía la sensación de que volverían a pasar muchos días antes de que pudiese volver a abrir los ojos.
Demasiados.
Así pues, valía la pena intentarlo. La mujer volvió la mirada hacia su vientre y comprobó con agrado que reconocía las ropas. Éstas estaban sucias y desgarradas, como si hubiese caído encima de mil cuchillos, pero al menos eran familiares, cosa que le agradaba.
Siguió bajando la mirada y se centró en los pantalones. Ella no solía ponerse pantalones cortos. Nunca hacía suficiente calor como para llevarlos. Además, no le parecía adecuado. A las madres les encantaba criticarla cada vez que acompañaba a Daryn al colegio. Hablaban de ella a sus espaldas por lo que evitaba darles motivos... y esos pantalones eran un buen motivo.
Se preguntó de dónde habría sacado aquella prenda. Al igual que la parte superior, los pantalones le resultaban familiares, pues eran suyos, solo que su mente no era capaz de comprender que simplemente habían cortado las perneras. ¿El porqué? Antes de poder llegar a planteárselo lo descubrió por sí misma. Tanith deslizó las manos por la pierna derecha hasta alcanzar la pequeña pieza que tenía anclada a la piel. Se trataba de una especie de panel metálico de color plateado en cuya superficie negra había extraños códigos verdes en continuo movimiento. La mujer desconocía qué era, pues ningún hombre lo había visto anteriormente, pero por la cantidad de cables que surgían de su interior y se clavaban en su piel supuso que se trataría de instrumental médico.
¿Significaba eso que estaba en un hospital?
Un aullido lejano cuya sonoridad parecía componer su nombre le provocó un intenso pinchazo en la cabeza. Tanith cerró los ojos, dolorida, y se llevó las manos al pelo ahora enmarañado y pegado a la cara. La oscuridad parecía estar gritando su nombre... y no era la única. También lo hacían las paredes, el techo y el suelo. Sus manos, sus ojos, su boca... y la pieza de la pierna.
Empezó a escocerle. Tanith hizo ademán de llevar las manos hasta el objeto metálico y arrancarlo, pero el aullido seguía siendo demasiado intenso. Destaparse las orejas no era una opción... pero tampoco el no hacer nada. Giró sobre si misma hasta dejar el objeto contra la piedra y empezó a frotarlo contra ésta.
Lo que pasara después, nunca lo sabría, pues antes de poder saber qué estaba pasando la oscuridad se cernió sobre ella.
Horas después, o quizás días, o semanas, Tanith volvió a despertar. La mujer abrió los ojos a la oscuridad y se incorporó con lentitud, sintiéndose aún agotada, pero más entera que la última vez. Apenas recordaba haber despertado, pero sí la densa oscuridad que la rodeaba y el estruendoso ruido que con tanta facilidad atontaba sus sentidos.
Volvió la vista a su alrededor y entrecerró los ojos, sintiendo como el ruido taladraba violentamente su cerebro. Parecía como si hubiese despertado dentro del motor de algo muy grande. ¿Quizás un martillo? ¿Una sierra? Fuese lo que fuese, no dejaba de golpear continuamente las paredes, generando continuos temblores de tierra.
Era realmente ensordecedor.
Tanith comprobó que volvía a estar tapada con la misma manta. Tiró de esta sin cuidado alguno, sintiendo como su malestar aumentaba al ritmo del ruido, y comprobó con cierta sorpresa que vestía pantalones cortos.
Aquello le recordó algo.
Se miró las uñas y comprobó que, nuevamente, habían crecido. De hecho habían crecido tanto que parecía un gato.
No le gustaba...
Claro que la extraña placa que tenía anclada a la pierna le gustaba aún menos. Tanith centró la mirada en ella, pues al igual que todo cuanto le rodeaba, generaba ruido, y apoyó las manos sobre sus esquinas. El sonido le recordaba demasiado al de una alarma como para poder gustarle. ¿Sería posible que estuviesen alertando a alguien de que había despertado?
Miró a su alrededor. Nadie la mirada en la oscuridad...
Cerró las uñas alrededor de la placa y, empleando todas las fuerzas en ello, la arrancó de un tirón. Al desprenderse el objeto sintió una bocanada de dolor procedente de los doce tubos que acababa de arrancarse de golpe, pero tras unos segundos se sintió mejor. Lanzó un breve vistazo al extraño aparato y, finalmente, lo tiró al suelo.
—¿Pero qué demonios...?
Algo golpeó entonces contra su pierna. Algo fugaz y doloroso que no tardó demasiado en encontrar tirado en el suelo. Tanith tomó el objeto y se lo acercó a la cara para poder verlo con claridad: una piedra.
Alguien le había tirado una piedra.
Volvió la mirada hacia los barrotes y, poniéndose al fin en pie, se acercó a estos, aturdida por el ensordecedor ruido y temblor de todo cuanto le rodeaba. Apoyó las manos sobre el metal y volvió la vista atrás. Hasta entonces no se había dado cuenta pero estaba encerrada.
Y no era la única.
Más allá de un estrecho corredor a través del cual el ruido iba y venía con total libertad, otros tantos barrotes encerraban en su interior a decenas de prisioneros que, al igual que ella, yacían abandonados en la fría oscuridad.
Volvió a sentir una piedra impactar contra su pierna. Frente a ella, enterrado entre las sombras, un rostro macilento surgía de entre la negrura con una expresión de sorpresa alegrándole el semblante.
Gritó para hacerse oír por encima del terrorífico estruendo.
—¡Al fin despiertas, maldita sea! ¡Creía que estabas muerta!
Tanith entrecerró la vista para enfocar mejor. Aunque el dolor de cabeza parecía estar desapareciendo poco a poco, aún tenía los sentidos dormidos. No obstante, incluso así, aquel pelirrojo de expresión sabionda con cara de comadreja era inconfundible.
—¿Finn? ¿Finn Katainen?
—No sabes cuánto me alegra ver al fin una cara conocida, Tremaine. Este sitio... —Finn se pegó a los barrotes dejando ver así la delgadez que desde hacía días le acompañaba. Además del pelo desaliñado, el pelirrojo llevaba la barba crecida y tenía los ojos muy hundidos en las cuencas, como si llevase días sin dormir—. Este sitio es un maldito infierno: tenemos que largarnos.
—¿Largarnos? ¿De qué demonios me estás hablando?
Como respuesta, decenas de personas empezaron a gritar entonces a la vez. Finn volvió la mirada hacia el lateral derecho, pálido como la leche, y empezó a gesticular y gritar. Tal era el ruido que era prácticamente imposible entenderle, pero la desesperación de su cara lo decía todo. Tanith corrió de regreso a la cama, se tumbó y, siguiendo las órdenes de Lengua de Víbora se cubrió con la manta.
Poco después, haciendo temblar el suelo con cada paso, dos enormes y aterradores seres de más de dos metros y medio de altura cruzaron el corredor.
Incluso de espaldas, Tanith pudo percibir la pesada carga que sus piernas mecánicas soportaban. Los seres eran pesados pero agiles, altos y fuertes, pero ya apenas quedaba nada humano en ellos. El exoesqueleto con el que habían sustituido sus huesos y los órganos bió-mecánicos que ahora ocupaban el lugar de los reales habían modificado por completo su anatomía hasta convertirles en enormes bestias de metal más parecidas a un androide que al ser humano que en otros tiempos habían sido.
Totalmente quieta, como si de una estatua se tratase, Tanith aguardó a que los dos seres se detuvieran frente a una de las celdas. Abrieron la puerta, irrumpieron en su interior y, sin emitir sonido alguno a parte del chirrido metálico que generaban sus cuerpos al moverse, arrancaron de su interior a los dos prisioneros que durante días habían yacido allí. Después, entre gritos y súplicas, los sacaron y arrastraron pasillo arriba hasta perderse en la negrura.
Tardaron casi cinco minutos en dejar de escuchar los lejanos gritos de terror de los prisioneros.
Muy lentamente, sintiendo nacer una extraña sensación de pánico en lo más profundo de la garganta, Tanith se fue incorporando. Los gritos y el nerviosismo que había precedido a la llegada de los seres habían dejado paso al más inquietante de los silencios. Un silencio que el lejano ruido de las máquinas quebraba, por supuesto, pero al que ninguna voz humana se atrevía a contradecir.
Al igual que ella, todos aguardaban en silencio en el interior de sus celdas, preguntándose qué demonios estaba pasando.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó tras unos minutos.
Tanith no se había dado cuenta de lo rápido que le latía el corazón hasta que, pegada a los barrotes de la celda y con la mirada fija en Finn, los latidos se trasladaron hasta la palma de sus manos. La carne palpitaba sobre el metal enloquecida, aterrorizada. Fuese cual fuese el destino de esos prisioneros, ella no deseaba compartirlo.
—Nada bueno —respondió Finn con sencillez, visiblemente tenso—. Pasan cada día y se llevan a dos reclusos. No sé qué hacen con ellos. Hay quien dice que se los llevan para despellejarlos, otros dicen que para comérselos... A saber. Yo, personalmente, prefiero reservarme la opinión, pero vaya, nada bueno. Es por ello que tenemos que irnos antes de que sea demasiado tarde.
—¿Irnos...? —Tanith volvió la mirada instintivamente al suelo. El temblor de tierra era realmente significativo—. ¿Irnos de dónde? ¿Dónde estamos? ¿Es esto una cárcel de Tempestad?
—¿De Tempestad? ¡Ja! Más quisieran esos cabrones habernos cogido. —Finn chasqueó la lengua—. Tienen que nacer mil veces para llegarnos a la suela de los zapatos, querida. No, esto no es cosa de Tempestad. No sé quién está exactamente detrás, pero te aseguro que son otros tipos... Creo que salen de dentro de la tierra. ¿Recuerdas lo que decía tu padre de los habitantes de...?
Tanith apartó la vista, pensativa. Aún estaba demasiado aturdida como para unir piezas, pero sabía a lo que se refería. Su padre le había hablado casi tantas veces de su teoría de la existencia de una segunda civilización en el planeta como Aidur. De hecho, Tanith estaba casi convencida de que la obsesión con el tema del segundo venía por su padre. No obstante, nunca les había prestado demasiada atención. A parte de servir para asustar a los críos, ¿Qué otra utilidad tenían aquellas historias?
¿Porque eran historias, no? Leyendas... cuentos.
No podía existir una segunda civilización.
—Venga ya —respondió, aunque no lo hizo con demasiado convencimiento—. Son cuentos. Esto debe ser cosa de Tempestad. ¿Acaso no recuerdas la reunión?
—La recuerdo, sí —admitió—, y fueron ellos los que estaban detrás de la redada. De hecho, tanto al resto como a mí nos cazaron. Pero esto ya no es cosa de ellos: créeme. Yo logré escapar de la cárcel donde nos habían metido y te aseguro que, esta vez, hay otra gente detrás.
—¿Cómo estás tan seguro?
—¡Joder! ¡Porque los vi con mis propios ojos, Tanith! Demonios, que cabezota eres... —Finn dejó escapar un suspiro—. Mira, después de lograr escapar de Tempestad gracias a unos conocidos me llevaron a Shirlex. Allí se estaba organizando un pequeño movimiento... ya sabes cómo es esa gente. La rama más dura anti curiana. La cosa es que en cuanto supieron lo de la redada se organizaron. A mí lograron sacarme de la prisión y a los Ford los pusieron a salvo. —Hizo un alto—. Como te dije, logramos llegar a Shirlex. Y allí estábamos preparándonos ya para asaltar la sede policial y sacar al resto cuando, de repente, ocurrió todo.
El rostro de Finn se ensombreció. Los recuerdos que tenía sobre lo ocurrido eran un tanto difusos, pues el enemigo les había atacado con una especie de gas paralizante frente al cual no habían podido actuar, pero había imágenes que se le habían quedado grabadas en la retina. Imágenes y el sonido chirriante de los miembros metálicos de los seres al caer sobre ellos.
Aquellas abominaciones habían surgido de la nada y, de un segundo para otro, habían arrasado con la ciudad por completo.
—Yo estaba jugando una partida de cartas cuando todo sucedió. Del conducto de ventilación de la cantina empezó a salir un gas y, de repente, todos quedamos paralizados. A continuación, tan sólo unos segundos después, varios de esos monstruos entraron en el local y empezaron a llevarse gente. Los subían en una especie de plataforma flotante y se los llevaban como si fuesen sacos.
—¿Seres? —Tanith no pudo evitar sentir nuevamente el pánico crecer en su interior—. ¿Por qué les llamas así? ¿De qué demonios estamos hablando?
—Antes los has oído...
Tremaine volvió la mirada hacia el sombrío corredor. Recortados contra las sombras, decenas de rostros les observaban en silencio, con el miedo reflejado en los ojos.
Los seres de los que Finn hablaba eran difíciles de catalogar. En otros tiempos su naturaleza había sido puramente humana. Altos, bajos, fuertes, delgados, hombres, mujeres; no había distinciones en ello. En apariencia todos estaban en una franja de edad intermedia, entre adultos y jóvenes, sin excepción. Como cualquier otro humano, una vez habían nacido, crecido y, seguramente, sentido. En aquel entonces, sin embargo, la percepción que los prisioneros tenían sobre ellos era bastante diferente.
—Son medio hombres, medio máquinas —explicó uno de los prisioneros con el miedo reflejado en el semblante. Se trataba de un hombre ya de edad avanzada cuyo rostro estaba marcado por varios arañazos que seguramente él mismo se había causado—. Sus órganos vitales cuelgan entre los engranajes y los cables que ahora conforman su cuerpo. Su esqueleto es de metal, al igual que sus extremidades, como si fuesen androides; su rostro es un trozo de piel estirada sobre un globo plateado y sus ojos esquirlas de fuego negro. Algunos, seguramente los más cuerdos, intentan esconder la abominación en la que se han convertido bajo capas y ropajes, pero la mayoría lucen su naturaleza inhumana con orgullo, como si no les importase ser monstruos.
—Parecen demonios —murmuró otro prisionero. En este caso se trataba de una mujer al que el cabello sucio y grasiento se le pegaba a un rostro ojeroso marcado por el miedo—. Los demonios enviados por el planeta para castigarnos por nuestra colaboración con Tempestad... ¡Mercurio nos está castigando!
—¡Cállate! —le espetó Finn, furioso. Con las manos firmemente sujetas a los barrotes, el joven nifeliano lanzó una mirada amenazante a la mujer con la que dio por zanjada su participación. No era ni lugar ni momento para locuras de aquel calibre—. Maldita loca... Ni caso. Yo no creo en demonios, Tanith, lo sabes, pero mentiría si te dijese que sé lo que son. Diría que una vez fueron humanos, pero quién sabe. Sean lo que sean, no estoy dispuesto a quedarme aquí a descubrirlo: tenemos que irnos.
Tanith asintió levemente, confusa por la avalancha de información, pero consciente de que, fuese lo que fuese que custodiaba aquel lugar, no era de su agrado. Así pues, tenían que escapar, de eso no cabía duda. Ella y el resto. La gran pregunta era: ¿cómo? Finn parecía demasiado convencido como para no tener un plan.
Por un instante se preguntó si aquellos seres eran la respuesta al gran misterio que durante tanto tiempo su padre había estado persiguiendo. De haber seguido con vida, a aquellas alturas ya estaría en camino para rescatarla. Lamentablemente, sin Kaiden presente, Finn era su única alternativa.
Bajó el tono de voz.
—¿Qué tienes en mente?
—Escapar, claro está. Como ya te he dicho, esos tipos vienen una vez al día para llevarse a un recluso... Pero no es lo único que hacen. Cada cinco horas pasa uno de ellos, un tipo bastante raro con un bastón, que viene a visitarte a ti. Creo que es una especie de médico, o algo por el estilo. Cuando te trajeron él parecía ser el que mandaba. Además, fue él quien te puso el chisme ese en la pierna.
—¿Me vienen a visitar? ¿A mí? —Tanith arqueó las cejas, sorprendida—. ¿Y por qué demonios iban a venir a verme a mí?
La respuesta de Finn se simplificó en un encogimiento de hombros.
—No lo sé, pero creo que eres especial para ellos. Si te fijas, a diferencia del resto, a ti te trajeron sola. Es decir, fueron a por ti en concreto. Al resto nos trajeron juntos. Eso tiene que significar algo, ¿no?
Tanith se encogió de hombros. Hasta entonces no lo había recordado, pero ahora que lo mencionaba Finn estaba en lo cierto: alguien había ido a por ella. De hecho, la estaba esperando en su vivienda...
Apretó los puños con fuerza. Recordaba haber visto al tipo de la máscara espiándola a través del escaparate de la tienda. Desde que le viese en las profundidades de Kandem, aquel tipo no la había dejado en paz. Día tras día, la había ido vigilando hasta que, finalmente, la había atrapado. La cuestión era: ¿por qué? ¿Sería por lo de Kandem? ¿Por haberle descubierto? Aquello, en el fondo, había sido un accidente. No obstante, ¿qué otra razón podía haber?
Volvió la mirada hacia su pierna, allí donde anteriormente había tenido aquel extraño artilugio clavado en la carne. No sabía qué pensar al respecto. Recordaba haber sido herida durante la huida de la redada, pero no de la gravedad de ésta. ¿Sería posible que el tiempo hubiese cerrado la herida? ¿O habrían sido los seres de los que hablaba Finn?
Se llevó la mano a la cara. Empezaba a tener demasiadas preguntas como para poder pensar con un mínimo de claridad.
—Bueno, siempre fuiste especial —prosiguió Finn al ver la confusión de Tremaine—. La hija del maestro: eso lo dice todo. Cuando éramos chavales había muchos que estaban locos por ti. Eras lo más parecido que teníamos a una princesa en Nifelheim. Después empezaste a mezclarte con esa gentuza de Tempestad y todo se fue al traste. No te voy a mentir... Todos te cogimos un poco de asco. Eras una especie de traidora. No obstante, incluso así, incluso después de tener al niño, a mis ojos seguías siendo especial. E imagino que no me equivoco porque esos tipos parecen compartir mi opinión... Pero bueno, eso no importa ahora. Tenemos que centrarnos en salir de aquí, y creo saber cómo. Escucha...
Un par de horas después, el sonido de los pasos precedió a la llegada del médico del que Finn le había hablado. Fingiendo dormir tal y como hasta entonces había hecho, Tanith aguardó en silencio, quieta como una estatua, la llegada del ser. Según le había explicado Finn, su modus operandi siempre era el mismo. El tipo recorría el pasillo hasta alcanzar la celda, abría la puerta con algún tipo de llave que él no había podido ver hasta entonces y entraba para comprobar su estado. Después, tras unos minutos, volvía a partir en silencio, sin intercambiar palabra alguna con el resto de reclusos.
Tanith tenía que aprovechar aquellos minutos de visita...
Y lo iba a hacer.
Más nerviosa que nunca, Tanith escuchó en completa tensión el sonido de los pasos avanzar por el pasillo. Tal y como había descrito Finn, el ser debía ser bastante pesado, pues el sonido que generaban sus pasos era realmente estruendoso. Por suerte, solo era uno... Y contra uno podía hacer algo.
O al menos eso quería pensar.
En realidad, Tanith no tenía ningún plan. Finn le había explicado las circunstancias, los movimientos del ser y, en general, la situación en la que se daban los encuentros, pero no como enfrentarse a él. De hecho, ni tan siquiera había hecho mención al tema. Por suerte, tampoco lo necesitaba. Desde joven su padre le había enseñado a defenderse por lo que confiaba en que podría vencerle teniendo el factor sorpresa de su lado.
Los pasos siguieron avanzando hasta al fin alcanzar la celda. Tanith escuchó el sonido de la cerradura electromagnética al abrirse y, seguidamente, silencio. Después, de repente, los latidos de un corazón.
Sintiendo ya la figura a su lado, Tanith tuvo que hacer auténticos esfuerzos para no abrir los ojos. El chirrido que generaban sus miembros despertaba en su mente extraños recuerdos relacionados con los cuentos que su padre le explicaba al caer el ciclo nocturno. Las leyendas hablaban de la existencia de un perro salvaje en las profundidades de las minas llamado Oshdaïr capaz de detectar el sonido de los corazones humanos. Al parecer, su oído era tan agudo que podía captar la presencia de cualquier hombre más allá del segundo nivel de las minas. Los perseguía a través de los túneles secretos que él mismo había cavado a lo largo de sus más de quinientos años de existencia y se los llevaba a las profundidades del planeta para devorarlos.
Era veloz como el viento, fuerte como el hierro y su ladrido peor que el estallido de mil truenos a la vez...
Claro que aquello era solo una leyenda. Oshdaïr no existía: aquel ser que tenía a su lado, en cambio, sí. Era real, muy real, y a no ser que actuase con cabeza, podría ser su perdición.
Tanith se concentró para intentar mantener el tipo lo mejor posible. Le temblaban los músculos y le castañeteaban los dientes, pero al menos lograba mantener los ojos cerrados. Algo era algo... Aunque dudaba que fuese suficiente.
Por suerte, Finn estaba allí para ayudarla.
—¡Eh, tú! —escuchó que gritaba—. Tú, maldito bastardo... —Sonido de algo golpeando contra el metal—. ¡Te estoy hablando! ¡¡Mírame a la maldita cara cuando te hablo!! —Más golpes—. ¿¡Es que no me oyes!?
Tanith abrió el ojo derecho. Finn lanzaba piedras al médico desde su celda, tratando de captar su atención, pero no tenía éxito en ello. El médico, o lo que una vez quizás había sido un médico, tenía la vista fija en Tanith, y no parecía ser consciente de nada más.
Absolutamente nada.
Como si la hubiese escuchado, o visto, el ser volvió sus ojos negros hacia el rostro de la mujer. Tal y como había descrito Finn, su rostro no era más que una máscara de piel estirada sobre el metal que componía su cráneo: una aberración visual ante la cual era difícil no estremecerse de puro terror.
Era realmente nauseabundo: tanto que, incluso, resultaba hipnótico. Aquel extraño ser parecía intentar disfrazarse con la piel de un humano, pero lo cierto era que ya prácticamente nada en él lo era. O casi nada.
Nada más verla, el ser extendió su brazo de acero contra el cuello de Tanith, dispuesto a inmovilizarla. Incluso desarmada y aún convaleciente, la mujer era un sujeto impredecible y peligroso, al igual que todos los humanos, por lo que no podía permitir que estuviese libre. Así pues, apoyó sus largos dedos metálicos sobre su garganta, acto que, de inmediato, provocó la respuesta de Tanith. La mujer alzó la rodilla izquierda en un gesto prácticamente instintivo y la hundió en su pecho con todas sus fuerzas. El pecho del ser, el cual permanecía oculto bajo su túnica oscura, se hundió ante la contundencia del golpe. La rodilla se hundió en el material gelatinoso que componía su pectoral y no se detuvo hasta chocar contra la carcasa que protegía el corazón.
Incluso así, Tanith creyó poder sentir su latido en la rodilla.
El ser cayó pesadamente de espaldas ante el impacto. El golpe parecía haberle dejado en shock, y no era el único. Mientras que éste caía, la mujer permanecía en el suelo con los ojos llenos de lágrimas de dolor, pues aunque el material que componía el torso del ser era gelatinoso, su resistencia era como la del diamante.
Permaneció unos segundos en el suelo, odiando a Finn y su estúpido plan, y rápidamente se incorporó. A su lado, con las zarpas que tenía por manos apoyadas contra el pecho, el ser empezaba a incorporarse también.
Tenía que ser rápida.
Tanith recogió el extraño dispositivo que se había arrancado anteriormente de la pierna, el cual tenía oculto bajo la manta, y se lo estrelló repetidas veces en el pecho, consciente de que golpearle la cabeza era un sinsentido. Golpeó una y otra vez con vehemencia, ante la atenta mirada de todos los prisioneros, y no se detuvo hasta que, ya prácticamente destrozado el dispositivo de tantos impactos, el ser dejó caer los brazos al suelo pesadamente, vencido. Tanith se agachó entonces a su lado, sintiendo el potente palpitar del dolor en la rodilla, y hundió las manos en su túnica en busca de la llave.
—¡En la túnica! ¡Es algo que le cuelga de la túnica!
Al abrirle las vestiduras descubrió que tan solo una membrana transparente cubría sus extrañas y cibernéticas entrañas. Como si de un reloj se tratase, el ser estaba lleno de engranajes, tuberías y cableados que, unidos entre sí a órganos claramente artificiales a excepción del corazón, mantenían con vida al ser.
O lo intentaban. Con parte del mecanismo ahora roto por los golpes, el ser parecía estar agonizando en el suelo.
Tanith palpó la túnica por dentro, tal y como indicaba Finn, hasta dar con una pequeña cadena de la que colgaba una especie de tarjeta circular. Tiró de ésta hasta arrancarla y se lo lanzó a Finn, el cual no tardó más que unos segundos en abrir la puerta de su celda y salir.
Todos los prisioneros empezaron a gritar y suplicar ayuda.
—Buen trabajo, Tremaine —exclamó tras acudir a su encuentro. Finn le dio un rápido beso en la frente y, cogiéndola de la mano, la sacó cojeando de la celda en la que aún estaba—. ¿Puedes caminar?
Un par de pasos le bastaron para darse cuenta de que le iba a resultar complicado escapar. El dolor de la rodilla era intenso, pero al menos le permitía caminar. Correr ya era otra cosa.
—Creo que sí.
—Entonces vamos, no hay tiempo que perder.
Juntos salieron al pasillo. Allí, camuflados los gritos entre el ruido generado por las máquinas, los prisioneros suplicaban y gritaban con todas sus fuerzas.
—Espera, ¿y el resto?
Finn la miró por un instante con fijeza, pero no respondió. Simplemente tiró de su mano con fuerza, venciendo así su resistencia, y no se detuvo hasta que, recorridos varios metros, se adentraron en la oscuridad del pasillo y dejaron atrás las celdas. Cincuenta metros más adelante había unas escaleras de piedra de altísimos escalones a través de las cuales llegaba el sonido de la maquinaria.
Juntos empezaron a ascenderlas.
—No es lo mismo que escapen dos a que escapen cincuenta, Tanith —murmuró en apenas un susurro, con la mirada fija en el frente—. ¿Acaso ya no te acuerdas de nada de lo que te enseñó tu padre? Lo importante ahora es escapar: una vez hayamos encontrado ayuda volveremos a por ellos.
Siguieron ascendiendo hasta alcanzar el final de las escaleras. Recorrieron un pequeño recibidor de aspecto abandonado en el que tan sólo había lo que parecía ser los restos de unas cajas de madera y se adentraron en un amplio y húmedo túnel excavado en la piedra. Al fondo de éste pequeños focos de luz indicaban que no iban desencaminados. Además, no había ningún otro túnel ni camino por lo que no tenían otra opción: tenían que seguir adelante.
—¿Qué demonios vamos a hacer si nos cruzamos con alguno de esos tipos? —preguntó Tanith. Aunque la oscuridad ayudaba, la mujer se sentía totalmente desamparada—. No tenemos ningún arma.
—De momento. De todos modos no te equivoques conmigo, yo no soy un Parente. —Finn sonrió sarcásticamente—. En mis planes no entra la posibilidad de enfrentarme a ellos abiertamente. No creo que pudiésemos vencerlo. Simplemente quiero escapar.
—¿Entonces?
—Entonces no hagas ruido e intenta pasar desapercibida. No sé hasta dónde vamos a lograr llegar, pero vale la pena.
Recorrieron el túnel a gran velocidad, sintiéndose observados en todo momento. El sonido de las máquinas se incrementaba a cada momento que pasaba, como si se estuviesen acercando a ellas. Era como si, de alguna forma, cuanto más ascendiesen más cerca estuviesen del corazón de aquel lugar.
Durante el trayecto no se cruzaron con nadie. De vez en cuando algún sonido difuso les hacía pegarse a las paredes, como si aquello sirviese de algo, pero nunca iba acompañado de su dueño. Aparentemente estaban solos, aunque ambos sabían que aquella paz no iba a durar demasiado.
En el fondo, era cuestión de tiempo que les encontrasen.
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