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Capítulo 11

Capítulo 11

A pesar de todas las historias que había sobre ella, Kaal era una localización hermosa. Tras el cierre de la mina por el trágico derrumbamiento que tantas vidas se había llevado por delante, la población había sustituido su refinería y sus almacenes por hermosas galerías de arte en cuyo interior, diseminadas por los pasillos y las galerías, había todo tipo de estatuas de alto valor.

Kaal era la cuna del arte en Nifelheim. Los artistas allí residentes no poseían ni los recursos ni el material que bien podría encontrarse en otros extractos de la sociedad, pero no les faltaba lo realmente importante: el talento. Un talento gracias al cual habían logrado arrancar de su sólido interior de piedra grandes estatuas a través de las cuales los visitantes podían viajar a los oscuros tiempos en los que la sombra del Reino había quedado reducida a un simple recuerdo.

Daniela nunca había visitado Kaal en persona, pero sí que había oído hablar de su galería. En otros tiempos, siendo una estudiante más en Melville, antes de entrar en las filas de Tempestad, la asesora personal del Parente había estudiado a los autores más reconocidos de la zona y sus obras; sus biografías, sus fuentes de inspiración y, por supuesto, el mensaje que intentaban transmitir. A aquellas alturas ya apenas recordaba nada de aquella hermosa época juvenil, pues su vida había cambiado mucho desde entonces, pero tenía las suficientes imágenes grabadas en la memoria como para saber que aquel lugar, aquel hermoso lugar, no era merecedor de aquel triste destino.

Acompañada por Abdul Hadel y Terry Orensson, dos de los más veteranos bellator al servicio de Van Kessel, Daniela se adentró en la silenciosa y ahora abandonada localización. Al igual que había sucedido en Kandem, tras activarse todas las alarmas por amenaza de explosión y sufrir un cataclismo a nivel energético, Kaal se había sumido en la más absoluta de las oscuridades. Ahora, iluminada únicamente con el haz de sus propias linternas, la localización se mostraba como un laberinto de hermosas edificaciones cinceladas en la piedra en cuyo interior tan solo parecía aguardar el silencio.

—Qué desolador —exclamó Adbul Hadel tras iluminar una bonita edificación de cinco plantas en cuya fachada dorada habían pintado flores blancas—. No parece haber nadie.

—Te lo confirmo: no hay nadie —admitió Terry Orensson a su lado, con el detector de calor entre manos. A parte de los tres puntos rojos que conformaban sus propias personas, no parecía quedar nadie en todo Kaal.

Daniela no necesitaba ver la pantalla del detector de Orensson para suponer que estaban solos. El silencio y la sensación de abandono que les rodeaban era más que palpable. No obstante, incluso así, decidió echarle un vistazo, por si acaso. Aunque ella no creía en los milagros, era evidente que de vez en cuando la Suprema sonreía a sus súbditos.

Decidieron dividirse para examinar la zona. Kaal no presentaba ningún peligro a simple vista por lo que, sin perderle la pista a Nox, Orensson y Hadel decidieron alejarse para investigar los alrededores. El primero se dirigió hacia el ayuntamiento y el segundo hacia la galería instaurada en la antigua refinería. Daniela, por su parte, decidió entrar en una de las tabernas. Abrió la puerta de madera con un suave empujón y, una vez dentro, barrió la sala entera con la linterna.

Vacío.

Encontró los vasos a medio beber sobre la barra, los platos servidos en las mesas y los cubiertos en la mesa. Encontró también chaquetas en los colgadores, juguetes de niños en el suelo y la caja registradora cerrada, con un cambio encima de uno de los platitos de cobro. Botellas abiertas, carne a medio preparar sobre el mostrador de la cocina, la basura a medio llenar y el grifo de uno de los baños de caballero abierto con su respectivo charco.

Tal y como había pasado en Kandem, nada parecía haber asustado o alarmado a la población. Simple y llanamente, habían desaparecido, de un momento a otro, como si, de algún modo, se hubiesen evaporado.

Como si siguiesen allí, pero nadie pudiese verlos.

Como si estuviesen atrapados en otra realidad.

Sintiéndose observada por los ojos de la oscuridad, Daniela no tardó más que unos minutos en salir de nuevo a la silenciosa calle. No muy lejos de allí, obteniendo resultados parecidos, sus compañeros inspeccionaban los alrededores, tan inquietos o incluso más que ella ante lo extraño de la situación.

Aquel suceso les traía demasiados malos recuerdos.

—No he encontrado nada. Voy a echar un vistazo en la galería Aqua —avisó Daniela a través del sistema de comunicación interno que llevaban los tres—. ¿Habéis visto algo?

—Absolutamente nada —respondió Abdul. Su voz evidenciaba lo poco que le gustaba la situación—. Voy a revisar el último piso. Si no hay nada me acercaré a la entrada a la mina; según los informes debería estar sellada.

—Entendido: yo voy a entrar en varias casas. Si hay alguna novedad, avisad.

La galería Aqua no estaba demasiado lejos de allí. Instaurada hacía ya cerca de veinte años, la Eterna, nombre con el cual había sido bautizada la exposición hacía cinco años por el propio Jared Schreiber durante su última visita, se hallaba repartida a lo largo de cinco largas plantas en cuyo interior había más de cincuenta galerías llenas de magníficas obras de arte. La exposición estaba compuesta en su mayoría por estatuas que representaban a ciudadanos de la época oscura de Mercurio, pero también por una gran cantidad de cuadros a través de los cuales se podía vislumbrar la evolución de Kaal.

Creyéndose conocedora del lugar, pues en su época de estudiante había hecho varias visitas virtuales a la galería, Daniela se adentró en el laberintico edificio. La linterna de vez en cuando revelaba las obras de arte que se hallaban en su interior, todas ellas cubiertas por el halo de misticismo que tan solo la oscuridad podía dar, pero ignoraba a la mayoría. Aquel espacioso lugar guardaba tal cantidad de obras en su interior que era prácticamente imposible poder verlas todas. No obstante, incluso así, Daniela se sentía satisfecha con los pequeños tesoros que iba descubriendo. Estatuas de mineros vestidos con el uniforme de trabajo, mujeres ataviadas con ropas de calle, niños jugando bajo la atenta mirada de sus abuelos, jóvenes paseando de la mano de sus compañeras, ancianas susurrándose al oído... La galería ofrecía una imagen tan natural y cordial de los nifelianos de la época oscura que a veces resultaba irónico pensar que aquellos años habían sido los peores de su historia. Abandonados de la mano del Reino, los supervivientes del Gran Colapso habían tenido que hacer auténticos esfuerzos por sobrevivir en soledad. Habían tenido que compartir la penuria, el hambre y la enfermedad; reinventarse. Luchar contra la muerte para sobrevivir, y según veía en las estatuas, lo habían hecho con una sonrisa en la cara.

Una gran sonrisa.

Resultaba sorprendente ver la alegría en aquellos rostros de piedra. Sorprendente y triste a la vez. Teniendo en cuenta la evolución de la expresión en las estatuas, la cual iba a peor cuanto más integrado estaba Nifelheim en la sociedad del Reino, era inevitable plantearse si realmente la sociedad no había sido más feliz durante su época de independencia.

Los nifelianos eran gente demasiado complicada.

Confusa por las imágenes que la rodeaban, pero feliz de al fin poder verlas en persona, Daniela fue abriéndose paso galería tras galería hasta alcanzar las escaleras centrales que unían los cinco niveles. Las iluminó con el haz de luz, tratando así de no tropezar, y uno tras uno fue ascendiendo los peldaños hasta alcanzar la segunda planta. Allí, siguiendo el modus operandi empleado en la primera planta, se dio un largo paseo entre las estatuas y los cuadros para acabar, nuevamente, en las escaleras.

Cerca de media hora después, abrumada ya por la cantidad de imágenes que su mente había grabado, Daniela ascendió hasta el último piso. Aquella planta acostumbraba a estar cerrada para los visitantes, pues en su interior se encontraban los estudios de los artistas, pero en aquel entonces, sin vigilantes por los alrededores, Daniela era libre de moverse por donde quisiera.

E iba a aprovechar.

—Estoy registrando viviendas —informó Orensson mientras Daniela ascendía los últimos peldaños—. Pero no hay rastro alguno de posibles supervivientes. Esto está totalmente desierto.

—Por aquí tampoco hay demasiado —añadió Hadel—. Estoy camino a la mina. Os informo en cuanto llegue.

Daniela se adentró en el largo corredor que atravesaba el esqueleto de la última planta. A mano izquierda y derecha aguardaban decenas de puertas cerradas tras las cuales se encontraban impresionantes talleres y estudios.

Una a una, Daniela fue alumbrando las placas nominativas que pendían de las puertas. La mayoría de los nombres no le resultaban familiares, pues se trataban de artistas poco conocidos. No obstante, de vez en cuando aparecía alguno frente al cual no podía hacer más que detenerse e intentar abrir la puerta sin éxito. Al parecer, con la caída de la corriente energética las cerraduras habían quedado bloqueadas.

Decepcionada, Daniela probó suerte en un par más antes de desistir. Aquello era una auténtica pérdida de tiempo. Iluminó por última vez el pasillo y, ya de regreso, se encaminó hacia las escaleras.

—Interesante —anunció Hadel a través del intercomunicador—. Estoy frente a la entrada de la mina: han reventado las puertas desde dentro.

—¿En serio? —respondió Daniela a punto ya de alcanzar la escalera—. Al fin tenemos una maldita prueba. Quédate donde estás, vamos para allí. Terry, ¿estás muy lejos?

—No demasiado: nos vemos allí en unos minutos.

Algo más animada por la noticia, Daniela descendió los primeros escalones. Por fin tenía algo que llevar a Van Kessel: pruebas sólidas de que alguien había acudido desde las minas para atacar la ciudad... ¿acaso podía haber algo mejor?

El sonido de unas cajas al caer procedente de uno de los estudios detuvo su marcha. El sonido, aunque lejano, apenas audible, había retumbado con la suficiente fuerza como para que la mujer lo escuchase son supina claridad.

Asustada, Daniela se llevó la mano hasta la pistolera y apoyó los dedos sobre el arma. A continuación, muy lentamente, volvió la vista hacia atrás. El pasadizo volvía a estar totalmente a oscuras y en silencio, pero ahora sabía que había algo más.

Tenía que haber algo más.

Seguidamente, antes de rehacer sus pasos, Daniela extrajo la terminal portátil que llevaba consigo y comprobó el sensor de calor. Hasta entonces el indicador no había marcado la presencia de nadie salvo la suya y la de sus compañeros. No obstante, ahora la pantalla evidenciaba que no estaba sola.

Ni muchísimo menos.

La señal era débil, muy débil, pero real.

Daniela ascendió los peldaños y corrió hasta la puerta tras la cual se hallaba el punto de calor. Iluminó la puerta: anclada a su superficie había una placa con el nombre de Oliver Guzmán. Daniela leyó el nombre un par de veces, primero en un susurro y después en voz baja, y seguidamente golpeó la puerta con el puño.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —volvió a golpear—. ¿¡Hola!?

Se escuchó un balbuceo seguido de otro estruendo. Por segunda vez, algo metálico había vuelto a caer al suelo. ¿Quizás un cubo de pintura? ¿Alguna herramienta?

Poco importaba ya. Más convencida que nunca, Daniela apuntó a la cerradura con la pistola y descerrajó tres disparos. Inmediatamente después, imitando a Van Kessel, abrió la puerta de una patada. Iluminó con la linterna. Al otro lado de esta, perdido en un océano de lienzos, botes de pintura, pinceles y mesas de trabajo, un cuerpo desastrado aguardaba medio oculto bajo decenas de sábanas llenas de manchas de pintura.

Daniela corrió a su encuentro. Se arrodilló a su lado, aterrada, y le destapó. El hombre yacía inconsciente, o muerto, con los ojos desorbitados y una expresión extraña en la cara. A simple vista, parecía un cadáver.

—¡No! —gritó, aterrada ante su aspecto.

Seguidamente, ignorando que tenía todo el cuerpo embadurnado de pintura de colores, la misma cuyos botes habían generado el ruido, le apartó el cuello de la camisa y hundió los dedos sobre su garganta para comprobar si tenía pulso.

Para su sorpresa, estaba vivo. Congelado y sin conciencia, pálido y con una posición corporal extraña, pues al menos una de las piernas debía estar rota, pero estaba vivo después de todo.

Vivo.

—¡Abdul! ¡Terry! ¡¡Venid a la galería!! ¡¡Hay un superviviente!! ¡Gracias a la Suprema! ¡Hay un superviviente!




Regresar a la Fortaleza era una de esas experiencias que tan sólo los que la vivían eran capaces de comprender su importancia. Para muchos, volver a un lugar del cual se había sido expulsado de malas formas era una vergüenza: una forma de arrastrarse como vulgarmente se decía. Para él, sin embargo, poder regresar con su equipo era todo un logro: un milagro por el cual no se avergonzaba de dar gracias.

Al contrario.

Thomas no le guardaba rencor a Aidur por lo que había sucedido. Ciertamente, había sido él quien había decidido expulsarle. El Parente había valorado los acontecimientos y, sin tener en cuenta todo lo que Thomas le aportaba, había decidido enviarlo a casa sin tan siquiera dejarle hablar. Aidur, después de todo, era así. No obstante, aunque por un lado se hubiese comportado como un auténtico tirano, Van Kessel le había dado una segunda oportunidad, y Thomas se lo agradecía. El Parente no era de esos que daban segundas y terceras oportunidades por lo que no estaba dispuesto a volver a estropearlo guardándole rencor o pidiéndole explicaciones. No valía la pena. Mientras Van Kessel fuese el primero en la pirámide de poder, él siempre tendría las manos atadas.

Por suerte, con las manos atadas o no, Thomas era muy feliz con la segunda oportunidad que le habían dado por lo que ni tan siquiera se planteaba el pensar en lo ocurrido. Simple y llanamente iba a hacer su trabajo, y ahora que las cosas se estaban complicando tanto ahí afuera, sabía que era vital que empezasen a avanzar. Sin tan siquiera molestarse en deshacer la mochila, el científico bajó directamente a la cubierta médica a seguir con sus investigaciones.

Ya habría tiempo para el resto de tonterías.

—¡Thomas! —exclamó con entusiasmo el Doctor Fox Wertel, su segundo, al verle cruzar las puertas del laboratorio.

El resto de sus hombres y compañeros también le saludaron exultantes, encantados por su represo, pero al igual que Wertel, no dejaron sus puestos para estrecharle la mano y abrazarle.

En el laboratorio, nunca, absolutamente nunca, se podía dejar una labor sin acabar.

—Me alegro de verte, Thomas.

—Yo también. No hay nada como volver a casa.

—Desde luego, lástima que haya sido por tan pocos días, ¿eh?

—¿Pocos días? Vuelvo para quedarme.

—Vamos Thomas, sabes a lo que me refiero...

Thomas sonrió con cierta inocencia, tímido, y acudió a su despacho en busca de ropas y una bata con la que cambiarse. Ningún científico debía trabajar con prendas infectadas del exterior. Thomas sustituyó las prendas con rapidez, sintiendo que el tiempo se le escapaba de entre los dedos, y lanzó al horno empotrado las ropas viejas. Seguidamente, cumpliendo con el protocolo, se adentró en las duchas esterilizantes para acabar de desprenderse del aroma del exterior.

Tan solo en momento como aquel en el que al fin recuperaba su auténtico vestuario se daba cuenta de lo sucio que estaba el mundo exterior. Sucio e infecto. No entendía como a alguien podía gustarle aquel miserable planeta. Probablemente era porque no habían conocido nada mejor, desde luego, pero incluso así le resultaba impactante. Por suerte para él, le había tocado vivir en el mejor lugar de toda la galaxia: su amado laboratorio.

—No sabes cuánto te he echado de menos, preciosa —exclamó antes de abandonar el despacho.

Thomas se agachó para besar el suelo. Aunque Nifelheim fuese la tierra que le había visto crecer, aquel lugar era su auténtico hogar. Su auténtico y único hogar. Seguidamente, volvió al laboratorio donde Wertel le esperaba en compañía de otros tantos compañeros.

Como rápidamente había descubierto nada más entrar, el tiempo en el laboratorio parecía seguir un ritmo totalmente distinto al del mundo real.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó tras acomodarse frente a su mesa de trabajo y encender la terminal—. ¿Qué habéis estado haciendo estos días? ¿Tenemos ya los resultados del material que trajo el Parente de Memsa?

—Se los he dejado en el fichero, Doctor Murray —respondió Rivers desde su mesa, toda amabilidad y sonrisas, como de costumbre—. Código de acceso 56282486234878.

—Gracias Kara.

Thomas extrajo el fichero en cuestión del armario, una enorme pieza de mobiliario negra en cuyo interior se albergaban los resultados de todos los experimentos ejecutados hasta ahora en la Fortaleza. Cada Parente disponía de un armario en cuyo interior estaban obligados a almacenar todos los avances científicos que consiga su equipo. A dicho armario, el cual estaba conectado con la base de datos central de Tempestad, únicamente tenían acceso los miembros del equipo y el propio Parente por lo que, una vez finaliza el periodo de actividad de este, se cerraba para siempre quedando a disposición total únicamente del registro central de Tempestad.

Introdujo en el panel de seguridad el largo código que Kara le había dado y extrajo la carpeta en cuyo interior estaba la documentación. Sobre Memsa no había demasiados datos, pues aquellos resultados eran sólo el principio de lo que probablemente sería una larga investigación, pero le bastaba para empezar a atar cabos.

Abrió la carpeta y empezó a leer el informe. Según los análisis los restos de sangre encontrados sí que pertenecían a un ser humano. Un ser humano joven y en buen estado de salud que, tras ser contrastado con las muestra de sangre de los registros oficiales, coincidía con el de uno de los desaparecidos.

—Muchacho sin suerte —murmuró Thomas por lo bajo, plenamente consciente de lo que aquello significaba.

—Tiene mala pinta, sí —canturreó Kara desde su mesa de trabajo. Aquel día llevaba las gafas y los guantes protectores puestos, como si pretendiese manejar material peligroso—. ¿Un secuestro quizás?

—Algo así. Se llevaron a un par de chicos a las minas y desaparecieron... Veamos que dice de la pieza que encontraron.

Murray leyó con interés los resultados. A diferencia de los análisis de sangre, las comprobaciones realizadas al material encontrado en la mina no eran capaces de identificar ni su composición ni su procedencia.

—¿Y esto? ¿Qué significa esto? ¿No identificable?

—Significa que o nuestras bases de datos no están actualizadas, cosa que dudo, doctor, o que el Parente ha encontrado algo fuera de lo común —Kara ensanchó la sonrisa—. Es un gran hallazgo.

—¿Se le han realizado pruebas?

—Si sigue usted leyendo verá que hemos realizado todo tipo de comprobaciones. El Doctor Wertel y el equipo de Laura se han encargado de todo.

Wertel le mostró los resultados de las diferentes pruebas realizadas al nuevo material, la cual, por votación popular, habían decidido llamar "curio" en honor al planeta. Según sus informes, el curio era un material muy maleable, con una tenacidad muy alta y una resistencia mecánica sorprendente. Al igual que muchos otros, tenía el punto de fusión alto, muy, muy alto, y se trataba de un magnífico conductor de electricidad, pero no de calor.

—El punto de fusión está en mil quinientos grados, Thomas, es más alto que el del oro incluso —explicó Wertel—. Es duro como el diamante, más fuerte que el grafeno y tiene la sorprendente peculiaridad de que no es conductor de calor. ¿Entiendes lo que eso significa? Si estudiamos sus posibles usos seguramente nos permitiría adelantar mucho en materia científica.

—¿Y no hay información sobre ello en ningún otro lugar? ¿Ni tan siquiera en la base de datos de Tempestad?

—No hay nada, Thomas. —Wertel ensanchó la sonrisa—. Ojalá no me equivoque, pero creo que el Parente ha descubierto un nuevo elemento. Revísate bien los informes: estábamos esperando su regreso para informarle pero dado que has vuelto: ¿qué mejor que encargarte tú mismo? En cuanto tengamos su autorización seguiremos con las investigaciones.

Murray asintió, agradecido. Si realmente Wertel estaba en lo cierto, acababan de encontrar algo importante. Algo muy importante y seguramente esencial para respaldar la teoría de Van Kessel sobre la existencia de una segunda civilización. Y es que, en caso de existir alguien en los niveles inferiores, perfectamente podría sobrevivir a las temperaturas a base de curio trabajado. Obviamente no serviría para confirmar nada pero, al menos, les serviría para dar mayor crédito a sus palabras.

—Buen trabajo, chicos. Sois increíbles. Esto le va a encantar a Van Kessel.

—A ver si es verdad —respondió Kara con un guiño. El cabello negro rizado se le escapaba de la coleta—. Es una lástima que siempre esté de ese maldito humor, tiene una sonrisa muy bonita.

—Y una cara —murmuró Laysa Luna a su lado, una jovencita de poco más de veinte años recientemente ascendida—. Y unos ojos...

—Chicas, chicas, las hormonas. —Fox Wertel soltó una sonora carcajada—. Ya sabéis lo ocupado que está el Parente. Apenas pasa por aquí. No obstante, nunca se sabe. Lo mismo si presentáis algo bueno y le guiñáis el ojo un par de veces os haga más caso así que no perdáis el tiempo: ¡a trabajar!




No se pudo recuperar nada del Santuario. Tras enviar a un equipo de rescate pocos minutos después de visionar la explosión, Anderson y el resto de Parentes se trasladaron a Kandem con la esperanza de llegar a tiempo para intentar salvar alguna vida o recabar alguna evidencia. Lamentablemente, tal había sido la fuerza de la explosión que lo único que encontraron al llegar fueron los restos humeantes de lo que una vez había sido.

Todo, absolutamente todo, había sido engullido por la tierra.

Varick Schmidt había estado a punto de ser devorado por el hundimiento de tierra. Hallándose aún en la ciudad abandonada, el agente había tenido que correr como alma que lleva el demonio hasta lograr encaramarse en la estructura de una de las viviendas colgantes que pendían del muro norte. Y junto a él y sus lobos supervivientes, solo tres, el resto de miembros de seguridad allí presentes habían tenido que hacer un gran esfuerzo para sobrevivir.

Por suerte, lo habían logrado.

Fueron momentos complicados. La presencia de Cruz y de Novikov sirvió para que el personal trabajara con mayor eficiencia, obligándose a sí mismos a no mostrar emoción ni temor alguno. No obstante, también obligó a Anderson a comportarse con una indiferencia y frialdad totalmente impropias de él. Lejos de mostrar abiertamente el dolor que le causaba la pérdida de sus hombres, Adam simplemente concentraba sus esfuerzos en intentar recuperar el máximo posible del Santuario.

Afortunadamente para todos, Novikov y Cruz no tardaron en irse más de un par de horas. A partir de entonces, cambiando por completo el rumbo de los acontecimientos, los equipos de rescate se centraron únicamente en la búsqueda de los cadáveres, los cuales, tras casi veinte horas de búsqueda, lograron ser localizados bajo toneladas de piedra. Anderson trasladó lo que quedaba de los cuerpos al Templo y, allí, ya en soledad, organizó y celebró la despedida en privado con la única presencia de los compañeros de los fallecidos, de sus familiares y del propio Van Kessel.

—Esto tiene que acabar —murmuró Adam a Van Kessel al oído, sin apartar la mirada de los tres féretros frente a los cuales iban desfilando sus agentes. Marco Gianetti, como era de suponer tras la pérdida de sus dos hermanos, estaba destrozado—. Nos están echando un pulso, Aidur.

—Lo sé —admitió él también en un susurro, plenamente consciente de que, aunque no les miraban, todos los oídos estaban puestos en su conversación—. Ahora que al fin se han dejado ver no queda otra que sacarles de donde sea que estén. La cuestión es: ¿cómo? Hace unos días estuve pensando en la posibilidad de visitar Acheron. No tengo pruebas de ello, pero cada vez estoy más convencido de que allí hay algo relacionado con lo que se esconde en las profundidades del planeta.

Adam cruzó los brazos, pensativo. Las horas de insomnio y los trágicos sucesos de las últimas jornadas habían apagado el brillo esperanzador de su mirada.

—Puede que tengas razón —respondió—. Nunca entendí el motivo por el cual ni tan siquiera nosotros tenemos acceso a esa zona. Quizás haya llegado el momento de reclamar lo que nos pertenece. Después de todo, Acheron pertenece a Mercurio tanto como el resto del territorio.

—Se lo voy a plantear a Jared: estoy convencido de que él nos apoyará en esto.

—Yo no estaría tan seguro. Después de lo que dijo ese Cruz ayer, lo de los auténticos motivos de la auditoría, ya no sé qué pensar. Creo que Jared lo sabía; es más, estoy convencido, y sin embargo no ha dicho nada. Eso... eso da que pensar, ¿no te parece?

La repentina falta de confianza en el maestro sorprendió a Aidur, aunque no tanto como hubiese esperado. En el fondo, él también estaba un tanto desencantado con la revelación. El Parente quería pensar que Jared no había tenido oportunidad de decírselo, que solo había sido un error, pero incluso así tenía algunas dudas. Por desgracia tal era el avalancha de acontecimientos y de informaciones que estaba recibiendo continuamente que apenas había tenido tiempo de pensar en ello.

Lo único que sabía y tenía claro era que, ahora más que nunca, tenían que llegar hasta el final.

—Hablaré con él.

—Sí, hazlo, por favor. Aunque nunca vaya a reconocerlo es evidente que tú eres su favorito —Adam sonrió levemente, sin fuerzas—. Se acercan tiempos oscuros, Aidur. Muy oscuros. Solo espero que, al final del camino, sigamos juntos.

—Cuenta con ello. Ahora debo irme, Daniela lleva horas intentando contactar conmigo: puede que haya encontrado algo.

—Ya me avisarás. Por cierto, Aidur, tengo que pedirte un favor antes de que te vayas.

Adam desvió la mirada hacia Moreau, la cual, desde un segundo plano, observaba todo en silencio, con los ojos brillantes. Lejos de mostrarse como la jovencita desafiante que había sido hasta entonces, la muchacha permanecía encogida, superada por los acontecimientos. Probablemente nunca hubiese estado en un velatorio tan sentido y poblado como aquel.

—Llévatela.

—¿A quién? ¿A Moreau? No, gracias. Con Thom de vuelta el cupo está lleno.

—Oh, vamos, salvé la vida a tu chica en las minas: estás en deuda conmigo. No te molestará demasiado... o bueno, sí, pero se la puedes dejar a Daniela. Ella sabrá qué hacer. En el fondo es buena chica, muy inteligente, pero tiene demasiada energía y, como comprenderás, ahora mismo no puedo ocuparme de ella. Te lo pido como un favor personal.

—Pues devuélvela a la Academia.

—Si pudiese ya lo habría hecho, te lo aseguro, pero no es tan fácil. Esa chica es la hija del gobernador planetario. Y no la hija oficial precisamente. Es la hija de Genevieve Moreau, una artista bastante buena que por lo visto está presionando al gobernador. Para que nos entendamos, parece que le tiene cogido de los huevos.

Aidur sonrió levemente, aliviado por el buen carácter de Tanith. De haber querido ponerle contra las cuerdas, Daryn hubiese sido la mejor arma.

—Pidió ayuda a Jared —prosiguió Adam—, y éste aceptó a la cría. La tuvo formándose durante bastante tiempo.

—E imagino que ha llegado la hora de promocionarla.

—Veo que lo entiendes.

Aidur lanzó un suspiro, agotado ante la mera idea de aceptar, pero finalmente asintió. Ni era el momento ni el lugar para ponerse a discutir al respecto. Comprendía las circunstancias de Adam y, en el fondo, como bien decía éste, le debía un favor. Así pues, no tenía otra alternativa.

Se estrecharon la mano.

—Nos mantenemos en contacto, ¿de acuerdo? Si hay algo nuevo avísame. Y si aparece por aquí Novikov, también. No sé dónde demonios se ha metido.

—Imagino que no tardará en aparecer. Esa arpía y los dos bastardos que la acompañan aún tienen mucho por hacer —exclamó Anderson, visiblemente incómodo—. Cúbrete bien las espaldas, Aidur. Aunque hayan dicho que vienen por los nifelianos tengo la impresión de que, en el fondo, sus intenciones son las que son. Estamos en el punto de mira.

—No se me olvida, te lo aseguro. Nos vemos pronto.

Van Kessel salió de la estancia con la sensación de dejar atrás una etapa. Hacía mucho tiempo que no veía morir a alguien cercano. El último había sido Kaiden Tremaine, y de aquello hacía ya tanto tiempo que no era capaz de dilucidar si el extraño sentimiento que ahora le atormentaba era el mismo que la última vez. Lo único que sabía a ciencia cierta era que, aunque las circunstancias de sus muertes habían sido las mismas, pues en los dos casos las víctimas habían muerto asesinadas, la despedida había sido totalmente distinta. Las lágrimas no tenían cabida en un velatorio nifeliano; ni las lágrimas ni los lamentos. La muerte, después de todo, no era el final. Allí, sin embargo, la tristeza había sido tal que dudaba mucho que pudiese olvidar los semblantes abatidos de los agentes.

Todo era demasiado complicado.

Morganne no tardó demasiado en reunirse con él. Sorprendida por el repentino cambio de aires, la joven le pidió un par de horas para poder recoger sus cosas que, por supuesto, Aidur rechazó. No había tiempo para tonterías.

Con él aprendería lo que realmente implicaba servir a Tempestad.

—Con cinco minutos tienes más que de sobras.

—¡Pero tengo que recoger mis cosas!

—Pues deja de protestar: el tiempo corre en tu contra. Cuatro minutos y medio y bajando, bonita.

Mientras Morganne recogía sus cosas, Aidur aprovechó para responder al fin a una de las llamadas de Daniela. Su asesora no había cesado de intentar contactar con él desde hacía horas, pero las circunstancias le habían impedido que pudiese responder.

—Espero que tengas buenas noticias, Daniela. Llevo un día horrible.

—Son buenas, Parente. ¡Muy buenas! Estamos de camino al Templo: vuelva cuanto antes. Tiene que verlo con sus propios ojos.

Aidur sonrió, satisfecho. Por el tono de voz de Daniela, exultante, era evidente que su magnífica asesora había encontrado algo.

—Adelántame algo.

—Preferiría que lo viese con sus propios ojos, pero bueno, de acuerdo: hemos encontrado un superviviente en Kaal, Parente. Pierde y recupera la conciencia constantemente, como si estuviese drogado o envenenado, pero creo que puede ser un magnífico testigo. Se llama Oliver Guzmán y es uno de los pintores de la galería.

Una oleada de emoción despertó en Aidur al escuchar aquellas palabras. El hombre cerró los puños, exultante, emocionado, y asintió con la cabeza varias veces seguidas, encantado. Al fin las cosas empezaban a ir bien.

—Llévalo al laboratorio y que Murray le eche un vistazo: lo quiero vivo. Nos vemos en unas horas.

—¿Murray? ¿Thomas ha vuelto? —Al otro lado de la línea, Daniela ensanchó la sonrisa, agradecida—. Mejor no responda, quiero verle la cara cuando lo haga. Nos vemos pronto.




—¡Que sea la última vez que me tiene que llamar la tutora, Daryn! ¿Es que te has vuelto loco? ¿Desde cuándo te peleas? ¡Maldita sea, podría haberte hecho daño!

—¡Ha sido él! ¡Ese maldito hijo de...!

—¡¡Daryn!! ¡¡Esa boca!!

No era la primera vez que le llamaban la atención sobre el cambio de actitud del niño en los últimos meses. En la mayoría de veces había sido por malas contestaciones, comentarios fuera de lugar o, simple y llanamente, reacciones extrañas, pero jamás por una pelea. Daryn no era un niño violento. Ciertamente era nervioso, algo histriónico en los momentos de tensión y, sin lugar a dudas, orgulloso, muy orgulloso, pero no agresivo. Al menos no lo había sido hasta entonces, claro. Lamentablemente su carácter se iba desarrollando y, con él, el peligroso parecido con su padre.

—No quiero que vuelvas a hacerlo, ¿de acuerdo? Nunca más. ¡Eso no se hace! ¿Acaso te has olvidado ya todo lo que te he contado del abuelo? ¿Qué decía él sobre las peleas?

El niño cruzó los brazos sobre el pecho, irritado, pero siguió ascendiendo las escaleras tras su madre, obediente. A pesar de saber que en cuanto cerrase la puerta su madre le echaría una buena bronca tenía ganas de llegar a casa y poderse cambiar de ropa. Aquel idiota llorón de Gursson le había manchado de sangre la manga y no le gustaba.

—Ya lo sé... pero...

—¿Entonces? Maldita sea, ¿es que no hay manera de que mejore el día? En fin, vamos, explícame, ¿por qué os habéis peleado? ¿Qué te ha hecho?

En el rellano encontraron a Harald, el cual, alertado por los gritos de su madre, había salido a ver qué sucedía. Daryn le chocó la mano cuando este se la ofreció y, sin abrir la boca por el momento, pues no quería que el vecino se enterase, permaneció en silencio.

—¿A qué viene tanto grito, Tanith? ¿Pretendes despertar a todo el vecindario?

—Métete en lo tuyo, Harald —respondió ella con brusquedad. Hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y empezó a buscar las llaves, visiblemente nerviosa.

Era extraño ver a su madre enfadada, pero cuando alguien lo conseguía se enfadaba de verdad. Nada de medias tintas.

—¿Qué me meta en lo mío? —Ford volvió la mirada hacia el niño—. ¿Qué coño le pasa a tu madre? ¿Se ha mirado al espejo o qué? Por cierto, ¿y esos pelos, chaval? ¿Te han esquilado la cabeza?

Daryn frunció el ceño, ofendido, pero no respondió. Antes de poder hacerlo su madre encontró la llave de la puerta y la abrió de un portazo. Seguidamente, alzando la voz lo suficiente como para que el grito se le clavara en el tímpano, le ordenó que entrase.

—Ha pegado a un niño de su clase —explicó Tanith al fin—. ¿Te parece normal? ¡Tiene sólo seis años!

—¿Que ha pegado a un niño de su clase? —Harald levantó las cejas, sorprendido—. Pero si es un canijo... demonios, va sacando carácter. Eso está bien, hoy hay mucho malcriado suelto, Tanith. No te preocupes: mejor que sepa defenderse a que le calienten otros a él.

—Oh vamos... —La mujer dejó escapar un largo suspiro, visiblemente agotada—. En fin, no importa. Entro ya. Me alegro de verte, Harald.

Cuando Tanith entró Daryn ya le esperaba en la sala de estar sentado en el sillón, dispuesto a recibir la bronca. Sabía que se había comportado mal y, por lo tanto, que iba a ser castigado. No obstante, no parecía importarle demasiado. A diferencia de otras ocasiones en las cuales había temblado como una hoja, en aquel entonces el niño se mantenía firme y seguro, incluso desafiante. Al parecer, incluso sabiendo que su comportamiento no había sido el adecuado, estaba orgulloso con ello.

Empezaba a ser desquiciante. Tanith se quitó el abrigo y lo colgó en una de las sillas. Odiaba tener que enfrentarse a aquel tipo de situaciones, y más después de haberse pasado toda la noche despierta, obsesionada con la ventana.

Desde que volviese a casa hacía ya dos días no había dejado de sentirse observada.

—Vamos, escúpelo: ¿qué ha pasado? ¿Por qué has pegado a ese niño? Tú no eres así.

—Se lo merecía, mamá. ¡Se metió conmigo! ¡Dijo que con el pelo así parecía idiota! ¡Que nunca me parecería al Parente! ¡Dijo que él se parecía más! ¡Y eso es mentira! ¡¡Mentira!!

Daryn se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar. La noche anterior, antes de acostarse, le había pedido a su madre que le cortase el pelo como lo llevaba Van Kessel y ella había accedido, encantada. Obviamente no había tenido en cuenta lo que aquello podía comportar. Siendo un niño tan pequeño, tal y como lo había sido su padre con su edad, era de suponer que el resto de críos se burlasen de él.

Resultaba irónico. Si cualquiera de aquellos críos hubiese visto cualquier fotografía de Aidur de pequeño hubiesen quedado boquiabiertos por el increíble parecido que tenía Daryn con él. Era una auténtica suerte que las hubiese quemado en un arrebato.

—¿Y por eso le pegaste?

—No... dijo que era un idiota al que no le quería ni su padre y que por eso nunca me parecería a alguien como el Parente. Que los niños como yo acaban siendo mendigos y que él sería el siguiente Parente... que era un apestoso y que por eso papá se había ido, y...

—Joder con el niño. ¿En serio te ha dicho todo eso?

Tanith tomó asiento a su lado y se lo aupó sobre las piernas, entristecida por las lágrimas. Aunque no aprobaba su comportamiento, empezaba a entenderlo. Ella, en su situación, seguramente habría hecho lo mismo.

—Y dijo que tú eras...

—No, no, no lo digas. Prefiero no saberlo. —Forzó una sonrisa. Podía imaginar que el niño habría reproducido las palabras de sus padres y, por su propio bien mental, prefería no saberlo. En el fondo Tanith era perfectamente consciente de lo que la gente opinaba sobre ella y su peculiar situación—. No le hagas ni caso a ese niño, ¿eh? Es idiota. Demasiado idiota como para incluso darse cuenta de que tú vas a llegar muy lejos. Muy, muy lejos, ya verás. Además, por supuesto que te pareces al Parente. Con ese peinado... ¡vaya! Quien se atreva a decir lo contrario es que está ciego. —Le guiñó el ojo—. Y no solo eso: tú conoces al Parente, cosa que él no. Van Kessel es tu amigo, ¿recuerdas? Aunque sea secreto, sois amigos, y se preocupa por ti. A ese chico no le quiere ni su perro, seguro.

Tanith le besó en la frente, logrando así que el niño se abalanzara sobre ella y la abrazase con fuerza, como pocas veces hacía. Hundió el rostro en su cuello y siguió llorando, lamentándose más de las palabras que de los hechos. En realidad, incluso siendo el otro el que había acabado ensangrentado, Daryn había sido el perdedor de la pelea. Las palabras, una vez más, habían vencido a los golpes.

—Anda, ponte el pijama mientras preparo la cena.

El niño se bajó con los ojos aún bañados en lágrimas. Se frotó la cara con las manos.

—¿Estás enfadada?

—Sí.

—¿Por qué me he portado mal?

—Entre otras cosas. Vamos, vete ya. Te quiero en pijama en dos minutos, ¿de acuerdo? Ni uno más ni uno menos.

Tanith aguardó a que el niño se perdiese por el pasillo para ponerse en pie. Tal y como le había confesado, estaba enfadada con él, desde luego, pero también con la crueldad del otro niño. ¿Acaso no tenía suficiente con no tener padre como para que encima se lo tuviesen que recordar? Muy a su pesar, Tanith sospechaba que aquella no sería la última vez que el tema saldría a relucir. Cuanto más creciese, más se complicarían las cosas. Lamentablemente, aquello no parecía tener solución. Ni iba a inventarse un padre ficticio, ni iba a decirle la verdad. Al menos no mientras Aidur siguiese siendo Parente.

Antes de meterse en la cocina Tanith pasó por su celda para cambiarse de ropa. El día en la tienda había sido realmente duro, pero al menos había logrado ganar treinta oros. Algo era algo. Además, estaba cansada: quizás, con un poco de suerte, aquella noche lograría conciliar el sueño.

Tanith se desvistió y, camino al armario en busca de sus ropas, se detuvo junto a la ventana, repentinamente incómoda. Tenía un mal presentimiento.

Apartó levemente la persiana y miró al exterior. En la plaza, delante del escaparate de la tienda, había una figura. Una figura que a lo largo de aquella jornada y la anterior había ido apareciendo y desapareciendo por los alrededores del negocio.

Una figura encapuchada y con el rostro cubierto por una máscara de gas que no cesaba de mirarla.

De vigilarla.

Tanith se apartó de la ventana, asustada, y pegó la espalda a la pared. No sabía exactamente como ni por qué, pero sabía que era la misma persona que había visto en la mina, al caer. Estaba convencida.

Volvió a asomarse una segunda vez. La figura seguía en el mismo lugar, aunque la posición de su cabeza había variado. Ahora, lejos de mirar a la tienda, miraba directamente a la ventana. A su ventana.

La estaba mirando a ella.

Tanith corrió hasta la mesilla de su cama y cogió el receptor inalámbrico. Se había prometido a si misma que no lo llamaría; que no le avisaría, pero necesitaba hacerlo.

Estaba asustada.

Marcó los dígitos que conformaban su código y aguardó en silencio con el auricular pegado a la oreja. Aguardó un minuto, dos, e incluso tres, pero finalmente colgó. Aguardó unos minutos y volvió a probar.

Por desgracia, nadie respondió.

Ni responderían. No después del trato que había hecho en el Templo. Ahora, muy a su pesar, estaba sola, y sola debería enfrentarse a lo que fuera que le esperaba fuera.

¿O quizás no?

En el fondo, no estaba del todo sola. Aunque no contara con Tempestad, seguía teniendo a su gente. A su auténtica gente.

—Daryn, llama a los Ford. Dile a Harald que venga... —Volvió a asomarse. La plaza ahora estaba desierta, pero sabía que volvería. Tarde o temprano, volvería a por ella—. Date prisa. Es importante.

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